“¿Recuerdas…? Es un hecho indudable que precisamente en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa”.1 Tal es el comienzo de la primera novela de Salvador Elizondo,2 Farabeuf.3 El comienzo y, si considero que una novela es un texto en el que suceden cosas, en el que se desenvuelve una narración, también es el desarrollo y el final. Al respecto el autor dice de su obra, en una entrevista de Marco Antonio Campos, que “el error de base es creer que se trata de una novela. Ni una antinovela. Es simplemente una escritura de principio a fin”.4 Entonces, al llamar novela al libro en cuestión no se intenta someter al texto a un género predeterminado, sino seguir considerando a éste como un molde flexible que como característica principal tiene la de adaptarse a las particularidades de los textos con los que convive. No entraré, por lo tanto, en el debate del género, mismo que, por si fuera poco, dio por terminado de antemano Miguel de Unamuno con su novela —llamada por él “nivola”— Niebla.
Qué pasa entonces en Farabeuf. Nada en términos narrativos y mucho en términos de escritura: Elizondo busca la totalidad de una escena y ésta sólo puede darse tras un ejercicio minucioso de escritura que cubre todos los detalles, que describe todo lo que, en un instante, acontece. En sus primeras ediciones la novela llevó el subtítulo “crónica de un instante”, sobre esto el autor dice en entrevista de Karl Hölz que “la designación ‘crónica, etc.’ fue agregada por el primer editor del libro para aumentar su interés comercial pensando que el puro nombre ‘Farabeuf’ no era suficientemente atractivo y ya he suprimido —agrega— el subtítulo en la última edición”.5 Ello me lleva a reconsiderar lo dicho al principio del presente párrafo: sí se busca la totalidad de una escena, pero no una recreada, no una representada. La escritura de Elizondo no pretende imitar a la realidad real, sino concretar a la realidad mental, salvo en algunas excepciones.6 En ese sentido su trabajo ha apuntado, sin lograrlo del todo según propia confesión del autor, hacia una escritura pura. En Farabeuf, el “estar siendo”, el cuadro mínimo de un instante —en esto el subtítulo era acertado— mientras está siendo, es lo que plasma Elizondo, pero es un estar siendo de la escritura, no de un doctor Farabeuf que entra al cuarto en el que ella, la mujer, lo espera. El texto es entonces una mirada anonadada ante la fotografía de un chino que está siendo desmembrado: un moribundo; una idea íntimamente ligada a Bataille, quien busca el punto de cruce entre el coito y la muerte, entre la tortura y el placer; una serie de preguntas que sospechan de la existencia en sí, puesto que uno puede existir en la realidad textual y no en la realidad real; la escritura y reescritura de tres escenas ficticias que acontecen en distintos lugares del mundo y que enlazan el resto de los elementos formando así un texto palingenésico; un final que permite al lector la libre especulación dentro de una terrible intuición; la concreción de una escritura que exige un lector atento, concentrado, entregado al proceso de lectura. Al comentario expositivo de tales elementos en Farabeuf es a lo que apuntan estas líneas.
En la película sobre la vida y obra de Elizondo, Ida y vuelta, José de la Colina cuenta:
En los cuarenta y cuatro años que llevo de conocer a Salvador, he participado en momentos estelares de Salvador. Por ejemplo: la foto esa que él explora a lo largo de todo Farabeuf, la foto del suplicio chino, bueno, por casualidad, resulta que la conoció por mí. Luego a lo mejor él lo va a negar, pero es cierto. Es decir, salíamos de una sesión del cineclub del […]; yo acababa de comprar en la librería francesa Las lágrimas de Eros de Georges Bataille y, yo ni siquiera casi había abierto el libro, y fuimos a un restaurante y entonces Salvador tomó el libro para verlo y desde ese momento se quedó así por la foto: hipnotizado por la foto. Y eso es el libro: una mirada hipnotizada hacia el suplicio chino, ¿no?7
Las lágrimas de Eros, de Georges Bataille, se publicó en 1961. El libro es un ensayo que cuenta con una colección de imágenes en las que orgasmo y muerte se confunden, o, por lo menos, están en comunión, pues como escribió el propio autor: “nadie imagina un mundo en el que la ardiente pasión dejará de turbarnos definitivamente”,8 ya que tanto para el concepto “cielo” como para “infierno” la pasión y la plena conciencia de ella son fundamentales.
