El problema del anonimato
Los 13 autores que conforman la presente muestra de nueva poesía ecuatoriana están amparados por la raigambre literaria de su patria, que sigue siendo desconocida y, a veces, inédita.
El Ecuador es un territorio oculto en los mapas y de poco alcance en la historia del mundo. Los autores ecuatorianos fueron acallados por el boom, por el legado de Vallejo, Borges, Neruda y Huidobro… No existimos fuera de los límites del país y adentro hemos intentado hallarnos sin conseguirlo. Nos faltan agallas para soportar el peso de la tradición. Nos creemos descubridores de nosotros mismos. Buscamos la identidad entre la conquista inca, la española y nuestra reconquista. Brillamos en y por la ausencia. Somos cómplices de lo mediático. No obstante, nuestra poesía es grande, está fortalecida por el silencio. El anonimato funge como un recurso y como una novedad. Se podría pensar, inclusive, que en esa dimensión crece lo nuevo. Todo lo conocido entra al juego con lo canónico y el establishment, y por ello, para la poesía ecuatoriana es muy significativo recuperar ese otro sentido: su esencia se origina en el silencio.
Sin embargo, es necesario hacer una distinción entre ser desconocido y no ser. Nuestra poesía ha sido y ha pertenecido a su tiempo, a las escuelas y a las vanguardias. Hemos creado a la zaga de la historia con todo nuestro potencial, aunque podría pensarse que decidimos “pisarnos el poncho”, no dejar salir a nuestros hijos, no interesarnos por el sentido de correspondencia entre el país y un escritor que haga las veces de embajador de la patria y conquiste el mundo con su palabra, con sus libros, con la cédula de identidad de un Estado al que se le cambió el nombre cien años antes de ser república.
La historia nos condenó a llamarnos como la línea imaginaria, Ecuador. Lo imaginario, lamentablemente, no existe. Desde allí tuvimos que inventar nuestra identidad, recomenzar nuevitos en el panorama, tratando de no olvidar que por nuestra tierra ya había pasado una historia con pies de gigante y fuego de los antepasados. Fuimos sellados con su ceniza y, desde entonces, intentamos recuperar la identidad del antiguo Reino de Quito, la misma que ha permanecido siempre enfrentada a la entelequia de los geodésicos franceses que decidieron descubrir la mitad del mundo, cuando ya estaba descubierta, y apostarla en una especie de probeta dispuesta para un renacimiento.
Más tarde, cuando la Madre Patria se convierte en madrastra, nace nuestra primera poesía. La sensibilidad quichua y la raíz primigenia Quitu-Cara quedan atrás cuando llega la colonia con aire culterano y gongorista. Allí entregamos el discurso oficial de la España católica, convirtiendo a Quito en la “ciudad convento de América”.
Ésa es la historia de una patria que existió y existe, pese a nosotros mismos.
Una panorámica urgente de la poesía ecuatoriana
El Ecuador fue cuna del verso colonial: Juan Bautista Aguirre, a la cabeza, fue fundamental para entender la poesía gongorista, que encontraría sus más altos versos en la palabra de Sor Juana Inés de la Cruz en México. Y qué decir de la poesía de la época independentista, con José Joaquín de Olmedo y su brillante “Canto a Bolívar”, verdadero icono épico de nuestras letras castellanas.
Más tarde, el modernismo. Nuestros poetas suicidas entran al siglo XX con la palabra “muerte” empapando de dolor los más bellos poemas en las postrimerías del simbolismo parnasiano. Allí nace la Generación Decapitada. Así los bautizó el periodista Raúl Andrade, ya que casi todos murieron a muy temprana edad y por propia mano: Medardo Ángel Silva, Humberto Fierro, Ernesto Noboa y Caamaño y Arturo Borja afrancesaron nuestra sensibilidad y llevaron la poesía por los caminos de la permanencia. Hoy en día, los grandes poemas del modernismo ecuatoriano forman parte del pentagrama nacional, ya que muchos fueron musicalizados y convertidos en pasillos.
Un fortalecido grupo prevanguardista llega enseguida: Hugo Mayo (Manta, 1897-1988), Miguel Ángel Zambrano (Riobamba, 1898-1969), Miguel Ángel León (Riobamba, 1900-1942) y Aurora Estrada y Ayala (Puebloviejo, 1901-1967). Ellos asestaron un golpe que despertó a la lírica ecuatoriana para mantenerse alternando con el canon.
De la mano de Jorge Carrera Andrade (Quito, 1903-1978) llega la vanguardia. Él es quien escribe el nombre del Ecuador en los anales de la poesía. Fue nuestro rey Midas, nuestro Neruda, nuestra bandera enarbolada en las más altas cumbres de la literatura. En París, su nombre sonaba junto al de los grandes poetas del mundo. Carrera Andrade constituye la posta de partida para nuestra lírica contemporánea. El círculo vanguardista lo completan Gonzalo Escudero (Quito, 1903-1971) y Alfredo Gangotena (Quito, 1904-1944).
