Laberintos circulares*
1. Cinta de Möbius. Superficie tetradimensional de una sola cara y de un solo borde (se obtiene al torcer 180° una cinta delgada de papel y unir los extremos). Al igual que la esfera, carece de orientación: si se coloca sobre la cinta la cara de un reloj marcando las cuatro y cinco y da éste una vuelta completa sobre aquella, se podría observar cómo las manecillas marcan las ocho menos cinco; del mismo modo, si fuera posible a una persona recostarse sobre la cinta y deslizarse sobre ella con el brazo derecho levantado, al dar una vuelta completa aparecería alzado su brazo izquierdo. Descubierta por el matemático alemán August F. Möbius (1790-1868), teórico de la topología y la geometría no euclidiana.
Hace varias semanas que despierto a cualquier hora de la noche. Desde aquella primera en que soñé que caminaba sobre las vías de un tren y se extendía ante mí el horizonte inalcanzable. Abro los ojos a la mitad de este territorio de sombras y me parece que la línea del tiempo se hubiera torcido sobre sí misma y las horas se marcaran al azar en el reloj. Justo ahora se escuchan campanadas a lo lejos. Las tres y media. Si durmiese un poco más, las pesadillas me harían despertar de nuevo, y comprobaría que son las dos de la mañana o las once de la noche. A veces temo que mientras duermo amanezca y transcurra un día entero, y anochezca otra vez. Dondequiera que miro está la noche. Imposible orientarse en este vacío. El suelo es el techo y viceversa; aquél y éste no son ningún lado.
El día de la noche en que empecé a tener este perturbador sueño revisamos los dossiers de artistas plásticos que se proponían para exponer en la galería. Nunca he sido un gran enterado, y me aburría enormemente. Soy una persona de negocios; administro el lugar y quisiera no hacer más, pero insisten en que esté ahí.
Hubo una propuesta que no interesó a nadie. Los argumentos esgrimidos contra el trabajo fueron “pretencioso” y “artificiosamente erudito”. El artista ensayaba variaciones sobre figuras geométricas no euclidianas: formas tetradimensionales, difíciles de abstraer: alargadas, retorcidas, deformes.
Llamó mi atención una serie de seis piezas: “La Cinta de Möbius”. Las imágenes mostraban una tira blanca de papel suspendida sobre un fondo azul y su metamorfosis hasta convertirse en la Cinta. Pedí la carpeta en préstamo y no la devolví al concluir la reunión. Pasé el resto de la tarde encerrado en mi oficina, contemplando la sucesión de imágenes.
Al hojear las reproducciones las dejaba caer de una a otra mano, de forma continua y rápida, imitando el funcionamiento de un antiguo aparato de cine. La Cinta parecía moverse, cobrar vida, girar sobre sí misma, cerrarse, pensé en un ave que se queda sin alas.
Camino a casa no podía dejar de pensar en la metamorfosis. Sin embargo creí que podría olvidar el asunto de la Cinta y dormir.
Leí hasta que el cansancio me venció.
Desde entonces mis sueños son inquietos e inconstantes.
Despierto de nuevo. Reconozco una presión cálida sobre mi rostro. Una mano. Los dedos de una mano posados apenas sobre mi frente y mi sien y mis mejillas. Trato de no respirar. Recuerdo que Nicole no duerme conmigo esta noche. Es una mano brusca, de huesos grandes, masculina. Transpiro. Imagino escenas, supongo la irrupción de alguien en mi habitación. Un extraño que se refocila en su instinto de aniquilamiento antes de asestarme un golpe letal.
Pienso que lo mejor será permanecer inmóvil. Tenso los músculos. La presión de la mano sobre mi rostro no disminuye, permanece; parece aumentar en grados casi imperceptibles, pero constantemente. Como si la carne de los dedos quisiera mezclarse con la de mi rostro. Como si las falanges fueran a traspasar las sucesivas capas de piel y enraizar en mi cráneo. Como si no hubiera nada capaz de detenerlas.
El esfuerzo por mantener rígida cada parte de mi cuerpo me fatiga. Pasado un momentodejodetemerlapresióndelamanoylapresenciadelcuerpodelquenace.Nadaocurre. No intenta otro movimiento, no hace daño, permanece simplemente. Pasan minutos u horas en este tiempo circular. El cansancio pesa insoportablemente sobre mis párpados y mis ojos se cierran. Distiendo los músculos. La mano permanece. Mi conciencia se extravía. Duermo. Sueño que me embriaga una calidez fantasmal. Se posa sobre mis ojos. Mi conciencia es un pozo sin fondo. El cielo de la noche flota sobre su boca como un ángel oscuro que despliega sus alas oscuras para cerrarlas luego, y caer.