El sentido de este libro (Las lágrimas de Eros) es, como primer paso, el de abrir la conciencia a la identidad de la “pequeña muerte” y de la muerte definitiva: de la voluptuosidad y del delirio al horror sin límites.
Este es el primer paso.
¡Llevarnos a olvidar las nimiedades de la razón!
De la razón que nunca supo fijar sus límites.
Estos límites vienen dados por el hecho de que, inevitablemente, el fin de la razón, que excede a la razón misma, ¡no es contrario a la superación de la razón!9
Bataille logra su propósito en Elizondo, como en muchos otros lectores. En este caso concreto, el resultado es, como supo José de la Colina, un libro en el que se desarrolla escrituralmente esa mirada sorprendida, excitada, hipnotizada hacia la fotografía del suplicio chino: la superación misma de Bataille. Éste aportó la idea, pero su objetivo sólo podía ser alcanzado por un escritor tan paciente y fino como Elizondo —y no digo que el francés no tuviera en gran medida esas cualidades. Se reconoce entonces la novela de Elizondo en la propuesta de Bataille, quien se pregunta: “¿Podría aparecer en un sólo instante el sentido de un momento preciso? […] Un momento sólo tiene sentido con relación a la totalidad de los momentos. No somos más que fragmentos sin sentido si no los relacionamos con otros fragmentos”.10 Esto invita a creer que Elizondo, pensando que un instante por sí solo no es inteligible y más aún, no es verosímil, agregó a la escena principal de su novela —la del doctor que llega a la casa de ella—, la del suplicio y la de la playa. Tales no son otros instantes, sino partes ínfimas pero capitales, sin contradicción, de la escena principal. Hacia el final del libro Bataille revela un objetivo:
Propongo que mi reflexión se entretenga en figuras más o menos contemporáneas que únicamente conocí a través de la fotografía […] El primero es un sacrificante vudú. El segundo es un torturado chino […] En el juego que me propongo, trato de representarme, a mí mismo y con esmero, lo que esos personajes sentían en el momento en que el objetivo fijó su imagen en la lente o en la película.11
En este caso los resultados fueron francamente parcos. Elizondo sigue las reglas de Bataille y logra su primera novela, misma que a todas luces supera las intenciones de Bataille, como se puede ver en el capítulo siete de la novela, en el fragmento que describe el suplicio.
Dicho fragmento es clara muestra de que Elizondo, más allá de suponer la experiencia del supliciado, como intentó Bataille en su tiempo, supone también la de los espectadores, la de los verdugos y la de aquel que mira la foto, un espectador del conjunto. Todo ello no puede ser objetivo, por lo que el resultado es la concreción de la experiencia de Elizondo mismo, quien desarticula la imagen tal y como los verdugos hacen con el bóxer, para lograr una intuición que no lleva a nada más que la foto misma. Por eso las sensaciones forman en torno a él —el supliciado— un círculo que siempre, donde termina, empieza, por eso hay un punto en el que el dolor y el placer se confunden, y en el que esa confusión se multiplica, pues se pierde entre la mirada de horror del espectador que la cámara captura, la concentración del Dignatario y la de los verdugos, la mirada extasiada del supliciado y aquella hipnotizada de Elizondo; y, en otro nivel, se confunde con mi propia mirada y con la de todo aquel que acceda al texto, de ahí la hipótesis del narrador: el supliciado eres tú, realidad de la que uno se da cuenta demasiado tarde, cuando comparte la expresión de todos los involucrados, cuando se superan todas las convenciones morales y estéticas y ya no se puede saber si se está gozando o sufriendo con semejante espectáculo.
