Tiempos de Desencanto / No. 216
El lugar del encuentro es sólo tiempo
Madre, no me juzgues. Tú también estás condenada al olvido
Gloria Gervitz
a.
La imagen de su rostro cuelga sobre el cuello cansado de una madre que apenas puede arrastrar los pies sobre los charcos. Imprimieron su foto más de 100 veces. La Madre lleva una de esas copias, con el marco que forman las palabras TE ESTAMOS BUSCANDO, para repartirla durante el camino, para no olvidar por qué salió de su casa hace ya mucho tiempo. Una imagen reproducida todavía más veces en playeras y gorras. Su desaparición se convirtió en un suvenir y ahora la imagen de su rostro es un peso agregado, inesperado, sobre el cuerpo. Decir desaparecer es conjugar las manías de la violencia para otorgarle un espacio real, pero vacío, en el mundo. Ella, como todas las demás, camina cientos de kilómetros, apaciguando la rebaba del cansancio que le concede esa frontera que aún está lejana.
Cuando una persona desaparece, cuando se le agrega el adjetivo desaparecida después del nombre, su sombra deja de reflejarse en el suelo. ¿Qué cosa es la certeza de estar presente sino la atadura del cuerpo sobre la tierra, de proyectar una sombra cuando la luz, ya tenue o intensa, intenta atravesarnos la piel; qué es esta certeza de existir, todavía?
Según The Associated Press, en los últimos años han desaparecido más de 4000 migrantes latinoamericanos en su camino a Estados Unidos. Se estima que pueden ser incluso más del doble, casi 10000 personas desaparecidas desde 2012.
La Madre no corre porque sabe que todavía falta mucho, o tal vez poco, o quizá nada, y camina lento, con esos pasos que le conceden el hartazgo y la rabia, pero también la esperanza y la voz que repite “estamos unidas por las mismas culpas, la misma rutina, el mismo polvo”. Todas ellas son una misma que se hiende sobre el calor y la sed y los gritos. Ayer llovió. Ayer fue 10 de mayo. Ella, La Madre, y todas sus compañeras insisten. Todas ellas han perdido a sus hijos. No hubo celebraciones, no llegaron con flores ni con dulces, se olvidaron de los pasteles y los bailes forzados, no hubo cenas ni filas eternas para alcanzar un lugar en el restaurante; nadie llegó a decirles “felicidades, mamá”. Sus hijos deben estar en alguna parte. No se los comió el camino. Se repiten entre ellas, para convencerse, para establecer un ritual hablado de la certidumbre: no se los comió el camino.
b.
Cualquier frontera es una herida. Aquello que conocemos como una línea que separa dos naciones se establece como un límite geopolítico a los ojos de quienes habitan en estos dos espacios. El límite también es un margen y una periferia de una cultura e identidad nacionales. La legitimación de una frontera se hace a través de un sistema simbólico, pues participa en la interpretación de determinados aspectos de la realidad y, a decir de Antonio Paoli, tiene una finalidad a partir de las nor-mas creadas por organizaciones sociales. La frontera es un espacio no hegemónico, habitado por lo que no es, por lo que está afuera y al mismo tiempo adentro.
Si retomamos la pregunta en torno a la cual gira el movimiento paulatino y continental de Gervitz en su libro Migraciones (“¿Y hacia dónde avanzo con el pie sobre el corazón?”), y la convertimos en una idea real, más cercana y apacible a los cuerpos, a nuestro cuerpo, a esta tierra, el avance y el desplazamiento de las líneas que conforman los mapas no serían más que pasos dolorosos, interrupciones del camino y de lo habitable.
La idea que tenemos de frontera surge a partir de que existe un límite físico que puede cruzarse. El cruce, entonces, se convierte, a través de la abstracción colectiva, en un concepto cultural: es una metáfora del espacio fronterizo donde dos o más culturas o personas conviven. Una frontera está compuesta por varios discursos liminales, es decir, desde el margen y hasta chocar con el siguiente margen se conforma una nación en una determinada comunidad. En México, la conceptualización y delimitación de la frontera norte fue producto del surgimiento de dos Estados nación. Así se estableció una línea que dividió un nosotros (los que habitamos de este lado) de su antónimo geográfico (los otros).
c.
