Mirada / No. 214
Juventino Rosas
Nací en Santa Cruz, Guanajuato, pero nunca me sentí de ahí. Yo vengo de la orilla del arroyo del Sauz. En realidad, yo vengo de donde todos los demás hombres en la Tierra vienen también, esto es: del mar, del desierto, del llano, de entre las montañas. Nadie viene de un solo río, sino de todos. ¿O acaso no todas las venas están conectadas a un mismo corazón?
—¡Mexicanos! —exclamaba emocionado el amo de llaves del palacio. Su grito era tembloroso, impregnado de un aire nacionalista, como todo en esa época. Él, como yo, no pertenecía a ese mundillo aristocrático; sin embargo, ambos éramos personajes clave para el deleite y la imitación europea de aquellos personajes tan notables reunidos en esa velada—. ¡Su atención, por favor! ¡Silencio! —continuó gritando—. Vamos a escuchar enseguida unas palabras de nuestro honorable y estimado anfitrión, ¡el señor presidente, don Porfirio Díaz Mori!
El rumor de los invitados y de las copas cesó en un instante e, ipso facto, estalló un clamor de aplausos. Como era un ambiente de confianza, también se escucharon silbidos y aclamaciones halagadoras hacia el general. Toda la élite política mexicana se encontraba aquella noche en el palacio. Todos los científicos y sus esposas eran excelentes simuladores de conversaciones armoniosas, de un ambiente festivo que siempre sabía mantener la nota de elegancia, en los fastuosos vestidos y trajes, en el perfume europeo que impregnaba ese mismo aire nacionalista cada vez que se volvía a gritar: “¡Mexicanos!”.
Justo después de las palabras de bienvenida del general don Porfirio, saldríamos a escena. Íbamos los cinco, con trajes de sastre e instrumento en mano. Los trajes, por supuesto, eran prestados. Debíamos cuidar cada una de nuestras acciones para poder combinar con los grandes señores allí reunidos. Por unas horas seríamos como del mismo mundillo. A causa de nuestra música deveníamos actores esenciales de la majestuosa aristocracia de esa noche.
—¡Señor Rosas, le pedí dos violines, no un acordeón! —chistó a mi oído uno de los generales que nos había contratado. En cuestión de minutos, otro achichincle, un jovencito presuroso, regresaba con un violín y se lo entregaba a mi colega. Él, que no era tan hábil con el violín como con el acordeón, hizo gesto de descontento, pero sin otro remedio aceptó el violín de las manos del jovencito. Yo no me encontraba menos inquieto que mis compañeros, pues tocaría el piano en vez del violín. Además, el arpista que llevábamos nunca había ensayado con nosotros.
Era el año 1893 y esa noche la señora Carmen Romero de Díaz cumplía sus 19 años. Ella era la segunda esposa del general don Porfirio y en el país se pensaba que era una chamaca cualquiera que había logrado usurpar el lugar de primera dama sólo por el hecho de pertenecer al linaje de los Romero de Terreros, influyentes camaradas del presidente que algún favor le debían. ¡Y por supuesto,así había sucedido!, pero la gran pantalla aristocrática que envolvía a todas estas personas les demandaba llenar la prensa de detalles y cursilerías para legitimar su unión. Ya suficientes problemas tenían con las críticas en los periódicos de oposición.
Fue el señor Limantour el que tuvo la idea de llevar un grupo para tocar valses en la recepción. ¿Por qué nos escogió a nosotros? Eso ni yo lo supe con certeza. Pensé que sería por la fascinación que un vals mío —“Al lado del Sauz”— había producido en un compositor vienés amigo del señor Limantour años atrás. Le contaba yo a éste sobre el arroyuelo que atraviesa por mi pueblo, el Sauz. También de las tantas partituras que perdí en la corriente, cuando el viento me las arrebataba y se las llevaba sobre las olas del riachuelo. “Über den Wellen!” era lo único que me repetía. “Fantástico, como cualquier composición vienesa de vals, ¿cuánto quieres por él?”, me decía. Lo vendí, pues, a este señor austriaco y se hizo muy popular en aquellos años.
Todos los integrantes del quinteto éramos indígenas otomíes; veníamos de pueblos lejanos donde no se gozaban todavía las modernidades de la ciudad, ni las importaciones del viejo mundo, ni de los Estados Unidos. De allá donde los músicos nacemos y aprendemos de otros músicos más viejos que nosotros, donde gustamos de componer a un lado del arroyo, entre las piedras que hacen de senderos o donde sea que nos nazca la inspiración, sin más compromiso o escuela que lo que hemos visto o escuchado, pero, sobre todo, lo que hemos sentido inundar de emoción nuestro corazón.