La poesía moderna del Ecuador se funda con César Dávila Andrade (Cuenca, 1918-1967). Surge el grupo Madrugada, en el que figuran Enrique Noboa Arízaga (Cuenca, 1922-2002), Hugo Salazar Tamariz (Cuenca, 1923-1999), Edgar Ramírez Estrada (Guayaquil, 1923-2001), Rafael Díaz Icaza (Guayaquil, 1925), Eugenio Moreno Heredia (Cuenca, 1925-1997), Jorge Enrique Adoum (Ambato, 1926-2009), Efraín Jara Idrovo (Cuenca, 1926) y Jacinto Cordero Espinosa (Cuenca, 1926), todos poetas notables. Al mismo tiempo aparece una pléyade hermana, una generación que se abrirá como corola para ensanchar el poema de la patria, en la que destacan Francisco Tobar García (Quito, 1928-1997), Filoteo Samaniego (Quito, 1928), Manuel Zavala Ruiz (Riobamba, 1928), Francisco Granizo Ribadeneira (Quito, 1928-2009) y Alfonso Barrera Valverde (Ambato, 1929). Todos despuntaron hacia un nuevo discurso, ligados por el lazo de la poesía vanguardista y social impulsada por Neruda.
La generación de ruptura más contundente es la de los años sesenta. Aparece entonces una concepción nueva, se rompen los cánones formales, se desestructuran las temáticas. Sus poetas viven las revoluciones, los acontecimientos irrestrictos de una modernidad tecnologizante. Se trata de una generación repleta de figuras estelares de nuestra poesía: Carlos Eduardo Jaramillo (Loja, 1932), Eduardo Villacís Meythaler (Quito, 1932), Ileana Espinel (Guayaquil, 1933-2002), Rodrigo Pesantez Rodas (Cañar, 1937), David Ledesma Vásquez (Guayaquil, 1934-1961), Euler Granda (Riobamba, 1935), Fernando Cazón Vera (Quito, 1935), Rubén Astudillo y Astudillo (Cuenca, 1938-2003), Carlos Manuel Arízaga (Cañar, 1938), Ulises Estrella (Quito, 1939), Ana María Iza (Quito, 1941), Antonio Preciado (Esmeraldas, 1941), Neli Córdova (San Gabriel, 1942), Simón Zavala Guzmán (Guayaquil, 1943), Violeta Luna (Guayaquil, 1943) y Victoria Tobar (Ambato, 1943).
En la misma época surgen también los Tzántzicos, grupo que en sus inicios tuvo una posición intransigente frente a lo establecido. Su defensa del parricidio escandaloso y frontal convirtió su trabajo en una ruptura que no llegó a tener mayor peso. En relación con este fenómeno, el crítico Hernán Rodríguez Castelo se ha referido a lo válido del gesto. El trabajo constante y en soledad de algunos de ellos los configuró como voces poéticas valederas; además de Ulises Estrella y Humberto Vinueza, habría que añadir a Rafael Larrea (Quito, 1943) y Raúl Arias (Quito, 1944).
El siguiente grupo generacional se ubica en los años setenta: Julio Pazos (Baños, 1944), Humberto Vinueza (Guayaquil, 1944), Bruno Sáenz (Quito, 1944), Fernando Artieda (Guayaquil, 1945), Hugo Jaramillo (Quito, 1945), Fernando Nieto Cadena (Guayaquil, 1947), Sonia Manzano (Guayaquil, 1947), Alexis Naranjo (Quito, 1947), Iván Oñate (Ambato, 1948), Iván Carvajal (San Gabriel, 1948), Javier Ponce (Quito, 1948) y Sara Vanegas (Cuenca, 1950). De esta camada surgen poetas experimentales que conjugan el rigor de la lengua con una posición contemplativa. Dejan a un lado el discurso urgente para explorar las lindes de lo conceptual frente al compromiso vital del poeta con la palabra. Allí encaja perfectamente el pensamiento de Paul Valéry: “La poesía no se hace con buenas intenciones, sino con palabras.” La generación del setenta supo asumirlo con entereza.