Desapareció hace dos años. Han pasado más de 700 días desde que La Madre dejó de saber de él. Le perdió la pista. Un día dejó de contestar las llamadas, de mandar dinero, dejó de decirle “mamacita santa, allá van unos dolaritos pa’ que termine de construir su casa, nuestra casa”. “Ya casi”, le decía, “pronto regreso”. Pero eso nunca sucedió. Como él, miles de hombres desaparecen al año cuando intentan cruzar la frontera de Guatemala con México. Si tienen suerte, llegan a la frontera de Estados Unidos, pero nunca se vuelve a saber de ellos. Sus madres los esperan desde casa, con las puertas abiertas, con las líneas de los teléfonos libres, por si algún día regresan, por si algún día llaman, por si.
c1. Sobre la distancia de rescate
Buscar las entrañas que parieron parece contradictorio. Hay cierta distancia permisible entre una madre y su hijo, y viceversa, una lejanía apenas perceptible entre un hijo y su madre, una “distancia de rescate”, como la llama Samanta Schweblin, en la que un hilo invisible, cuyo fin es unir dos cuerpos, se tensa cuando uno está demasiado alejado como para tener el tiempo de ir a rescatarlo.
Las madres de desaparecidos tienen este hilo tan ten-so que el dolor se intuye, como un zumbido persistente, en cada grito, en cada paso que dan, en todos los gritos que mencionan los nombres de sus hijos, seguidos de las preguntas ¿dónde estás?, ¿alguien te ha visto?, ¿a dónde te llevaron? O quizá el hilo se rompió en algún pun-to del recorrido, antes o después de irse, pero roto al fin; esto deja de intuirse y sólo se tiene como ánimo del desasosiego.
Éste es el universo que nos han hecho creer que está aislado, en el que sólo existe un camino, una sola vereda que tenemos que seguir, pero estamos aquí, habitándolo todo.
c2. Sobre la caravana de madres migrantes
Cada diciembre de todos los años, las madres de estos miles de desaparecidos trazan una ruta para tratar de conectar otra vez todos los posibles caminos en que pudieron haber desaparecido sus hijos. Una caravana de madres que se contrapone al aislamiento de dicho universo y establece el propio: viajar no como divertimento sino como una única solución, o más bien la única alternativa que les dejaron: no nos vamos a quedar sentadas; no habitamos aquí; nos movemos, siempre, sin refugio alguno.
El cartel que convoca a la Caravana de Madres Migrantes este año tiene una leyenda nueva: “4000 kilómetros de búsqueda, resistencia y esperanza…”, y describe los más de 60 puntos en los que se van a detener para buscar. 4 000 kilómetros recorren todos los años, de ida y vuelta, desde Ciudad Hidalgo, en Chiapas, pasando por Veracruz, Ciudad de México y Guadalajara, hasta Tenosique, en Tabasco, donde planean el regreso hacia Guatemala. Todas las madres cuyos hijos desaparecieron al intentar llegar a México o a Estados Unidos se convierten también en migrantes. La migración es un vaivén perenne.
d.
Los recorridos siempre nos han constituido como un magma continuo que se desliza volcán abajo, por encima, por debajo y a pesar de todo. La historia de las migraciones siempre se ha visto envuelta por una oscuridad que vacila entre intereses políticos y visibilizaciones a conveniencia. El acto de cruzar la línea punteada que separa imaginariamente a estos grandes titanes de tierra, esa que está atada a dos fuerzas únicas, no puede desdibujarse. Las personas huyen y se refugian porque este límite ya no les es suficiente.
La frontera se plantea como abstracta. Teóricos de la literatura fronteriza, como Homi Bhabha, se escinden de los límites geográficos para establecer un nuevo límite como metáfora conceptual, un tercer territorio en el que habitan las diásporas que viajan de un lado a otro. Aquellos que cruzan las fronteras, aquellos migrantes y refugiados, los hijos de aquéllos y de los que nacen y están por nacer ahí tendrían que ser habitantes de otro país distinto, no de éste ni de aquél:
Eso en la teoría, pero en la práctica ¿quién garantiza la edificación de un nuevo lugar que habitar? No se trata de pluralidades invertidas, sino de una diseminación insistente: un viaje perpetuo. Si la frontera es abstracta, ¿por qué las personas desaparecen al cruzarla?, ¿por qué el borde, de un lado o de otro, significa una empresa ya de ideales o de búsqueda, de metas y “mejores lugares”?