La escena es ya clásica: un hombre y una mujer que se pierden tanto para sí mismos como para uno en la inmensidad de un instante. ¿Y qué acontece en ese o en cualquier instante? Un mundo. La percepción completa de ese mundo es imposible dado que éste es simultáneo y vasto, además de ser, el pensamiento, tan discursivo como el lenguaje. Tal es la utopía de Borges en su cuento “El Aleph”: observar con claridad la inmensa vastedad del universo. Elizondo reduce significativamente ese mismo corpus: el tiempo concretado en la escritura es mínimo, un instante, y el espacio una habitación en la que se encuentran dos personas. El motivo de la reunión se me escapa puesto que a un momento aislado no le interesan causas ni efectos. De ahí las intuiciones de la crítica a lo largo de los años que suponen distintos finales en el sentido tradicional de una narración. El sentido no existe, sólo lo escrito y la manifiesta distancia entre la realidad y la mente que pretende subordinarla. Y otro tipo de distancia, aquella que Bataille intuyó en su ensayo El erotismo, y a partir de la cual desarrolla toda su teoría; a saber, la discontinuidad que vivimos: yo soy discontinuo en la medida en que no logro ser uno con nadie o nada. Así, los protagonistas de la escena elizondiana se muestran en pleno prólogo a su continuidad: se abre y se cierra Farabeuf con una pregunta —“¿Recuerdas?”—, la cual presume ya la circularidad del texto y su intención: la lectura completa de un cuadro único sin precedente o consecuencia. Por ello el texto es tan inusual que no persigue un orden entre sus divisiones, convirtiéndose en un texto paratáctico, o casi, pues la sintaxis que ordena a las oraciones se opone a la parataxis, no así el desorden de los fragmentos que componen a la novela. La pregunta que revela la naturaleza del texto me confirma también que hay conciencia en los protagonistas. Uno no puede dejar, por tanto, de intuir salidas cronológicas a la naturaleza, sin embargo éstas siempre serán infundadas, falsas, por más coherentes que parezcan. Una de las salidas más célebres: ella sufrirá el suplicio chino llamado Leng Tch’e parecido al acto carnal o coito en la medida en que ambos desembocan en la muerte: éste en la pequeña, momentánea, y aquél en la absoluta, la continuidad eterna. Él, al participar en el rito, será uno con ella y, tras lograr imaginarse tanto dolor, llegará al orgasmo. Esta posibilidad nos lleva a pensar que la novela prologa la continuidad entre los protagonistas, prologa la muerte, pequeña o absoluta, en la que serán uno solo y la confusión llegará hasta el límite, aquel límite en que no hay lugar para la conciencia, ni siquiera una mínima que permita elaborar una pregunta —“¿Recuerdas?”— u observar el espejo o escuchar las monedas caer en la mesa, o los pasos a lo largo del pasillo, o el arrastrar de un objeto pequeño, presumiblemente un indicador del juego que todo lo sabe llamado ouija.
La parataxis se confirma además con el concepto “ostraka”. En 1975 Salvador Elizondo concede una entrevista a Bruce-Novoa en la que afirma:
La novela se iba a llamar Ostraka porque la idea era de los ostraka, que son fragmentos de cerámica que se recogen y muchas veces, cuando son de un tipo de diseño de vaso, por un solo pedacito es posible reconstruir todo el rededor del vaso. Existe también la posibilidad de destruir el vaso y lograr que los fragmentos, incluso siendo completamente intercambiables, formen siempre, por cuestión de orden matemático, el mismo diseño, sin importar en qué orden se ponga, porque es un diseño tal que dividido de cualquier manera tiene una continuidad que es imposible romper, aunque el orden sea trastocado.12
Así, la novela está pensada en fragmentos sin orden necesario; el hecho de que uno de ellos suceda a otro no tiene que ver con una planeación, sino con los límites de la escritura, por lo tanto es posible leer la novela desde el final hasta el principio o en cualquier otro orden. Toda esta pericia del escritor parece estar encaminada, principalmente, a la concreción del elemento erótico. No es gratuito que Elizondo haya escrito su novela a partir de dos referentes de la realidad: el manual del doctor Farabeuf y la fotografía del bóxer supliciado, misma que da sentido a toda la obra una vez que se ha entendido el procedimiento filosófico de Bataille que explica lo erótico. Dice el francés: “Somos seres discontinuos, individuos que morimos aisladamente en una aventura ininteligible, pero tenemos nostalgia de la continuidad perdida”. Esta nostalgia ha de mover al hombre en todas sus acciones, según el filósofo, y esa nostalgia es la que intenta retratar Elizondo a través de sus personajes escurridizos y al tiempo recordárnosla a los lectores, restregárnosla, con la evocación de la muerte y del dolor que desemboca en orgasmo.