Una nueva promoción de poetas aparece en la década de los ochenta, época de los talleres literarios reunidos alrededor de los mismos sueños, aspiraciones y recursos para “matar la vieja poesía y salirse con las suyas”. En esta pléyade están muchos de los mejores talleristas de Miguel Donoso Pareja (Guayaquil, 1931), importante crítico, narrador y, a mi juicio, mejor poeta. Los nombres más sobresalientes de la época provienen de Guayaquil, por lo que se podría hablar de un nuevo Gupo de Guayaquil1 en la lírica: Maritza Cino (1957), Jorge Martillo (1957), Carmen Váscones (1958), Fernando Balseca (1959), Fernando Itúrburu (1959) y Mario Campaña (1959). Los nacidos en Quito: Fabián Guerrero Obando (1959), Edwin Madrid (1961), Margarita Lazo (1962) y María Fernanda Espinoza (1964). Los nacidos en otras ciudades del país: Catalina Sojos (Cuenca, 1951), Alfonso Chávez Jara (Riobamba, 1956-1992), Edgar Alan García (Guayaquil-Esmeraldas, 1958), Pablo Yépez Maldonado (Ibarra, 1958), Roy Sigüenza (Portovelo, 1958), Vicente Robalino (Ibarra, 1961) y Galo Alfredo Torres (Cuenca, 1962).
La más reciente generación de poetas ecuatorianos cierra el siglo XX y entra a la madurez en el XXI. Poetas nacidos entre 1965 y 1980, quienes han sido mi objeto de estudio en publicaciones anteriores.2
Los 13 de esta muestra: una selección de voces distintas entre sí
El problema de la poesía no es escribir bien. Eso se aprende en la escuela, bajo la tutela de un buen profesor y con las herramientas que se tenga a mano: un buen diccionario, libros interesantes e, inclusive, la ayuda de un editor talentoso. El dilema fundamental de los poetas jóvenes radica en encontrar un estilo, constituir una voz inconfundible que no sea parte de un canto colectivo, que se levante como una artesanía frente al molde. En la poesía de todas las épocas, el canon pone un patrón y éste es seguido por los más incautos, quienes creen que allí radica el misterio de la fama.
Al preparar esta selección, decidí librarme del rumor canónico, de las habladurías, de los hechos extra literarios. Decidí escoger 13 voces distintas entre sí. Tampoco quise sorprenderme por lo “novísimo” desde la perspectiva de la norma, de la forma o de los hechos. Decidí prescindir de esos nombres reiterados dentro del nuevo canon. Creo que no vale la pena repetir sin sentido. En suma, mi decisión fue no “llover sobre mojado”.
Esta muestra está conformada por voces cultivadas en estilos definidos y distintos. Una de mis grandes preocupaciones es el fenómeno de espejo que se da en la vinculación entre autores. Por aquí y por allá andan algunos poetas repitiéndose entre sí, hablando sobre temas similares, con los mismos argumentos, con las mismas convicciones y hasta con el mismo gesto y porte intelectual. Ahora los poetas no buscan un estilo, buscan notoriedad y la encuentran en la repetición. No concibo una antología construida con textos escritos bajo el mismo tono, la misma postura y las mismas motivaciones. Por eso alguna vez dije, después de leer a uno de esos poetas “exquisitos”, que ya con leerle a él los había leído a todos ellos.
A mí me gustan las voces distintas, las voces que se diferencian de otras para conseguir, no una orquesta con un director, sino varios sonidos, tonos, formas que, aunque hablen sobre lo mismo, lo expresen a su manera. Si así lloviera que no escampe.
Seis mujeres conforman esta propuesta de voces nuevas desde la dimensión de lo original:
Marialuz Albuja (Quito, 1972). Su poesía tiene un tono conversacional, intimista. Es imprecadora y apasionada. Trabaja una primera persona que se desborda hasta traducirse a través de consideraciones vanguardistas. Aborda los grandes temas, pero su favorito es aquel que Ortega y Gasset calificó como la filosofía de todos los seres humanos: el “yo y sus circunstancias”.
Ana Cecilia Blum (Guayaquil, 1972) sugiere a través de la expresión del entorno. Su primer libro caló hondo en los años noventa, durante el auge de la poesía erótica en el Ecuador. Sin embargo, su segundo libro —La que se fue— logra un equilibrado tono entre el dolor del desarraigo y la reafirmación de un discurso femenino universal que no da tregua a formas manidas.
Julia Erazo Delgado (Quito, 1972) es portadora de una propuesta poética que se inscribe en la diafanidad filosófica, combinando equilibradamente la sensualidad, la soledad, el amor y la muerte con una dosis de ternura, elementos que conforman una poesía desligada del aspaviento y el lugar común. Su obra refleja un depurado tono metafórico, rico en símbolos y en imágenes.
Siomara España (Portoviejo, 1976) trabaja una poesía sin mucha carga simbólica, más bien pasa revista por un lenguaje claro, con visos a llegar a la originalidad mediante la limpieza de las palabras y el ritmo: la cadencia versal, los rumores métricos sostenidos y las alegorías formales y caligramáticas lo confirman. Es una voz que va creciendo entre el intimismo y la reflexión de la femineidad asumida.
