Llevo el mareo de escolar que espera a su rival del callejón
o del que cuenta con los dedos las décimas de nota que le faltan
los mismos dedos que en las sábanas deshechas buscan ese cuerpo ido
como si el blanco fueran teclas de un piano que resiste
la ducha helada antes del trabajo
cruzando en camioneta por la arena
donde yacen los muertos del partido
recostados y hermosos en su caos
como el naranjo de la tarde pintado por las fábricas
el morado del pómulo escolar y los pañuelos de la despedida
que se enarbolan cual bandera: ser silla firme y mesa
un comedor de multitienda dándose forma con las manos.
Firme aquí: mi firma es redonda y fina
Hace justo un año fui testigo contra mi marido por abusos sexuales de otra.
Desde entonces Carabineros ronda por mi casa
pues su hermana juró vengarse. Él está preso
y así esposado viene a la audiencia de divorcio.
Los niños querían acompañarme para verlo, porque lo aman tanto como yo.
Si me ensucio, ahí no es donde me limpio: me interesa la limpieza del paño.
Me duele ver de pie al gendarme y a espaldas de mi esposo, ojalá nadie pase
por aquí.
No quiero rearmar mi vida. Yo me miré al espejo esta mañana y lloré.
Vine tarde a la audiencia. Quién sabe si se suspendía,
como el almuerzo cuando él no llegaba.
Merlina
Merlina, su camión dice Merlina
y ambas esposas en Guadalajara
creen que es por la niña de Los Locos Addams.
Claro, se enamoró de ella
antes que de la línea de las autopistas
que continúa sobre el escritorio
y en la pelusa de Merlina, la boricua de Houston.
Que ni siquiera llama interrumpiendo a la noche en su crujido
de catre de camión, en sus luces apenas y en su blanda
consistencia de catre de camión,
como las otras que se ríen y lo conocen demasiado
para trancar la puerta del negocio.
Las que saben por qué bautizó así su máquina
y le ruegan a Fátima que un día
ese camión se llame como ellas.
Quedarme afuera de mi propia casa justo cuando pensaba construirla
Abren cervezas con las cerraduras
de la escuela y yo ni con llave muevo
este cerrojo. Traigo las murallas blancuchas de mi pieza
nada de fotos de mujeres que se despiden y desean suerte,
renunciando a los triunfos conyugales.
Quedarme afuera de mi propia casa
justo cuando pensaba construirla,
cansado y a las dos de la mañana
lo intento y ya ninguna llave gira.
Ninguna llave gira por el frío
que generan los malos ratos: viajar solo y de noche
como en Cacocum, Cuba; de donde me sacaron a piedrazos
cuando salté la reja del que creí el motel y no lo era.
Igual a un detenido: las manos detrás de la nuca,
pero esa sombra forma un ojo. Hablando solo como niño pobre
y decidido como las mujeres que publicitan universidades,
muñecas cuya ropa perdió la hermana de ese niño:
juro que ni embajada ni en su vida
volverá a verme y menos sin frazadas, durmiendo a la intemperie.
Quedarme afuera de mi propia casa y sin el dios a quien le recé al perderme
cuatro horas en bosques del Llanquihue
otro catorce de febrero.
Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982). Es poeta y abogado. Ha publicado Atar las naves (2003) y Rascacielos (2008) y, próximamente, traducciones de Philip Larkin. Sus poemas pueden encontrarse en discos, revistas y antologías como El vértigo de los aires. Poesía latinoamericana (1974-1985) en México, y Hofstra Hispanic Review en Estados Unidos (2007). Recibió el primer premio del XI Festival de Todas las Artes Víctor Jara (2003) y las becas de la Fundación Pablo Neruda (2002), del Premio Mustakis / Biblioteca Nacional (2003) y del Consejo del Libro y la Lectura (2005). Es editor de Ediciones del Temple. Reside en Valparaíso.