Carrusel / Bajo Cubierta / No. 215
Habitar otros cuerpos
Samanta Schweblin
Kentukis
Literatura Random House
México, 2019, 224 pp.
¿Podemos habitar otros cuerpos? Generalmente la respuesta es negativa. No podemos estar físicamente en dos lugares ni somos capaces de movernos en algún sitio si no es con nuestro cuerpo. Entonces, ¿qué pasa cuando hablamos por teléfono con alguien? La presencia es audible, es decir, nuestra voz está en otro lado; algo similar ocurre con la imagen al hacer una videollamada con otra persona. ¿Qué pasaría si pudiéramos tener un cuerpo presente en otro lado controlado a través de la tecnología?
Samanta Schweblin explora esta idea en Kentukis, su más reciente novela publicada en marzo de 2019 por el sello editorial Literatura Random House. En esta obra plantea un universo, nada lejano al nuestro, en donde cada vez es más común ver kentukis en la calle paseados por sus dueños. El kentuki es un peluche con cámaras en los ojos controlado por una persona anónima desde una computadora o tableta. Podemos imaginar que, probablemente, en nuestro mundo serían muy populares.
La escritora argentina divide en dos la manera de interactuar con los kentukis: puedes comprar un kentuki o ser uno. Aquellos que lo compran lo tienen en su casa como a una mascota; deben cuidar que no tenga accidentes, que pueda moverse libremente por las habitaciones, el jardín, e incluso hay dueños que los llevan consigo a su trabajo. La condición es que el peluche debe cargarse habitualmente, ya que, si se quedara sin batería, el aparato dejaría de funcionar y la conexión no podría restablecerse. El dueño del kentuki sabe que quien controla el objeto de manera remota es otra persona. Él o ella puede ver y escuchar todo lo que hace —si no hablan el mismo idioma, el programa se encarga de traducirlo inmediatamente—; por el contrario, el dueño no sabe absolutamente nada del observador.
Del otro lado se encuentra la persona detrás del kentuki, alguien que compró una tarjeta kentuki y que, al activarla, será conectado a su contraparte "corporal", es decir, el peluche. No es posible elegir qué kentuki habitar: puede ser el conejo de una mujer joven y extrovertida en París o un cuervo de una pareja de artistas en Oaxaca. Eso queda al azar. El observador mira en su pantalla la vida del dueño, camina por su casa e incluso puede llamar su atención con gruñidos o graznidos, todo a través de ese otro cuerpo que la tecnología le permite controlar. Las limitantes son obvias: al ser un peluche con ruedas puede tropezar y perder la movilidad, caerse de alguna superficie alta o quedar encerrado. El dueño debe encargarse de mantener a su kentuki en las condiciones que le permitan una completa autonomía. Si el kentuki "se duerme", se entiende que el observador dejó el programa para hacer actividades cotidianas, pero la adicción a mirar y estar presente en toda la vida del dueño provoca que éste rara vez pause a su kentuki.
La autora expone las aristas que pueden resultar de la relación entre un kentuki y su dueño. Cada una refleja realidades de nuestra sociedad. La primera, y la más evidente, es que la completa anulación de la privacidad del dueño del kentuki puede ser utilizada en su contra. Desde el primer capítulo, Schweblin narra la extorsión a unas jóvenes que emocionadas le enseñaron los senos a su kentuki. El observador encuentra la manera de comunicarse con ellas y amenaza con divulgar videos vergonzosos de la familia.
Schweblin también explora la parte positiva de una relación entre tres cuerpos: dos orgánicos y uno tecnológico. Los kentukis y sus dueños comienzan a desarrollar cierta intimidad particular, una cercanía que sólo la lejanía permite. El dueño, al tener al kentuki en su casa todos los días, comienza a sentir cariño por ese peluche y la persona que hay detrás. Por otra parte, el observador también siente apego por la persona o familia que diariamente observa, como si el cuerpo del kentuki fuera una extensión del suyo con el que pudiera interactuar con sus amigos o familiares.
