Mirada / No. 214
El espejo de Hades
Descubrimos (en la alta noche ese
descubrimiento es inevitable) que
los espejos tienen algo monstruoso.
JORGE LUIS BORGES, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”
Hace unos años regresaba a mi casa en un autobús cuando abordó un anciano taciturno que, con sus manos colmadas de arrugas, sujetaba un espejo del tamaño de un hombre. El artefacto estaba enmarcado en un fino metal labrado, con escenas épicas que recordaban al escudo de Aquiles forjado por Hefesto. La obra, no me cabía duda, tenía que haber sido elaborada por un artesano magistral.
Después de pagar su pasaje, el abuelo ocupó el asiento detrás del conductor y, como es común en las personas mayores, comenzó a platicar con una mujer que viajaba sentada a su lado izquierdo. Impulsada por un interés artístico agucé disimuladamente el oído, fue así como supe que el creador de tan delicado trabajo había sido él mismo y que se dirigía a entregarlo a su comprador. Un hacedor de espejos, pensé, ¡vaya oficio maravilloso!
Pero ocurrió algo que acaparó mi atención con más fuerza que la belleza del espejo. Normalmente las personas que usan estos transportes lo hacen indiferentes, ajenos al entorno, entregados a sus teléfonos o a cualquier actividad para pasar el tiempo. Sin embargo, el espejo, que el abuelo colocó sobre su regazo para protegerlo de los brincos ocasionados por los baches o por la estulticia del conductor, quedó mirando hacia la parte trasera, reflejando a todos los que íbamos sentados ahí. Familiarizado por su oficio con la costumbre de mirarse al espejo, el anciano sonreía tiernamente y continuaba su charla mientras su reflejo se mostraba ante él y los otros sin que ello le ocasionara alguna molestia. Se podía pensar que su propia imagen no le producía ninguna sorpresa. Los pasajeros, en cambio, evitaban mirar su propio reflejo, como si al hacerlo pudiera producirse algún acontecimiento sobrenatural y maligno. Si por casualidad su mirada se encontraba con su imagen en el espejo, rápidamente volteaban en otra dirección o agachaban la cabeza. ¿Qué les revelaba su reflejo que les producía tal desasosiego?
El reflejo es un duplicado, es la conciencia que se mira a sí misma. Tiempo atrás, cerca del Etna, cuando el Olimpo vivía sus últimos días de esplendor, Core jugaba con sus amigas las ninfas y, repentinamente, fue raptada hacia lo invisible por Hades. Core, según Roberto Calasso, además de “doncella” también significa “pupi-la”. Y la pupila, explica, es “el trámite único del conocimiento de sí mismo” pues, en palabras de Sócrates a Alcibíades, es “la parte más excelente del ojo” porque en ella el que mira se encuentra a sí mismo. Mirar, así, es una forma de conocer. No en vano el ojo ocupa un papel central en muchas teorías del conocimiento.
Pero hay algo más. La niña “cuyo nombre no puede ser nombrado” fue raptada en el instante preciso en que miraba un narciso, esa flor que lleva el nombre de un joven que se perdió en “el mirarse a sí mismo”. Esto significa que, antes de ser raptada, Core, ajena a sí misma y al exterior, se encontraba “mirando el mirar”. Mientras miraba el narciso, era incapaz de mirarse a sí misma, por lo que estaba lejos de poder conocerse. Cuando Hades irrumpe ante ella, Core se mira en la pupila del dios y descubre su propia imagen reflejada en el ojo-espejo del señor de la noche, antes de ser tragada hacia lo invisible. El rey del Tártaro es, de alguna manera, quien la obliga a mirarse y, por consiguiente, a conocerse a sí misma.
De manera similar, cuando los pasajeros se vieron enfrentados a su propio reflejo, el estupor de Core ante el abismo de lo invisible fue re-presentado en sus miradas. Mirarnos a nosotros mismos es, entonces, mirar el abismo que es la conciencia. Podrán preguntarme, finalmente, por qué el hacedor de espejos era inmune al efecto de su reflejo. Pues bien, sospecho que el abuelo es Hades. Si bien al principio creí que por su destreza con el metal se trataba de Hefesto, algunos indicios, como su forma de aparecer y el momento que eligió para hacerlo, me llevaron a concluir lo que digo. Al aparecer subrepticiamente, el anciano nos obligó a mirarnos a nosotros mismos. El espejo es la pupila.