El viaje es uno de los signos fundamentales de la literatura occidental. Por Odiseo sabemos que el héroe es un viajero y que su destino interior está ligado irremediablemente con el término de su éxodo. Para algunos el viaje significa huir, liberarse de la sumisión. Los viajeros míticos han demostrado que su andar es más bien la asechanza de un anhelo: el viaje es una búsqueda que culmina cuando el viajante materializa su voluntad. Es posible afirmar que el viaje es, sobre todo, transformación. El que viaja también hace un tránsito a través de su propio espíritu. Si pensamos que la literatura no sólo contiene la semántica del viaje, sino que la lectura misma es un desplazamiento, una aventura, entonces el lector mismo es un caminante. Desde esta percepción parte el poemario Signos del viaje, de Gerardo Carrera (Saltillo, 1964), ya que se trata de una jornada a través de las lecturas más significativas para este autor.
En Signos del viaje, Carrera reúne una serie de poemas cuyo sentido de unidad está dado por la literatura misma. Más que un viajero en busca de un anhelo, vemos a un migrante en busca de una voz; a un pupilo que celebra a sus maestros, pero que también debate con ellos. En este poemario la idea de viaje equivale a migración. El poeta muda de tono según la obra, el verso o el personaje sobre el que compone. El autor pretende extender las imágenes o figuras de otros poetas o narradores para expresar no sólo su emoción de viajero, sino también la sustancia literaria que creyó hallar en cada lectura, en cada puerto.
En los versos dedicados a Federico García Lorca, el mecanismo de este poemario es más que evidente, pues las imágenes de Carrera retoman con claridad el estilo de Poeta en Nueva York (Un cuervo, la noche, / un ojo que vigila, / manto negro. // Agua y sangre / beben los animales / en el río.). En otros casos, Signos del viaje dialoga con algún personaje (Maga, entrañable Maga, / esto es un poema de amor.), discute con algún poeta (André: / había algo equivocado / en aquel manifiesto […] No hubo surrealismo aquella mañana. / Sólo sangre.), imagina a algún autor (Te vi caminar por los suburbios, / arrastrar tus venas negras / por la sombra. […] No es el viento el que pregunta por ti, / ni la noche, ni tus muertos. / Es sólo el eco de tu voz cansada / de repetir tu nombre.) o señala, con gratitud, sus propias raíces, como en el caso del poema brindado a Ezra Pound (Astros de ti / cayendo / en la palma de mi mano.).
No cabe duda de que Carrera concibe la literatura como una invitación al viaje. Ya Gabriel Zaid ha señalado que, para leer poesía, hay que embarcarse en ella. Aquí radica, una vez más, la noción de odisea, o bien, la lectura como navegación donde lo mejor no es formular o escuchar juicios sobre las obras, sino comunicar la experiencia lectora. Con Signos del viaje el poeta comparte el anecdotario de poemarios y narraciones que ha leído. Selecciona pasajes y personajes; imágenes y ritmos; todo con el propósito de plasmar el material que ha signado su pensamiento sobre el quehacer literario. Más que un homenaje a poetas y narradores, este libro consigna la educación sentimental de su autor, razón por la que los poemas, en lo individual, son más bien una reproducción del contenido de las piezas originales. Antes que poetizar, Carrera difunde el trabajo de creadores como Luis Cernuda, Walt Whitman, Octavio Paz, Marguerite Yourcenar, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges.
Se sabe que la poesía, como otras artes, es un oficio que aprovecha la tradición pasada para formular nuevas poéticas. Signos del viaje se funda en una noción similar, pero sólo alcanza a ser una poesía de representación, una confesión de lecturas. Y es que, más allá de que logra fidelidad al temple y el imaginario de algunos de los autores celebrados, Carrera no consigue plasmar sus motivos. Más que una experiencia, este poemario es una enunciación. El poeta, salvo en algunos casos (donde refiere a Pessoa, a Cortázar y a García Lorca), no modela la sustancia literaria, sino que la afirma, la cuenta, la expone. A lo largo de la obra no se percibe la estética misma de los creadores referidos. Lo que hay es un recuento de signos que hacen eco a otras voces, tal como ocurre con el poema dedicado a Marguerite Yourcenar (“Ha partido el barco de Adriano. / Los marinos liberan velas y plegarias / sin saber que la tormenta va en tu corazón”).
Es evidente que Signos del viaje no fue premeditado. Tal vez ésta sea la razón por la que el resultado no es una plasmación, sino la oración de otros versos: la estampa. A pesar de esta falta de unidad, cuyo sostén es únicamente la idea de coleccionar lecturas, el poemario es una suma de reflexiones en donde también hay retoños de una poesía más contundente por la sinceridad y la limpidez de los versos. Y es que, si hay un signo que aparece en casi todos los poemas, es el del viaje. Esta imagen trasciende su condición hasta devenir símbolo unificador que dota de nobleza a cada viñeta (“en el encuentro con mis huellas”; “Que remoto el viento de la infancia”; “la mancha del tiempo”; “ayer mi corazón fue decapitado”). Si hay algo que no falta en esta obra es honestidad, pasión auténtica de enunciar la experiencia literaria (“En el centro del corazón / del mundo / hay un corazón que dice / ser el corazón del mundo.”).
Signos del viaje es un andar por el espíritu estético del autor. Aquí hay una colección de semblanzas de otros poetas y narradores, pero también están los fundamentos de la poética de Gerardo Carrera. Y es por ello que este poemario tiene como virtud su esencia peregrina. Es una obra para caminantes pues es una poesía que invita al lector antes que saciarlo; es una sugerencia, un menú comentado de texturas poéticas. Si bien el poeta enuncia de una forma personal —y tras apropiarse de los códigos de sus creadores predilectos—, ello no impide que el lector parta de estos versos para encontrarse, sin prejuicio, ante los de los autores que inspiraron este libro. El espíritu de este poemario radica en compartir el viaje.
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