El vals que tocamos aquella noche lo había compuesto recientemente. Diría yo que era un vals de ciudad. Más bien, de calle empedrada de La Lagunilla, donde vivíamos en la época. Era una composición agitada que me hacía recordar los fuertes vientos de otoño, esos que te estiran la piel y te hacen volar todos los harapos. También cabían dentro de esa música los vientos templados que agitaban todo mi pueblo Santa Cruz, cambiando sin cesar de dirección, como las faldas de las muchachas pudorosas que evitan a toda costa mostrarnos sus muslos, con las trenzas negras largas, alborotadas cual rehiletes. Esas muchachas presurosas que yo veía volver una y otra vez en mi cabeza al escuchar el vals, aquella noche se llamaban simplemente Carmen, como la esposa del general don Porfirio.
Se nos pidió refinarnos lo más posible en nuestra actuación, pues el vals estaba dedicado a la primera dama. Salimos uno a uno, recibiendo un tímido aplauso de entrada y las miradas dubitativas de las mujeres más viejas. El traje que llevábamos puesto no disimulaba en absoluto nuestros rasgos: pelo brillante, piel y ojos morenos, la nariz ancha, la sonrisa grande y la corta estatura. Niñas de grandes ojos azulados y vestidos afrancesados, con miles de olanes, miraban curiosas a los músicos otomíes. Pequeñas niñas que no acostumbraban conocer lo diverso, ni la pluralidad de realidades que existía fuera de sus casas, en su mismo país.
Un, dos, tres, un, dos, tres, un, dos, tres y todos giraban frente a nosotros en la sala. Los enormes candelabros nos deslumbraban y parecían girar a la par de los danzantes. Pequeñísimos e infinitos destellos de luz nublaban mis ojos. La partitura se me perdía entre tanto brillo, el volumen sólo aumentaba. Involuntariamente tocábamos más y más alto para destacar entre los tacones y el incesante zapateo que aturdía el ritmo de tres tiempos. Sin el acordeón, el sonido de las melodías era más melancólico, más profundo. Proseguimos con “Ilusiones juveniles”, luego con aquel otro vals que vendí. La gente no dejaba de ovacionarnos. Mi cabeza casi estallaba hacia el final del recital, tanto por el calor como por la emoción que me provocaba el clamor de los aplausos. El apasionante sonido del piano retumbaba en cada agudo por todo mi cuerpo, me llevaba navegando en cada gota de sudor que mi piel expulsaba. Momentos que se antojaban eternos.
Allí estábamos, tan lejos de ese arroyo, de esas calles, de ese resplandecer del sol en la piel morena que vio nacer nuestra música. En las notas guardaba yo todo eso que me parecía la alegría, pero también se encerraba en ellas la tristeza de aquel imposible que es la eternidad. ¿Será que la música es el refugio, la panacea de creer que la eternidad existe? El vals se acabó, los instrumentos callaron, el silencio regresó. Pero desde que la música existe, el silencio no es más que una fermata, una pausa en la eternidad que continúa. Desde que el río empezó a correr, necio, siempre tratará de dejar huella de su paso; aun cuando no exista más, cuando se haya destruido, quedará una línea de su trascendencia en la tierra húmeda y profunda. Como la de nuestras partituras que, aunque perdidas entre los millones de papeles de la historia, persistirán en los oídos de alguien con tan sólo murmurar neciamente la misma melodía.
Tanto quisimos celebrar nuestro éxito, que el sabor del vino amargo nos llevó a perdernos. Entre los candelabros y las copas de cristal, mi cara cada vez estaba más roja y mis manos aún temblorosas por el piano. Señoras azuladas, como sus pequeñas infantas de ojos azules, se acercaban a felicitarnos. Yo no escuchaba más que un murmullo femenino y el choque de mis dientes con la copa, y el de mi copa con otras.
La señora Carmen Romero de Díaz se mostró deleitada con nuestra actuación. Tal fue su agradecimiento, que me ofreció un piano de cola bellísimo, negro brillante con teclas de marfil. Aprecié la dulce visión de su rostro, tan jovial como cualquier muchacha de la que uno se enamoraría. La indeleble ilusión juvenil quedaría grabada en mí por muchos meses. Embriagado de vino y licores de hierbas, no recuerdo más de esa gala.
Después de eso, en mi vida no sucedieron cosas tan importantes que turbaran de tal manera mi espíritu. Mi ocupación siguió siendo la de calmar la tempestad, la marea que me invadía el alma, a través de mi música. Esta preocupación por la eternidad no duró mucho más, pues mi vida se acabó en julio del año 1894, poco después de haber vendido el hermoso piano que me regaló doña Carmen aquella vez. No sé, tal vez mis huellas cruzarán todavía los senderos de Santa Cruz, quizá en forma de canción junto al arroyo. Así, aunque éste se seque y desaparezca, quedará un indicio que nos dirá que existió y que su existencia fue tan real, que se evaporó en canción.