Mirada / No. 214
Los ojos de mi abuela
Los ojos de mi abuela son dos luciérnagas vivas que no terminan de extinguirse
su voz es una hoguera que no termina de ahogarse.
Los ojos del taxista me miran en el retrovisor mientras me dice:
—A veces es sólo el susto ¿sabe?
Es sólo el susto lo que nos mata.
A veces no es nada.
Nos dicen que tenemos algo y así, el susto nos hace más daño que lo que tenemos o lo que no tenemos ¿no cree?
Me atropella un alud de imágenes como carretera que atraviesa un cerro. Extrañas
analogías: dos pedazos de tierra como dos sólidas rebanadas de pastel.
Cada cumpleaños cortamos con la misma precisión quirúrgica y nos servimos en el plato
una porción exacta de “nada” suficiente para seguir viviendo.
“Seguir viviendo” no es lo mismo que sobrevivir
ir sobre la vida, ofrecer resistencia —una
tensión equivalente al pez que muerde el anzuelo— estar fuera del aire
y respirar.
Los ojos del conductor parecen verme de muy lejos, muy adentro en el paisaje.
—Y es que ¿cómo decirlo?
No es lo mismo ver las cosas con los ojos físicos a verlas con los ojos del interior
¿Me entiende?
Vuelve a hacer ese esforzado gesto de sapiencia.
Un infinito de paisajes interiores me recorre: (paisajes que quisieran simular cuerpos/
cuerpos que quisieron simular paisajes) la alborotada confusión a las entradas del metro/ el
aire turbio de los hospitales/ la fatiga clínica de los bancos/ las fotos desleídas que dejan
emerger/ la precariedad amarilla de papel/ la marca de mis dedos sosteniendo/ por un
momento/ el peso de sus tobillos tumescentes/ la luz que hiere sus pupilas/ la tristeza que se
esparce en los ojos como fuego que carcome/ los ojos del interior que ven siempre más de
lo que miran./ Miran, pero no retienen.
Persistir
en la interioridad de esos ojos que se derraman.
Quizás detrás de esas “cataratas”
caen también
otras cataratas
y otros peces
que inundan la mirada.