En la novela, un kentuki entabla una relación muy cercana con su dueño anciano y, al morir éste, el observador no encuentra otra manera de terminar el vínculo más que dirigiendo el kentuki que controla hacia un precipicio. Un suicidio simbólico. Otro kentuki ayuda a un padre a mantener a su hijo a raya: le avisa cuando no está haciendo la tarea, cuando el pequeño se quedó dormido frente al televisor o cuando está a punto de hacer alguna diablura.
Pero quizá una de mis historias favoritas de Kentukis es la de una mujer mayor en Perú cuyo hijo le regala una tarjeta kentuki para que pase el tiempo libre. Ella comienza a utilizarlo sin ganas, pero inmediatamente después de conocer a su dueña se interesa más. Eva, una joven francesa que compró un kentuki conejo para tenerlo como mascota, no tiene idea de que detrás de ese objeto hay una mujer que cuida que no le roben dinero, vigila los movimientos de todos los extraños que entran a la casa y, sobre todo, la quiere. El abandono que siente esta mujer por parte de su hijo provoca que dedique toda su atención y energía a una joven que ni siquiera conoce y que vive a miles de kilómetros de distancia. Esta relación, un vínculo que no sería posible en otros tiempos, lo es ahora gracias a un nuevo tipo de corporalidad que brinda la tecnología.
Pero las relaciones humanas son complicadas; por ello, a pesar de que entre estos tres elementos —dueño, kentuki y observador— surja una relación íntima, lo cierto es que la vulnerabilidad de las emociones y de los límites de la privacidad generan que la mayoría de estas historias tengan un desenlace distinto al que parece sugerir el inicio. El kentuki es un vínculo entre dos extraños, una ventana a través de la cual una persona puede mirar a otra y, si en algún momento el equilibrio se pierde y una de las dos partes recibe más, la extrañeza y el temor al "otro" siempre ganará la partida. Porque aunque a muchos les guste ser observados u observar, en el momento en que alguien cruza los límites propios la relación muestra su verdadera fragilidad y: adiós, kentuki.
La obra de Schweblin deja al descubierto algunos síntomas de la sociedad contemporánea que son muy evidentes en Kentukis. La necesidad que tenemos los seres humanos de sentirnos valorados y apreciados puede provocar este tipo de conductas en las que, a través de la tecnología, permitimos que personas que no conocemos observen nuestra vida cotidiana. Los riesgos más evidentes son la filtración de datos delicados y, por supuesto, la completa anulación de la privacidad que puede desembocar en problemas legales, personales y emocionales.
Por otra parte, es clara la facilidad con la que entablamos una relación cercana, a través de la tecnología, con personas que están lejos. Actualmente, figuras como los llamados influencers tienen relevancia debido a la gran cantidad de gente que los sigue fervorosamente como si se tratara de un amigo cercano. También es cada vez más común escuchar historias de parejas que se conocieron virtualmente y que mantuvieron una relación durante años sólo por Internet.
Finalmente, Kentukis es una muestra de la inmersión de la tecnología y el Internet en nuestra vida diaria, en la manera como nos relacionamos con el mundo y con los demás. Puede que el kentuki no sea un cuerpo de carne y hueso, pero las posibilidades que en la novela le brinda —por ejemplo— a un niño de primaria que desea tocar la nieve, y lo logra a través de su peluche, deja sobre la mesa una reflexión: ¿podremos habitar otros cuerpos, tecnológicos, en el futuro? La respuesta es, probablemente, sí. De hecho, me sorprende no haber escuchado antes algo similar en las noticias, ya que realmente no requiere de mucha innovación tecnológica: un peluche con cámaras en los ojos y un par de llantas, una conexión a Internet y dos personas dispuestas a observar y ser observadas. Todo eso ya existe.