La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición.
Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había hecho reemplazar no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado del apartamento y tomado el de la derecha —que era el que anunciaban—, pero me decidí por él debido a que la renta era bajísima y la vista espléndida si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios. Además, la condición de la puerta me convenía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras. No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante: hombres y mujeres de diferentes edades irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse.
Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local de estar solo, agradecí las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas simpáticas porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban sólo si yo lo deseaba y no me interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando.
Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche, era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, quien apuntaba nombres y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera.
Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban agradables (mitades de bocadillos para la cena, ginebra, botellas de vino para postres, abrigos, dibujos infantiles pegados en las paredes, joyería, guantes de baño, peines, atlas en ediciones de lujo, ropa interior, camiones de juguete, palillos de dientes con figuras de chinitos en uno de los extremos, adornos de porcelana con algunos desperfectos, gafas con la graduación suficiente para trabajar en mis miniaturas y hasta muebles en condiciones aceptables), cosas para las que el dinero que ganaba entonces no me alcanzaba. Por eso, aunque el conserje insistiera en que se trataba de basura, yo me las quedaba si después de tres o cuatro días nadie las reclamaba.
A veces eran tantas que yo mismo las desechaba o se las daba al conserje, quien sólo las aceptaba si había pruebas fehacientes de que se trataba de objetos nunca estrenados. Él no concibe la idea de utilizar algo que otro haya desechado, así se trate de una antigüedad. No es su estilo. A él hay que darle sólo objetos nuevos. Y nada de cosillas baratas: no quiere convertir su hogar en una bodega. Tampoco yo. Para evitarlo entonces, limpiaba a diario y, si tenía ánimo, incluso preparaba algo de comer para los visitantes del día con el dinero de las propinas que ganaba en la lavandería. Por eso quizás era que todo era elogios para mí. De acuerdo con el conserje, era el inquilino del siete izquierda más popular que alguna vez había tenido el edificio. Aseguraba que le era agradable incluso al gato de la tienda del frente, que entraba siempre tras mis pasos y se iba media hora después, a menos que yo le pidiera lo contrario, que sucedía por lo general los miércoles por la tarde. El resto de los días podía prescindir de él pues conseguía una buena conversación sin ayuda suya.
Casi siempre que lo necesité estuve acompañado. No padecí de tristezas mientras moré en el siete izquierda. No me habría mudado de no haber sido porque una vez encontré hurgando en mis cajones a una niña —amiga de la del piso cuatro— a la que había visto antes jugando con mis figuras a escala con la misma brutalidad con la que sacudía sus muñecas.
Como yo aún no hablaba bien el idioma de esta ciudad, no entendió mis regaños y, en lugar de someterse a mis mandatos, me incluyó en su juego, cuya lógica no conseguí comprender. Desesperado, bajé a buscar la ayuda de su amiguita, quien respondió que su madre no estaba en casa y no tenía ella permiso para subir sola mientras estuviera yo en el apartamento porque no podía saberse qué clase de gente podría resultar puesto que venía de un país que no sabían ellas ubicar en el mapa. Mientras, la otra niña continuaba tomando mis miniaturas y disponiendo de ellas tarde tras tarde a voluntad sin que la del cuarto piso interviniera a mi favor debido a que su madre le había prohibido también continuar con esa amistad y no podía desobedecerle. Tenía yo que ocuparme en vigilar a la pequeña de cinco a seis y media, cuidar de que no fuera a quebrar mis piezas con sus deditos toscos, que no se le ocurriera hacerles algún retoque con mis pinceles y que las dejara siempre en su sitio antes de marcharse.
Bien que mal, lo soporté. Mas no pude tolerar que internara sus ojos y sus manos en mis cajones: la tomé por el brazo izquierdo y la obligué a acompañarme de inmediato a lo del conserje. A él le solicité que fuera más cuidadoso en su labor y le entregué a la prisionera, quien fue puesta en libertad de inmediato y enviada de regreso a su casa a pesar de mis protestas y de mis demandas por justicia.
El conserje me pidió que me comportara. Luego me explicó que no podía él estar pendiente de lo que mis visitantes —que eran cada vez más numerosos— hacían una vez que entraban en mi apartamento. Lo que a él le correspondía por contrato era vigilar la entrada y los pasillos. A los apartamentos sólo llegaba por llamado de los inquilinos o cuando se perdía algo. Como todas mis pertenencias estaban ahí y ninguna de mis miniaturas había sufrido daños, nada tenía él que hacer. No había delito que perseguir. No podía ayudarme, salvo sugerirme que, si quería evitar las intrusiones, le pusiera cerrojo a los cajones —aunque eso nunca es garantía suficiente de seguridad: más de uno sabe cómo violentarlos— o colocara un cartelito en el que prohibiera el fisgoneo en mi propiedad —aunque eso tampoco podría asegurarme obediencia—. Su consejo principal fue que me deshiciera de cualquier cosa íntima o muy personal que guardara en ellos, fuera cual fuera, porque la gente era curiosa y gustaba de descifrar los misterios que esos objetos podrían contener.
Mi idea de cerrar la puerta por dentro y salir por las escaleras de emergencia le pareció pésima. Decía que sólo empeoraría el asunto porque los visitantes se obsesionarían aún más, acabarían descubriéndolas y evadirían el registro que llevaba él de quiénes entraban y quiénes salían, que lo mejor era que —si era cierto que no tenía yo secreto alguno— actuara como los demás y dejara de vivir en un sitio al que todos tenían entrada. Él podía, si yo así lo deseaba, contactarme con un amigo suyo que estaba buscando quién le ocupara un apartamento. O, si lo prefería, podía mudarme al de la derecha. Ése jamás ha tenido problemas con la puerta. Lo que sí es que la vista no es buena, la renta es bastante más alta y tengo que cuidar siempre de llevar conmigo la llave. En caso de que la olvide, puedo pedirle a él que me abra con su copia. Si no lo encuentro o está ocupado, siempre puedo entrar al de la izquierda, que se abre con un empujoncito. De paso, aprovecho para saludar a los conocidos y para cambiarle el agua a las flores del baño: la tipa que vive ahora ahí siempre olvida hacerlo.
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Claudia Hernández (San Salvador, El Salvador, 1975). Ha publicado los libros Otras Ciudades (Alkimia, San Salvador, 2001), Olvidauno (Índole Editores, San Salvador, 2005), De fronteras (Piedra Santa, Guatemala, 2007) y La canción del mar (La Prensa Gráfica, San Salvador, 2007).
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