No obstante, quien ha leído Farabeuf no puede ver sin cierta dificultad dicho elemento erótico. Acaso porque no se trata del erotismo excesivo que nos muestra Pierre Louis o del filosófico aplicado de Bataille o del maduro donjuanismo de Kundera o del cachondeo adolescente de José Agustín o de la llaneza de Bukowski: no es un erotismo común. Y al tiempo comparte algo con todos ellos. ¿Qué puede ser más excesivo que la fotografía del suplicio chino? ¿Cómo afirmar que la concreción de las ideas de Bataille no se encuentra también en Farabeuf? ¿No son esas mismas ideas las que inspiran al don Juan posmoderno y al cachondeo sin más? Responder estas preguntas de acuerdo a la afirmación que las precede exige unas precisiones: El desmembramiento del chino de la fotografía en la novela es excesivo, cierto, pero, ¿es erótico? Lo es, aunque se aleja de la realidad sexual común. Yo no pude sentir, en ninguna de las lecturas que he hecho de la novela, una excitación como la que provoca una buena narración erótica. Alguien podrá, pero no alguien común. Y ello porque Elizondo lleva lo erótico hasta sus últimas consecuencias, hasta el límite de lo racional que sacrifica lo que, en apariencia, es su objeto: lo sexual. Elizondo trabaja el erotismo entonces como idea, en abstracto: el extenso diálogo que precede a la fotografía en el capítulo VII lo confirma:
—¿La visión de ese cuerpo desgarrado te conmovió?, ¿sentiste compasión?, ¿sobresalto?, ¿náusea?
—Fascinación. Fascinación y deseo.
—¿Te hubieras entregado?
—¿Acaso no me estaba poseyendo con su mirada?
—Amas confundir las cosas, desvarías.13
Y más adelante:
—¿Sentiste miedo?
—Sentí placer. A cada nueva etapa de la intervención, su mirada se iba aguzando como la punta de una daga.
—Creíste entonces que él te pertenecía.
—Sí; y comprendí que el dolor, de tan intenso, se convierte de pronto en orgasmo.14
Como lector, uno concluye, a raíz de estas pistas, que el erotismo de Elizondo es el de Bataille, el filosófico, un erotismo seco, poco atractivo o hasta emético; un erotismo llevado al papel en estado puro. Al tiempo uno mismo puede decidir que lo erótico es un elemento capital de la novela, dado que ésta parece ser la antesala al coito o al suplicio; al cabo, antesala a la muerte, a la continuidad de los personajes.
Otras pistas se deducen de fuentes externas al texto. En la entrevista concedida a Bruce-Novoa y a la revista La palabra y el hombre, Elizondo define a la novela como una construcción verbal pura y que no admite comprobación; esto es, una mentira extensa. El mexicano afirma que su primera novela no escapa a tal definición y agrega: “Farabeuf está sacado de experiencias, pero no experiencias en el orden de la vida real, sino en el orden de la vida mental. La experiencia de la que nace el libro consiste solamente en dos vivencias: la visión de la fotografía de un chino y el hojear un manual de cirugía de Farabeuf, un manual que sí existe en la realidad ya que Farabeuf sí existió”.15 En adelante afirma que al escribir su texto persiguió dos fines, el artístico: concreción del objeto legible, del libro; y el literario: transmitir, mediante la palabra, sensaciones de tipo físico. Además hace alusión a su deseo de que la gente entienda a Farabeuf como una confusión, pero no una caótica, sino que el confundir determina en cierto modo los elementos, como pasa en la novela donde los personajes se confunden: “El personaje de la mujer unas veces es la mujer rubia y otras la mujer morena; a voces es la enfermera, a veces es otra. Inclusive dentro de un mismo movimiento de la mujer puede ser una al principio de un gesto y cuando el gesto se ha realizado puede ser otra completamente diferente.”16 Afirma también que para escribir ha de desentenderse de los lectores, o por lo menos del lector típico de determinada región o tiempo o nivel sociocultural; en realidad el único lector que puede tener en cuenta al escribir es el lector ideal, es decir, él mismo. Tal es una característica de los escritos elizondianos: alejarse de la realidad y manifestar los procesos mentales del autor, concretarlos. Y tal concreción es ideal, se encuentra alejada de la vida común, por lo que el instante es el de la mente, en realidad, retratado a la manera del cubismo que busca mostrar todas las caras del objeto representado. En el caso de lo erótico, al tratarse de uno idealizado, de uno mental, es al tiempo uno alejado de lo sexual; lo erótico y lo sexual no son lo mismo; según Bataille, aquél produce a éste por un afán común, al menos, en el hombre: la búsqueda de la continuidad.