2. Nudo de Escher. Knots. 1965. Woodcut in red, green and brown printed from tree blocks (30 x 45 cm). Litografía que muestra tres variaciones del nudo: una, la de mayor tamaño, al centro-abajo, tiene la apariencia de un resorte; otra, más pequeña, arriba-izquierda, semeja dos cintas unidas por el centro para formar una cruz; la tercera, arriba-derecha, muestra un nudo liso y sin adorno. Su autor, el artista gráfico M.C. Escher (1898-1972), nacido en Leewarden (Países Bajos), logró asombrosas ilusiones ópticas en sus trabajos mediante la aplicación de principios matemáticos y la repetición lúdica de figuras.
Fue Nicole quien me recordó el trato con la M.C. Escher Foundation: el préstamo temporal de casi cincuenta reproducciones certificadas de los más de 448 grabados y litografías que constituyen la obra completa del artista. Una cláusula en el convenio estipula exposiciones cada cierto tiempo. Una de ellas será inaugurada el viernes entrante.
Casi no puedo dormir. Oscuros presentimientos me mantienen alerta. Vi las reproducciones de Escher recién colgadas en la galería. Figuras de pesadilla, dijo Nicole, nuestra curadora. Lo dijo igual que si se refiriera a una cualidad de los cuadros, como su color o textura.
Pasé horas mirando unas manos que sobresalían del papel en que estaban dibujadas para dibujarse a su vez la una a la otra. Es difícil describirlo. Pero puedo hablar del vértigo que sentí —como cuando se sueña caer hacia arriba— mirando una litografía, Relativity, donde seres como maniquíes recorren extrañas escaleras que no suben ni bajan ni conducen a ningún lado, puedo contar la sensación de desasosiego que me invadió al contemplar que, mediante un efecto semejante al de las Drawing Hands, unos lagartos diminutos escapaban del tapiz en que estaban dibujados y caminaban sobre la mesa en que descansaba el papel, para integrarse de nuevo al entramado y volverse dibujos de nuevo.
Me sentí presa de un desequilibrio físico; perdí la noción del lugar donde estaba. Salí de la galería sin dar ninguna explicación a nadie. Pensé en decirle a Nicole, pero ella estaba sumida por completo en la contemplación de las obras.
Pensé no dormir esta noche. La sola posibilidad de despertar en la oscuridad y el silencio me aterraba, pero el sueño se presentó y no pude resistirlo.
Recién desperté, agitado, con un sentimiento indefinible de temor.
Abro los ojos y en la oscuridad imagino planos superpuestos donde salir de la pesadilla significa caer en un nivel más profundo del sueño.
Entonces las sombras se modifican. La oscuridad repite lo que hemos visto, proyecta nuestras obsesiones sobre su cuerpo de sombras y les da otra vida. De ahí los fantasmas. Los reptiles que sobresalen del tapiz y vuelven a él. Las manos que salen del papel para dibujarse entre sí.
Duermo siempre sobre mi lado derecho y no suelo moverme dormido.
Me encuentro en una posición inusual, no puedo moverme, mis brazos me rodean en un abrazo instintivo, quizá de protección contra los seres con los que soñaba. Mis manos, aferradas a mis costados, buscan fundirse con el cuerpo al que pertenecen. Siento cada parte de él: mis nervios que se entrelazan, los huesos que se entreveran, las venas circulares que el torrente sanguíneo nunca termina de recorrer, el corazón que es un nudo en el que se enmarañan los zarcillos de la sangre.
Estoy confundido. Imágenes inconexas surcan en ráfagas las sinapsis de mi cerebro. Recuerdo un programa que vi en la vigilia donde una tribu de la selva negra africana tenía la creencia de que los órganos del cuerpo cambian de posición durante las horas de sueño. ¿Y si mi despertar es tan ambiguo o tan sutil que mi cuerpo no se da cuenta que ya no duermo? Mis entrañas se remueven, se cambian las paredes del laberinto que soy, del cuerpo movedizo. Soy un laberinto viviente, sin salida, como los círculos del infierno que no suben ni bajan, o suben y bajan sin descanso. Nunca he sufrido de claustrofobia, pero ahora tengo pavor de este encierro.
Debo dejar de asustarme a mí mismo, entender esta psicosis, repetir que las ideas toman formas monstruosas de noche, que será otra mi visión por la mañana. Convencerme de que mis extremidades están dormidas, que podré moverme. Que no existe el laberinto.
