No. 154/SIETE NARRADORES DE COAHUILA

 

reyes-avila-foto.jpgCarlos Reyes Ávila
Torreón, 1976

 


Los días ilustres*

El mundo es un festín y yo un burdo colipavo. Negado siempre a alejarme demasiado del palomar he vivido gastándome la vida tibiamente. A veces pienso cuánto pasado he ido acumulando que ya no queda espacio para el presente. Eso sí, colipavo, meneo cabeza y cola ante rostros especulares. Aliteración mental son mis pensamientos. Jamás salto más allá de mi sombra. Ese torturador sabihondo integrado en mi cabeza es el que me justifica.

Voy directo a estrenar dobleces, a la cantina de siempre: La Chuparrosa. Jamás he estado ahí, pero siempre es mi destino. Opero con disimulo. No conozco el mar, y siempre he querido ser delfín. Aún no salgo de la habitación, permanezco en la hostería. Me gusta instalarme aquí de vez en cuando. Sentarme a observar la claraboya, como si me observara a mí mismo. Jamás encuentro respuestas, pero las preguntas disminuyen; eso no me libera, pero me consuela. Me atasco más en mí mismo. Hube creído alguna vez que tocaría fondo tarde o temprano, he aquí que hoy comienzo a creer que no existe tal.

Cada sombra esconde sus destellos de luz, su potencial, tal vez por eso mi oficio de diamantista. Me gustan los cadáveres. Cada vez que observo ojos pendencieros imagino sus esqueletos. Mi vida se reduce a un limitado palomar. Afuera la libertad asusta a otros, nunca a mí. Son ellos los que traen volteada la sombra; yo la traigo por dentro, como debe ser.

Hoy desayuné ajonjolí. Como colipavo es lo único que merezco. Por intentar ser otro he dejado de ser lo que soy, y no soy más que un objeto exangüe. Este loco afán de polígama sustentación me mantiene justo en medio de ninguna parte. Nowhere, podría decirse en inglés, pero un niño me enseñó que la misma palabra puede traducirse como now here, es decir, aquí y ahora.

Con la navaja en la mano disecciono el dolor. Dicen que cuando Dios quiere hablar usa a los niños de intermediarios. ¿Qué me quiso decir? Ahora entiendo: la sombra del dolor esconde un enorme potencial. Dios usa máscaras extrañas para hacernos entender de manera holística e intuitiva, pero mi pensamiento sigue siendo lineal y fragmentario.

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Recuerdo una historia: un niño le pregunta a su padre por qué Dios ya no habla directamente con los hombres. El padre le responde: porque el hombre ya no puede inclinarse lo suficiente para escuchar lo que Dios le dice.

Alacena y pajarera es mi historia personal, y he aquí que a punto de dar el salto, con el suplicio en el corazón obtengo el armisticio. Vertebrado sueño como el agua del mar que no conozco en su manifestación física. El único mar que conozco es ese amor de mi madre que hoy me sostiene en la cornisa que divide la vida y la muerte. Ante líneas de oscuridad me enfrento a la revelación que aparece con su pestañeo y coquetería. Mejor sería cerrar los ojos. Lo hago y ése es mi error. El mundo es tan bello que me dispersa. Voy hacia mí. Me hundo. Caigo, caigo, caigo, no termino de caer.




Dialéctica de imán y limadura**

Sólo había una cosa que hacer. Regresar, volver al principio, a donde todo tuvo origen, donde todo comenzó, incluso más allá de cualquier profundidad, de mí mismo, de mi infancia, de mi genealogía, de mi lugar de origen. Todo estaba dispuesto. Durga y yo saldríamos en la hora del crepúsculo con destino a México, para empezar nuevamente. Dejamos todo en el hotel, no cargamos nada que no cupiera en un par de maletas. También dejamos el pasado ahí en Ascona. No huíamos de nada, muy al contrario, íbamos en búsqueda de algo tratando de no encontrar. Simplemente jugábamos a buscar, jugábamos y ya.

La última vez que había visto a Hermes Reinhardt me había pedido que realizara un último ejercicio que consistía en escribir un poema, casi de manera automática, sin razonar. No dijo para qué, tal vez no tenía ningún fin, eso no lo supe, sólo que tenía que hacerlo. Ese día, al despertar, lo recordé y, aunque sabía que no lo vería más, lo escribí, lo guardé y lo llevé conmigo. Cuando estábamos Durga y yo en la estación del tren el poema me llamaba. Durante todo ese día me envolvieron los signos, me llamaban pero no podía interpretarlos.