Expongo ahora un ejercicio interpretativo: un fragmento mínimo de la obra debe ser capaz de motivar a la reflexión de todo el texto, no porque sea especial, sino porque, siguiendo la idea de los ostraka, a partir de él se debe poder reconstruir el texto entero. El fragmento es una pregunta y dice: “¿Cómo, si no, te hubieras sentido tan penetrada por ese cuerpo que te era ajeno?”17 —pregunta el personaje masculino, según se deduce de la segunda persona en la oración, que es femenina, en la novela paratáctica que es Farabeuf. Y puesto que esa pregunta es tan independiente como cualquier otra pieza del rompecabezas puedo concluir de ella al texto sin contextualizarla, como es usual, pero aquí imposible. Deduzco entonces que: 1) él pregunta a ella, aunque ambos se mantienen difusos en la novela entera o, como dice el autor, se confunden; 2) el cuerpo ajeno que la penetró no lo hizo físicamente, puesto que no hay un tercero en el texto; 3) el hecho de que sea ajeno subraya su discontinuidad y además, presumiblemente, la continuidad lograda cuando la penetró; 4) el cuerpo ajeno no es sino el del supliciado al que le han arrancado la piel del tórax y ahora —y este ahora es eterno, gracias a la fotografía— le están cortando una pierna; 5) la penetró o, se puede decir, la hipnotizó —o a Elizondo, como lo supo José de la Colina— con su sonrisa, sonrisa de dolor; 6) el chino ha sido fotografiado no sólo en el momento en que es desmembrado, sino en el que es un moribundo, pero un moribundo sólo lo es en el único instante en el que está muriendo, el momento justo en el que el supliciado pasa de ser discontinuo a ser continuo. Esto debe ser así para que no sólo ella entre en continuidad con él, sino para que ambos lo estén, aunque no se hayan visto nunca en la realidad; 7) el “cómo” y el “si no” se refieren a que de no haber visto la fotografía en la que el bóxer está en pleno paso a la continuidad la mujer no habría sido penetrada —en un orden mental—, por lo que no se lograría la continuidad entre ella y el chino; 8) esa misma continuidad es la que anuncia la novela, pero entre los personajes que están presentes en la escena: él y ella; 9) ambos ya han tenido su experiencia con el chino de la fotografía, aunque no lo conocieron en la realidad —el chino real murió en 1905—, por ello la novela está encerrada en la pregunta “¿Recuerdas?”; 10) la novela es entonces una invitación al recuerdo de la no conciencia, de la dispersión total, de la muerte que sólo se puede experimentar en el orgasmo —al cual se puede llegar por medio de la fotografía del supliciado que, de tan impresionante, contagia—, es una invitación al recuerdo de la continuidad; 11) pero, ante todo, la novela es una invitación a la continuidad, si ésta se recuerda es como un recurso retórico para reinventar la pequeña muerte, se trata de un prólogo a una escena erótica; 12) él y ella van a tener sexo; 13) o si no, él y ella entrarán en continuidad por medio del suplicio chino llamado Leng Tch’e; al cabo es la muerte, pequeña o absoluta, lo que da coherencia a la novela.