3. Uruborus. La serpiente que muerde su propia cola: antiguo símbolo hindú del ciclo vida-muerte-resurrección. Con el paso de los siglos se le han atribuido distintos significados: para los alquimistas medievales representaba el opus como proceso circular contenido en sí mismo (la Tabla de Hermes lo manifestaba así: “…lo que está abajo es como lo que está arriba y lo que está arriba es como lo que está abajo…”); para los gnósticos, el infinito. La astrología lo asocia con el signo de piscis (dos peces que se muerden las colas), el símbolo del estado de no diferenciación y sumisión a las leyes del universo, el paso de un estado a otro y la anulación del yo. En ocasiones la serpiente es sustituida por un dragón o un basilisco.
Me despierta la opresión leve pero inequívoca de una mano sobre mi garganta. Los músculos de los dedos se tensan, cada falange se cierra sobre mi tráquea con ansia acompasada, como si fueran el instrumento de un loco que desea contemplar durante horas cómo me va faltando el aire, cómo pierdo lucidez antes de morir.
Esta noche regresé de la galería y encendí todas las luces de la casa. En ropa de salir me aposté frente al televisor, dando a cuerpo y mente estímulos que indicaran que el día aún no terminaba; pero el insomnio duró poco. Sin darme cuenta caí en la inconsciencia. Firmé mi condena al adentrarme al territorio donde los signos, los códigos que ven mis ojos poseen mi cuerpo como los espíritus antiguos que son, como los fantasmas que representan. La luz está apagada y sólo escucho silencio, pero tal vez se deba a mi desvanecimiento, a la obnubilación gradual por la falta de oxígeno.
Apenas hoy, en la nueva exposición fotográfica sobre religiones antiguas, leí en la hoja de sala redactada por el mismo autor de las gráficas la clave que me permitió entender la naturaleza de mis pesadillas. “Al ser rotos, los sellos de las tumbas faraónicas atraen sobre los profanadores una terrible maldición: la ira de los muertos. Los sacerdotes antiguos creían que los hechizos podían ser atraídos con la mirada: los ojos desvelan, rompen los secretos y, por tanto, profanan; dejan libre de la prisión del símbolo al dios o demonio que los habita, y éste sale a castigar a los hombres…”
Aún no salía de mi estupor al comprender estas palabras cuando reconocí la figura del Uruborus en una gráfica y me supe perdido sin remedio. Nicole se mostró molesta, dijo que no me creía capaz de semejantes disparates. Me ignoraron cuando salí gritando de la galería. Yo sólo trataba de prevenirlos.
El arquetipo se representa en algunas culturas con un dragón enfurecido que atrapa su cola (en su descripción tradicional hay una inexactitud: no se muerde, empieza a devorarse). La serpiente lleva en su cuerpo la piel rasgada y los colmillos que se clavan; entrega y roba su vida al mismo tiempo. Uruborus esconde en su círculo la alegoría solitaria y demente del suicida; aunque nadie crea mi interpretación, yo lo sé. Es el símbolo de los ojos despiadados y la carne sangrante: la mirada censora del verdugo y la agonía resignada del suicida.
La mano alrededor de mi cuello se destensa para prolongar el momento de mi muerte. Mi propia mano que se alzó contra mí mientras dormía. Reconozco cada uno de sus nervios colapsados, la sangre que se difunde por el cuerpo, su aplacado movimiento constrictor. No deja de ser parte de mí, pero eso no impedirá que me asesine.
En algún punto mi cuerpo cambia, empieza a ser otro; alguien con el instinto de la muerte. Uruborus contempla atónito cómo empieza a devorarse, y prueba el sabor del miedo en su sangre. La serpiente no es el retorno, sino el destino de las estrellas que implosionan y abren un hueco en el universo: el fuego que cava su tumba al consumirse. Soy la víctima y el victimario.
Cuando el reptil consuma la última brizna de sí mismo, cuando su cuerpo desaparezca entre sus fauces, ¿qué quedará? ¿Los dientes asesinos? ¿Un rastro de sangre? ¿El vacío? ¿Cuál será su rostro ante los ojos del universo? ¿Qué se es en el último instante previo a la inexistencia por autoaniquilamiento? Quizá sea yo recordado como víctima de mí mismo y mi madre rece por la salvación de mi alma, y Nicole llore mi destino. Quizá no, y ambas maldigan mi recuerdo: el asesino que les arrebató mi presencia, un ser sin alma que no supo oponerse a su sed de muerte. El verdugo que siente tal compulsión por matar que termina decapitándose. Quizá a veces me recuerden como uno y otro, alternativamente, o como la mezcla de ambos y no sepan decir si me maldicen o extrañan mi presencia, y mi espíritu habite la eternidad odiado y amado. Los dedos continúan cerrándose, debo abrir los ojos… Debo pensar. Romper el círculo… Debo abrir los ojos…
No.
Permanecer en el círculo.
Ver.
Abrir los
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