Una vez escribí lo siguiente, lo transcribo, es una manera de empezar a contar: voy a contar una historia verdadera, pero la voy a contar como solamente yo puedo contarla. Sólo así la puedo contar, de verdad. Sí, así es, sólo vale la pena lo que uno cuenta si lo que uno cuenta es absolutamente personal y por tanto verdadero. Sólo se debe contar así, como yo lo cuento, no hay vuelta de hoja. Puedo asegurar que cualquier coincidencia con la realidad es sólo eso, pura coincidencia. La realidad es siempre circunstancial y esta verificación me tranquiliza: lo que cuento es una historia verdadera, pero sólo en la ficción.
Voy a mis diarios, allí aparecen esbozadas las historias. Encuentro una primera dificultad: advierto que a alguien muy cercano le he puesto como pseudónimo Orestes y ya no sé a quién debería designar Orestes, tampoco quiénes son los que designo con otros pseudónimos, Jerjes o Caín, tampoco sé por qué pongo esos nombres tan ridículos, tan pedantes, ni por qué disfrazo de esa manera a gente muy cercana a mí, o que entonces, cuando escribía, lo era. Eso me desconcierta y me causa problemas para seguir contando, es más, me detiene en seco. Advierto también que en mi correspondencia con mi mejor amigo, casi mi novio, hablo de otro novio posible (extranjero) del que me enamoro y en realidad no sé de quién estoy hablando, no sé quién es ese ser tan profundamente amado, tan cercano, no lo sé, ¿quién será? Deduzco por lo tanto que no debo de haber estado muy enamorada, pues de otra forma sabría de inmediato a quién me estaba refiriendo. ¿Es de Orestes o de otro de los que tienen sobrenombre de quien estaba yo tan perdidamente enamorada? Y, ¿por qué se lo cuento a ese otro amigo tan querido que me ama tanto sin decírmelo?
A lo mejor lo que pasa es que sólo tomo en cuenta las obsesiones y la forma obsesiva con que se repiten: se repiten incansablemente las mismas cosas, pero incansablemente también se olvida uno de que se tenía la obsesión de esas cosas que ha dejado de recordar. El cerebro parece quedar completamente en blanco, las cosas se escriben, se cuentan y se vuelven a olvidar o a lo sumo en un punto lejano del cerebro reaparecen como fragmentos, como ruinas desarticuladas que se reconstruyen a medias como las ruinas que han conservado los restauradores, dejando en blanco todo aquello de lo cual no ha quedado vestigio. Me asombra, cuando las leo, la reiteración de ciertas cosas que uno cuenta y cuenta una y otra vez y luego olvida por completo que ha contado y lo peor es que uno olvida que se trata de una obsesión, siempre presente en la escritura, como si uno estuviera allí sin moverse, después de que, practicado un lavado de cerebro o hasta una lobotomía, el cerebro hubiese dejado de funcionar al desatarse el mecanismo de la escritura y poner en movimiento la memoria más profunda. Esa memoria que parece no haber registrado nada, muestra sin embargo grabadas indeleblemente las mismas obsesiones que sólo se recuerdan cuando las compara uno con otros momentos de escritura en que de manera obsesiva uno recuenta una y otra vez las mismas obsesiones que se olvidan en cuanto uno cierra el cuaderno de notas o apaga la computadora.
Como si uno caminase en redondo sin encontrar el camino y sin recordarlo en absoluto. Un eterno girar o caminar para llegar siempre al mismo lugar. Es por eso que he empezado a escribir la novela del camino, los caminos de la vida no son los que yo pensaba, no son los que yo creía, aunque se haga camino al andar y uno esté más allá de la mitad del camino de nuestra vida y uno nunca encuentre otros caminos por donde caminar.
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Margo Glantz es escritora, profesora y periodista. Ha publicado numerosos libros de creación y de ensayo. Es profesora emérita en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Investigadores. Ha recibido, entre otras distinciones, el premio Xavier Villaurrutia (1984) y el Universidad Nacional (1991), y las becas Rockefeller y Guggenheim. En 1966 fundó, con Gastón García Cantú, la revista Punto de partida, que dirigió hasta 1970.
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