Queda aún la pregunta: ¿Cuál es la realidad que se manifiesta en Farabeuf? Para contestarla es preciso asomarse de nuevo al inicio del texto: “Es un hecho indudable que precisamente en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa.”18 Destaca que el narrador no contempla, ni mínimamente, la posibilidad de que esta escena no sea real; se trata de un hecho indudable, de una certeza que al lector, tras la lectura de toda la novela, se le escapa. ¿Por qué? Porque la contemplación de todo el cuadro termina agotando al lector, y porque certezas como la citada son pocas. En el mismo párrafo inicial comienza a dibujarse la incertidumbre: las monedas que la mujer agitó en sus manos caen a la mesa simultáneamente, lo que provoca un tintineo que, “pudo haberse prestado a varias confusiones. De hecho, ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto.”19 Las certezas se desdibujan y el hecho innegable se oculta; ahora “los pasos de Farabeuf subiendo la escalera… llegando hasta donde tú estabas a través de las paredes empapeladas, desvirtúan por completo nuestras precisiones acerca de la índole exacta de ese juego que ella estaba buscando.”20 Aquí vale destacar la reaparición de la segunda persona, aludida ya en la pregunta inicial —“¿Recuerdas?”. A estas alturas de la relectura uno se confunde, pues se sabe que son sólo dos los personajes: él y ella. Sin embargo la narración está aludiendo a cuatro, por lo menos: la segunda persona, él, ella y el narrador. Esta dinámica confusa está presente en toda la novela, no hay momento en que el lector tenga algo verdaderamente en claro. Las voces son demasiadas y los personajes insinuados son muchos, aunque ninguno tenga tanta fuerza como para que el lector sepa en verdad que existe. ¿Y el juego de ella? Tampoco está claro, como se ve a continuación: “Es posible… conjeturar que se trata del método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos —el I Ching. El ruido que hacían las tres monedas sobre la mesilla lo hace suponer. Pero el otro ruido… bien puede llevarnos a suponer que se trata del deslizamiento de la tablilla indicadora sobre otra tabla más grande, surcada de letras y de números: la ouija.”21 Al parecer Elizondo pretende mezclar desde el principio la cultura occidental con la oriental, lo cual se deduce de la posibilidad de que ella juegue uno u otro juego. Destaca que ambos son juegos que responden a la manera de los oráculos, ambos son de un carácter grave, más que lúdico, ambos fueron —y son— tomados en serio en los contextos que los vieron nacer. El elemento sobrenatural invocado por la naturaleza de los juegos aludidos sirve para hacer más ambiguo al texto y al mismo tiempo define al personaje femenino, quien inevitablemente quiere saber algo a lo que sólo puede acceder mediante métodos adivinatorios; su pregunta: ¿quién soy?, misma que se nos hace a los lectores, como reto malicioso. Conforme el texto avanza la escena se difumina más; por ejemplo, las monedas de cobre que caen a la mesa se convierten en una mosca que insistentemente golpea la ventana, pues afuera está lloviendo; así mismo el sonido de una tablilla que se arrastra sobre otra más grande puede ser en verdad el de los pasos del doctor Farabeuf, quien cansado sube las escaleras arrastrando los pies. La certeza del principio ha muerto y, sin embargo, persiste, renace más adelante para caer de nuevo. Es el caso de todas las escenas de la novela que están siendo y dejando de serlo constantemente, y ello porque la realidad de la novela no es sino una realidad textual. Los rostros se confunden porque no existen, porque Elizondo quiere que así sea, como por mero capricho. Y aquí cabe la pregunta: ¿Elizondo o el narrador? Y nos damos cuenta de que el narrador es otro ser inverosímil creado artificiosamente, otro ser que está en ocasiones viendo la escena y que más tarde forma parte de ella: puede ser Farabeuf, puede ser la mujer rubia o morena o la enfermera, puede ser otro. Todos están subordinados por un acto superior que da y quita vida y se arrepiente y la vuelve a dar y quitar una y otra vez: el acto de escribir. Todo ello no se puede asegurar, tal es la aventura que uno corre al internarse en un texto de esta naturaleza; sin embargo hay pistas que permiten esta especulación, fragmentos de la novela que parecen más cercanos al escritor real:
Alguien ha señalado la posibilidad de que seamos una realidad inquietante: la de que seamos nada más que las imágenes de una película cinematográfica. En tal caso, para recordarlo con precisión, haría falta la misma música, los mismos ruidos. Estas imágenes casi siempre van acompañadas de música cuando los personajes no hablan, cuando sólo es dado contemplar sus rostros insistentemente en esa oscuridad aparentemente silenciosa, pero que, sin embargo, está llena de rumores y del sonido que hacen los cuerpos en la quietud. Hubiera sido preciso escuchar exactamente la misma música…22
