La grulla
Nunca había visto una tan cerca.
Cuando la encontré escondida en el bote,
a la orilla del agua,
todavía sus ojos iban de un lado hacia el otro,
como si mirar fuera una forma de moverse,
de salir de ahí.
Tenía las alas rotas, y su largo cuello,
elegante como los juncos,
sólo insinuaba algunas plumas y estaba cubierto de lodo.
Las hormigas ácidas, rojas, comían de la carne abierta,
de la sangre de ave que manaba del costado.
Me quedé mirándola sin atreverme a tocarla:
yo no sabía de la lentitud agónica,
de esa forma de estremecerse más allá del dolor.
La grulla respiraba con dificultad
cuando el mango del remo que yo empuñaba
rompió su cráneo.
No hizo ningún sonido, no graznó,
pero con un reflejo, que no venía del lado de la vida,
alcanzó a mover esa pierna de carrizos
un par de veces.
Yo sentí una columna de frío subir despacio hasta mi nuca,
mis manos temblaron porque no sabían llorar,
y en mi alma, la misericordia
tuvo por primera vez el rostro de la vergüenza.
Pero en la majestad de ese cuerpo humillado por las fracturas,
en ese desprendimiento del alma del pájaro,
se fue algo mío también, frágil y moribundo.
Han pasado muchos años desde entonces y, a veces,
en las tardes, miro a esa grulla volver dentro de mí
sobre el cielo abierto de mi juventud,
volando apenas, con tumbos, cada vez más cerca del suelo.
Yo sé que está muy cansada,
como están cansadas las cosas que se repiten;
la canción monótona de los grillos,
lo que está detrás de las ventanas,
o el peso constante de la culpa.
Por eso estoy esperando a que caiga,
para acercarme otra vez con el remo entre las manos.
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