Faltaban algunas horas para partir y como una explosión interna algo me hizo tomar conciencia de que el poema no lo tenía que llevar conmigo, que tenía que darlo. Pero, ¿a quién? Lo único que se me ocurría era dárselo al propio Hermes y sabía que el único lugar para encontrarlo era la casa de Olga Frobe, justo en la roca donde está la inscripción lema del Círculo de Eranos; siempre que lo buscaba era el único lugar donde lo encontraba. Le pedí a Durga que me esperara mientras iba a entregar el poema. Ella parecía entender perfectamente lo que me sucedía. Aceptó diciendo que siempre me estaría esperando, que nada podría ya separarnos.

Al llegar a la casa me encontré a quien no esperé volver a ver y ése no era otro que el Doctor Jung. Me saludó cordialmente y dijo que estaba ahí porque Hermes le había dicho que yo tenía algo para él. Era el poema, tuve esa certeza, así que sin dudar se lo entregué. Lo leyó con atención, me miró y me lo agradeció antes de despedirse.

El poema decía:

Los nombres son los ejes sobre los que reposa el mundo
Columnas transparentes a la orilla de las horas.
Espejos de ciudades: claridad redonda
Siglos envueltos en llamas: tigres que se desgajan
¿Las horas tienen rostro o es sólo el nombre delineándose?
Presencias circulares van directo a la memoria
Y levantan la arquitectura de la ciudad.
Pero más allá de los jardines
La identidad celebre su danza puntual
Donde se deshojan pájaros
Y las ventanas enamoran sonámbulos relámpagos.
Una fuente se desangra,
es el sol con sus uñas largas
Es el diluvio del silencio,
mostrándonos el envés de las palabras.

Le pregunté por Hermes, deseaba despedirme de él. Jung posó una leve sonrisa y dijo:

—Joven Portinari, ¿no lo ha entendido aún? Usted anda buscando algo que no existe, al menos no como lo entiende el común de la gente. ¿Ha escuchado sobre Thot? ¿O sobre Hermes Trismegisto? Es el mismo que usted anda buscando. Ese Hermes está dentro de usted, no fuera. Es el espíritu que impregna a todo creador, a todo aquel que da vida a Thot o a Trismegisto. Todos lo llevamos dentro. La diferencia está en que usted lo ve como algo separado. Éste es el patrono de las ciencias, de los jeroglíficos, y un mago temible, aquel que creó el mundo mediante la palabra. Mire, Thot, el primer Hermes, vivió antes del diluvio, después vino el segundo, el Trismegisto, y siguieron más tarde su hijo Agathodemón, y su nieto Tat, y así sucesivamente hasta nuestros días. Así que abandone su búsqueda y emprenda el encuentro.

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Esto fue todo lo que dijo y se marchó. Durante un tiempo estuve ahí sin moverme, un fuerte dolor crecía desde mi pene hasta la cabeza, crecía en forma de espiral. No podía moverme, no sentía mi cuerpo. Algo dentro de mí se fracturó. Sentí que mi cuerpo había desaparecido por completo. En esos instantes todo fue claridad, algo dentro de mi cabeza se ajustaba y veía de otra forma. Entendí entonces que perder la propia vida era salvarla y que perseguir salvarla para propio bien era perderla. Tuve la certeza de que el mundo no era otra cosa que ruina y perdición. Debía entonces renunciar a todo, incluso a Dios. Nada tenía ya la importancia de antes, todas las preguntas que habitaban mi cabeza se disolvieron, me era imposible mantenerlas en la mente, se resbalaban, al momento de aparecer se desintegraban. Supe que perdía mi tiempo con preguntas que no tenían respuestas, que éstas no existían, que nadie las sabía. Conocí los secretos del camino, supe que era misterioso porque, de tan sencillo, podía recorrerse aun sin que fuera en absoluto un camino. También supe que lo que no es, era una salida, y que para entrar en este tipo de camino tenía que abandonar todos los caminos. Tenía que perderme. No había más diferencias pues no había un centro. Que el centro del universo estaba en todas partes y en ninguna. Y así, sólo en relación con el centro se crean los demás puntos y diferencias.

 


* Publicado en la revista Tierra Adentro, núm. 152, México, junio-julio de 2008, pp. 31-32.

** De la novela El círculo de Eranos, Fondo Editorial Tierra Adentro, 336, México, 2007, pp. 122-125.



Carlos Reyes Ávila. Ha publicado los poemarios Luna de Cáncer (Icocult, 1999), Donde oficia la sangre (DMC, 2001), Habitar la transparencia (Icocult, 2003), Aprendiz de volador (DMC, 2003), Claridad en sombra (IMAC, 2004), Arthasastra (Arlequín, 2007), Una llaga en el rostro del tiempo (Universidad Autónoma de Coahuila, 2007); y la novela El círculo de Eranos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007). En 2003 ganó el Premio Nacional de Poesía Tijuana.