ÁSPERAS LAS PERAS VERDES, rojas las manzanas, un licor donde lo suave
y perfumado flota, Ponto, la bahía a kilómetros, no dejaba de sonar
Veracruz sobre la mesa, el tintineo de los cubiertos, ahí puesta,
Imponente, la rolliza apareció en lo alto de San Marcos, justo
entre panales de cera, vino de Mora y pan de huevo, con un
tazón desbordante de granos, sobre el cual había, cruzados,
un molote y una acamaya1. El vidrio soplado descansaba,
como es debido, en un extremo del jardín, mientras,
en la médula del hueso, si no la viera, pomposa mal
alimentada, tirada al suelo, mallas negras al muslo,
hermosa y despechada, vomitar la cena, afligida,
limpiarse con la manga lo expulsado, todo
explicaría, como hizo Dafnis con Cloe,
la fortuna de la conservación.
LAVINIA DOBLEGADA. LAVINIA QUE ACURRUCA SU SALIVA
detrás de mis orejas y coge la punta de mi macho hasta sus labios, sudando,
al otro lado del lago, como queriendo gritar, hacia el sur donde se guarda,
portentosa, apenas distinguida, la orilla, el trecho que alcanza, entre violetas
y rojos, búsqueda inútil, el largo camino, y batallan las manos, la espalda,
nada más que de pechito, Coatepec más bello: ni en un gélido enero
previsto de surcos, el olor de los canales, tentamos dormir sobre
la alfombra verde, con ronchas que debían decir, mientras
la noche merodea, cómo es el gorgoteo, el bamboleo
de las ramas, el dorado de tupidos, que miramos,
uno a uno, correteando, suplicando,
no llegara la mañana.
POR LO MENOS, IMAGINADOS A TRAVÉS DE LO INVISIBLE, eso que marca los herrumbres de las
casas, lo diáfano de las voces, las manchas de tinta en los dedos, las
curvas de la carretera, la baba brillosa de los caracoles, sentándome
a su lado, bebido más que entero, sobre el oro de las piedras,
menos opaco fijo mis ojos en la pulpa húmeda del moho,
la sombra que acompaña el tinte irregular de las esporas
para uncirme su aliento vinoso, donde duerme su débil
tino a equivocarse, puntos a la vista, picos de los pinos.
Yo estaba simplemente entre los troncos, silencioso,
con las manos ocupadas cargando un frasco de mostaza,
un pan y una pala para untar, parado frente a ella, ahí donde
se junta el río traslúcido con las rocas, en esa blanca desnudez
ahora que el poema estaba escrito, líquido en la fécula, con su desorden
interno, incierto en puntos microscópicos, caótico chiquero, incendio de lo rudo.
De Providencia (inédito).
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