María de los Ángeles Martínez (Cuenca, 1980) es una poeta transgresora, directa, punzante, dueña de un discurso multitonal. El que más impacta es el temperamental, donde la voz femenina se difumina en la voz poética. Ello connota la perspectiva de un feminismo agresivo que, sorpresivamente, alcanza un tono de extrema ternura.
Carolina Patiño (Guayaquil, 1987-2007), la voz más joven del grupo y la primera en irse. Es un referente válido de la poesía ecuatoriana contemporánea. Su desafiante voz poética deja constancia de que su palabra es verdadera, porque supo asumirla y expresar el tema de la muerte y del suicidio con reflexión y con potencia. Su discurso profetizaba el final de su propia vida.
El grupo de hombres que conforma esta selección:
Pedro Gil (Manta, 1971) ha sido considerado marginal por una crítica poco exhaustiva. Su obra, sin embargo, es el único discurso serio de la poesía social en esta generación. Construye su voz poética tomando el yo como referente y personaje. Expresa el prosaísmo desgarbado de la realidad a través de las más crudas y poderosas metáforas. Se trata de una voz inusual en la poesía actual del Ecuador.
Carlos Garzón Noboa (Quito, 1972) es el burilador de la joya, de la precisión del lenguaje poético. Sus poemas son creaciones y recreaciones de sí mismas. La voz poética siempre está enfrentada al recurso poético: la recreación clásica, el adagio latino, el soliloquio. Crea así un estilo poco ligado a los referentes de la realidad circundante: hermético e impecablemente construido.
Freddy Peñafiel Larrea (Quito, 1972) no aísla el discurso del autor. El suyo es un trabajo poético con dosis de frescura. El discurso tejido con los hilos de su particular filosofía tiene un cierto ánimo de recrear mitos, a la manera de Eduardo Galeano. La ironía inteligente de esta poesía es presa del recurso hilarante o de admirables espasmos de verdadera ternura.
Franklin Ordóñez Luna (Loja, 1973) trabaja un sólido discurso de amor y homoerotismo. Una poesía difícil de moldear y domar, porque exige rigor y propiedad con las palabras y con el contenido, pero es fácil de asumir por el lector. En ella hay un trabajo de bisturí con el ritmo, con las implicaciones y las connotaciones del discurso poético y, de forma intensa, con la diafanidad del texto.
Augusto Rodríguez (Guayaquil, 1979) trabaja lo que se podría llamar poesía urbana, donde la voz poética es polifónica. Ha creado, a la manera de Bukowsky, una poesía con visos desde lo marginal hasta lo escatológico. Es una voz desacralizadora, punzante, que casi no admite lo amoroso, excepto frente a la declaratoria de amor-odio con la figura del padre. Un estupendo manejo de la poesía en prosa ha hecho que Rodríguez se consolide como una voz significativa en la producción poética ecuatoriana.
César Eduardo Galarza (Guayaquil, 1981) es cercano a la expresión poética de Garzón, pero en el guayaquileño se produce una simbiosis resplandeciente entre el referente clásico y la voz poética. Entonces el imaginario grecolatino se expresa como colofón o adorno de la realidad poética propia, más afectiva. Es un discurso desnudo trabajado con paciencia y sobriedad y asumido, gratamente, con humildad.
Santiago Vizcaíno (Quito, 1982) se acoge voluntariamente a la poesía del dolor, a la recreación de la escena de “crisis”. Trabaja el micro y el macro poema alternando diversos contextos. Tiene una cierta semejanza con Dávila Andrade, el gran trabajador de la imagen moderna en el Ecuador, a la hora de asumir la metáfora surrealista en su discurso. Los versos largos, sus ambientes ligados al surrealismo y su imaginario sobre el dolor, dan un tono singular a discurso poético.
Este grupo generacional no concibe el problema de la creación desde la idea del parricidio literario, porque siente que sus antecesores son sus “hermanos mayores”. Son escritores que no dependen de un discurso colectivo o social, sino que, más bien, hablan desde sus circunstancias individuales. Asientan todo su potencial cognoscitivo y creativo en la ciudad. Prefieren referirse a lo universal y no quedarse en los problemas locales. La literatura de este tiempo permite la intertextualidad y la multiplicidad de géneros. Gracias a la proximidad de las fuentes actuales de información y comunicación, los conocimientos fluyen a gran velocidad y la sensibilidad se desarrolla dentro de entornos tecnológicos y de relaciones sociales impensables tan solo hace dos décadas. La nueva literatura se escribe desde un bagaje de conocimientos mucho más amplio que va cambiando y se renueva constantemente.
El lenguaje literario —sobre todo el poético— suele ser multisemántico y repleto de imágenes herméticas o difíciles. Se trata de una literatura seria que, sin embargo, da cabida al humor y a la ironía sin temor. Son escritores obsesionados por el “oficio de escribir” y por ello lo convierten en tema de su literatura.
Quito, 27 de febrero del 2010
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