Hace algunos meses escuché una discusión de raíces viejísimas pero que no deja de ramificar aún: la tradición frente a la ruptura. A través de un blog se cuestionaban las supuestas influencias que exhibía en su escritura un joven poeta; éste, sin negar a los autores que lo respaldaban, se defendía de veterotestamentario modo alegando que no había nada nuevo bajo el sol, que si en su escritura se transparentaban las lecturas de otros era porque toda gran lectura deja marca y difícilmente se puede escapar de su influencia. Así, el acusado hablaba de la reapropiación como continuación del trabajo precedente que fructifica y retoña en la propia escritura. Pese a esta declaración de principios, el poeta seguía siendo tildado de plagiario por sus detractores.
La lectura de Sastrería Williams trajo a mi memoria aquella “persecución”. Y es que este primer poemario de Alberto Silva juega con los dos polos de la discusión arriba mencionada. Por una parte, la originalidad (más que la ruptura) está presente de manera constante en el libro; hay cierta tesitura, cierto color en el modo de decir, en el modo de articular el discurso poético que evidencia una natural inclinación hacia la individualidad (y por ende a lo propio, a lo original), lo que lo lleva a buscar las palabras precisas, aquellas que él, y solo él, puede pronunciar sobre los eventos que consigna. Por otra parte, existe la cercanía con lo que lo antecede, el parentesco en la enunciación, la familiaridad en torno al verso, la deuda con los mayores, vaya.
El texto que ocupa nuestra atención me parece redondo de principio a fin. Desde el guiño en forma de nota en el que se da cuenta del premio que mereció el libro hasta el hipógrafo que lo cierra. Por un lado, la conjunción de los dos orbes de la discusión: tradición que deviene ironía, es decir falta de respeto, es decir deslinde, es decir modernidad: Sastrería Williams mereció “el Premio Bacterial de Poesía FOLGAR (I edición) a la Creación Esporádica”. El jurado estuvo presidido por Álvaro de Campos e integrado por Julio Cortázar, Nany Esquivel, Richard Starkey, Lili Saalde, Eulalio González, James Joyce y Wolfgang Amadeus Mozart. De este modo se evidencia que los laureles que adornan las sienes del poeta son falsos en cuanto a institucionales, no obstante verdaderos desde la propia letra que edifica el poemario: reconstrucción y reapropiación de los discursos de aquellos que lo avalan. Por otro lado, el cierre coincide de igual modo con el espíritu volátil del volumen: “y así pues para qué más ejemplos era un mal discípulo / y yo un mal maestro longitud de tiempos lo / poco que tenía que decirse no era nada”, dice Silva que dice Samuel Beckett. La materia de este libro es inexistente, no existe tal premio y por ende no hay gloria que celebrar, nada dice en sí mismo pues es un reacomodo de anteriores discursos, nada resulta de sí salvo el excedente de sentido que de él emana: más que lo que dice lo que no dice, lo que está más allá de su decir, lo que pertenece a todos, no lo que ya se dijo antes a través de la pluma de los mayores sino lo que dicen los mayores a través del poeta que lo retoma y quizá lo revierte, vino añejo en odres nuevos, ese “no sé qué que queda balbuciendo”.
Yendo más directamente a los poemas podemos notar un vientecillo común que los transita: una especie de moneda corriente es cierto doblez pop, ya que las figuras del imaginario colectivo moderno andan por sus páginas como Pedro por su casa: podemos encontrar un Einstein meditabundo en los jardines, un Mario Bros ágil y dubitativo, un Lothar Matthäeus ambiguo y efectivo; las canciones populares también están presentes, desde las letras clásicas del Cuarteto de Liverpool hasta la voz salida del ron de Sabina, etcétera. Y unidos a estos referentes vulgares encontramos también los giros cultos: el decir, a veces velado en forma de paráfrasis, a veces abiertamente retomado, de diversos poetas encumbrados. Incluso al final hay una lista de autores que fueron “utilizados para la confección de este libro”, por si al lector le quedaron dudas o sintió que transitaba por un corredor lleno de puertas-déjà-vu.
“Hi and dry” es el apartado que abre el poemario. En él podemos notar que el tema amoroso es abordado de manera personalísima y atinada: la melcocha es superada por un seguro decir que por momentos recuerda ciertos pasajes de Ricardo Castillo, el cual seguirá presente a lo largo de las páginas. En “Demoliendo hoteles”, segundo cuadernillo, los juegos de palabra aparecen y marcan de algún modo un derrotero, mas la ironía brota de modo más marcado hasta ahora: recuerda en este recurso al joven Jaime Reyes en sus andanzas rabiosas y frenéticas por la ciudad y su abandono. “No me hallo” y “Nos hicimos de palabras” son quizá la parte más “posmoderna” de todo el volumen: es el sitio en el que resaltan con mayor evidencia las deudas con lo contemporáneo y lo masivo: juegos y videojuegos, es decir televisión; canciones y cantantes, es decir radio, etcétera.
No obstante, la parte medular y que da sostén a mi tesis es la última: “Despeinadas y hermosas”, que contiene, si nos atenemos al índice, el grueso de las páginas del libro, pero, si nos vamos a las páginas, sólo el poema que da título al conjunto: “Sastrería Williams”. Me resulta interesante que dicho poema sea la parte medular del volumen, primero porque en él se confirman de un modo evidente las reapropiaciones que el poeta hace de los autores leídos y que son lámpara y sombra a la vez. Hay allí ecos, innegablemente, pero más importante que los ecos son las repeticiones al calce, las citas sin crédito (otros dirían plagios), los flashazos de otras voces por medio de las cuales Silva vertebra su discurso, hilvana con retacería de las más finas telas una vestimenta a su medida; confecciona primero, usando las partes anteriores como pequeños alfileres para afianzar los trazos que ha dibujado, para luego coserlos y formar su propio traje que lo resguarda de la intemperie. Mas no es un traje común y corriente sino de la misma colección de aquel que usaba el emperador del cuento de Andersen. Y esto lo digo pues la parte más grande del libro no está en las páginas ya que éste apenas cuenta con sesenta y dos de las setecientas y fracción consignadas en el índice. Lo que nos lleva a concluir que la poesía restante, esa que no está es como la tela del traje del emperador y el poeta parece decirnos: que lo lea el que sea capaz, el que sepa ver que en esos retazos invisibles está la poesía, en esa lista de poetas que se consigna, pero sobre todo en “los que se me olvidan”.
|