Aquí se muestra cómo cabe la posibilidad en la misma realidad textual de la novela, de que ésta sea sólo eso, no una escena de un instante común visto desde todos los ángulos. Sin embargo el lector no puede descartar, por ello, ninguna interpretación, ya que el texto permite, como burlándose de la idea del sentido de las obras de arte, muchas sumamente disímiles. Es el caso de las tres escenas de la novela. He mostrado ya cómo comienza a ser violentada la certeza de la primera escena; en la segunda, en la que el hombre y la mujer se encuentran en la playa y ella corre para encontrarse una estrella de mar y tirarla con desdén o asco de regreso al mar, la mujer es una en el momento en que echa a correr y, cuando él la ve de nuevo, no la reconoce, es otra. No se trata, en ocasiones, puesto que nada está fijo en esta obra, de que la mujer sea la misma y el hombre simplemente no la reconozca, sino de un auténtico cambio; la mujer de pronto es otra. Así mismo en la tercera escena, la del suplicio, donde cabe la posibilidad de que el supliciado tenga o no los brazos o de que sea o no una mujer. Pregunto de nuevo, ¿cuál es la realidad manifestada en Farabeuf? Y la respuesta no es ningún gran descubrimiento: la realidad del texto es el texto en sí, la experiencia de la lectura es de lo único de lo que el lector puede estar seguro.
Se sabe que Elizondo no es un escritor popular. En más de una ocasión ha asegurado que le espanta la idea de escribir para las masas, prefiere ser considerado un escritor para la comunidad intelectual. De ahí su hermetismo autoimpuesto, de ahí su densidad y su ambicioso proyecto literario que será asimilado por pocos lectores especializados; y es que cuando se lee Farabeuf, o cualquier otro libro de Elizondo, no se puede sino ser especialista en la materia: no hay acercamientos a medias, puesto que no se trata de una obra que se pueda leer una vez o rápidamente. En este caso leer es releer, y hacerlo con entrega total. Elizondo no complace al lector sino hasta que éste se ha comprometido a cederle toda su atención; primero exige sangre, luego viene el placer. En el caso de Farabeuf el lector no está contento sino hasta que entiende que la incertidumbre, la mentira y la falta de lógica no son ociosas, hasta que acepta que las reglas las pone el escrito, hasta que ha aprendido a leer fuera de toda concepción estipulada anteriormente: la escritura pura exige lectura pura. La anécdota ha sido desterrada, el sentido, la lógica, la realidad y la fantasía misma son conceptos ajenos a esta novela. A lo largo de mi investigación me he encontrado con un sin fin de interpretaciones que pretenden reintegrar a Farabeuf en la idea tradicional de la novela; se ha dicho que la mujer será desmembrada por el doctor Farabeuf, que terminarán haciendo el amor, que la visita es la de un doctor que interrumpe la contemplación de la foto, que las escenas del suplicio, de la playa y de la casa con largo pasillo son vivencias de los mismos personajes, aunque en distintas épocas, lo cual sugiere una reencarnación, incluso se ha dicho que Farabeuf es un psicoanalista que extrae de la mente de la mujer todos esos fragmentos para curarla; en fin, todas esas interpretaciones son pertinentes desde que son el resultado de una sugerencia poética. Cabe recordar que un buen poeta es aquel que, con palabras, sugiere un mundo, entre otras cosas. Este es el caso de Elizondo. Farabeuf no es más que una sugerencia que proyecta todas estas intuiciones, pero de ninguna manera se puede decir que una de ellas sea del todo cierta. Elizondo mismo ha dicho que él no sabe qué es lo que pasa antes o después de ese instante y yo creo incluso que el instante es una careta, que también está sugerido pero que también es imposible asegurar que se trata de uno. Cuando se hacen afirmaciones al respecto se entra en el mismo juego de la novela, el juego de la incertidumbre; el juego en el que las cosas existen porque se nombran y se destruyen porque se niegan, todo ello a capricho. Se trata de una actividad palingenésica, una actividad en la que todo lo que se dice se crea, en la que todo es posible. A lo largo de estas páginas se habló de una fotografía, del erotismo y de una realidad textual, pero la fotografía es retocada, la filosofía es cuestionada y la realidad se rehace, todo ello por la palabra, que ha jugado con cualquier cantidad de elementos encontrados en la novela de Elizondo. Si lo único que tenemos en claro es que la experiencia de la lectura fue real, entonces no queda más que reemprenderla.
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1 Salvador Elizondo, Farabeuf; en Obras: tomo uno, El Colegio Nacional, p. 7.
2 Salvador Elizondo nació en México en el año de 1932. Es ensayista, narrador, poeta, dramaturgo y traductor, además de haber ejercido la enseñanza en la Universidad Nacional Autónoma de México a lo largo de treinta años. Incursionó en el séptimo arte y en la pintura, sin más resultados que su película Apocalipsis 1900, basada en una selección de imágenes fijas, muchas de ellas extraídas del manual de cirugía del doctor Farabeuf. Elizondo es miembro de la Academia Mexicana de las Lengua y de El Colegio Nacional. En 1965 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su novela Farabeuf y en 1990 el Premio Nacional de Letras por toda su obra.
3 Farabeuf, de Salvador Elizondo se publicó por primera vez en Joaquín Mortiz en el año de 1965; después en Montesinos, 1981; SEP-Joaquín Mortiz, 1985; Vuelta, 1992; en Obras: tomo uno, El Colegio Nacional, 1994; FCE, 2000 y en Narrativa Completa, Alfaguara, 2000. Sin contar las numerosas publicaciones de fragmentos en antologías y revistas.
4 Marco Antonio Campos. “Lo que escribo sólo tiene valor textual: Elizondo”; en Proceso, 51, oct. 24 de 1977, p. 55.
5 Karl Hölz. “Entrevista con Salvador Elizondo”; en Iberoamericana (Francfort) 19.2-3 [58-59], 1995, p. 122.
6 Véanse, por ejemplo, todos los cuentos de Narda o el verano u otros que también parecen jugar dentro de la forma tradicional de cuento como “Lucinda o la gula” o “El desencarnado” de El retrato de Zoe y otras mentiras; “Futuro imperfecto” de El grafógrafo; “Ein Heldenleben” de Camera lucida y la pequeña novela Elsinore.
7 Paulina Lavista, directora. Ida y vuelta. Salvador Elizondo. Conaculta, min. 20-21
8 Georges Bataille. Las lágrimas de Eros. Tusquets, p. 35
9 Ibidem, p. 37.
10 Ibidem, p. 210
11 Idem.
12 Juan Bruce-Novoa. “Entrevista con Salvador Elizondo”; en La palabra y el hombre, 166, 1975, pp. 51-58
13 Salvador Elizondo, obra citada, p. 113.
14 Idem.
15 Juan Bruce-Novoa, obra citada.
16 Idem.
17 Salvador Elizondo, obra citada, p. 23
18 Salvador Elizondo, obra citada, p. 7.
19 Idem.
20 Idem.
21 Idem.
22 Salvador Elizondo, obra citada, p. 57
FUENTES
Bruce-Novoa, Juan. “Entrevista con Salvador Elizondo”, en La palabra y el hombre, 166, 1975, pp. 51-58.
Campos, Marco Antonio. “Lo que escribo sólo tiene valor textual: Elizondo”, en Proceso, 51, oct. 24 de 1977, pp. 54-55
Elizondo, Salvador. Obras. Tres tomos. Primera edición, El Colegio Nacional. México, DF, 1994.
— Autobiografía precoz. Segunda edición, Aldus. México, DF, 2000.
Hölz, Karl. “Entrevista con Salvador Elizondo”, en Iberoamericana (Francfort) 19.2-3, 1995, p. 122.
Larson, Ross, editor. Bibliografía crítica de Salvador Elizondo. Primera edición, El Colegio Nacional. México, 1998.
Lavista, Paulina, directora. Ida y vuelta. Salvador Elizondo. Conaculta, Literatura, Creadores Eméritos. México, DF, 1999.
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