Al mar lo abraza una fractura. Vivimos en una tierra quebrada a voluntad para establecer límites. Desde hace años hemos estado conformados por ellos, por quiebres y fracturas, por estos límites y muros y vallas que van surgiendo de entre las ideas de lo privado, pero la expansión, el viaje mismo, no depende de esto, más bien se advierte y, con cautela, cruzamos. De alguna forma u otra siempre estamos cruzando estos límites, como una revelación contra las líneas establecidas.
La frontera, cualquiera de ellas, podrá ser abstracta y vivir en el imaginario, pero su forma se hace presente cuando la mencionamos, cuando estamos frente a una reja; cuando, desde el sur, vemos los muros de concreto que se levantan sobre el río; cuando escuchamos la cifra de los 36 000 migrantes detenidos al año y la cantidad desconocida de aquellos que intentaron cruzar, pero que en algún punto del mapa desaparecieron.
e.
A muchas, los gobiernos de sus ciudades les han ofrecido ayuda para cubrir los gastos de un funeral simbólico para sus hijos. Un entierro sin cuerpo presente, a manera de ritual. La misma foto de su hijo que ahora le pesa sobre el cuello sería puesta sobre un ataúd vacío. Una foto que adopta el significado de bandera blanca: nos rendimos. Pero La Madre no cede. La ausencia, el espacio vacío, que deja una persona en el mundo no es más que un silencio prolongado.
Un funeral sin cuerpo presente es una especie de resignación, un alivio palpitante y remoto. Pareciera que este Estado sin entrañas, que rescinde su relación con el cuidado del cuerpo, como lo define Cristina Rivera Garza, en el que el olvido de éste y el olvido de los nombres y el olvido de todo lo que nos representa y nos conforma, tanto en términos políticos como personales, “es lo que le abre la puerta a la violencia”. Todas las puertas de nuestras casas se han dejado abiertas.
Hay ciertos sonidos que permanecen alejados, distantes, como una amalgama de música que ya le pertenece al mundo: notas de que estamos aquí, presentes, envueltos en ellas. El silencio es, entonces, esta ausencia cuyo escozor se nos va impregnando desde un solo cuerpo hacia otros cuerpos que lo comparten: un cuerpo atribulado, funesto. Los nombres de quienes han desaparecido se aferran a su cuerpo.
Nombrar es un acto contestatario, sí; y arraigarnos al nombre del cuerpo es tomar una posición política frente al mundo. No quedarse callado. Enderezar la espalda y gritar sus nombres. Esta caravana que sale cada diciembre desde Sudamérica para buscar a sus hijos hace ruido a su paso, todas las madres les gritan a sus hijos: los estamos buscando. El dolor tiene un timbre particular que encierra estas voces en el Estado sin entrañas, que paraliza, como afirma Rivera Garza. Este timbre, “en su profundidad o desvarío, nos invita a visualizar una vida otra, en plena implicación con los otros”.
f.
Sara Ahmed afirma que las emociones también son políticas y delimitan cómo nos relacionamos y nos reproducimos en el espacio social. Es esta delimitación la que hace que un cuerpo se distinga del otro, que genere consecuencias y repercusiones. El cuerpo político como cuerpo liminal. Entonces, el cuerpo desaparecido es una culpa masiva, que arrasa de a poco y se va convirtiendo en una suma conjunta de cuerpos irreconocibles, una fosa común enorme que nos penetra, hondo, todos los días.
Desaparecer no es dejar de existir, es dejar un espacio vacío, una marca que deja de reflejarse a contraluz. Un espacio doloroso. Un espacio que abarca todos los espacios. Una sombra imperceptible.
g.
Dicen que apenas sonreía cuando le tomaban fotos, pero en sus paseos en bicicleta de los domingos se podía escuchar su risa a cinco calles de distancia. De veras, dice La Madre cuando le preguntan por la imagen del rostro de su hijo que lleva sobre el cuello. Durante la caravana, carga este peso que de cierta manera lo hace otra vez presente. Mi hijo sigue conmigo, lo sé, se repite a sí misma para tratar de alejarse de la incertidumbre. Las fotografías tienen un peso propio, se adaptan al significado y a la importancia de quien las toma, de quien las lleva siempre consigo. Llenamos álbumes con imágenes porque nos afianzamos a la convicción del recuerdo, a lo que fue y permanece.
Las fotografías de todos los desaparecidos son un recordatorio de la violencia y del dolor. Estas imágenes, testigos del camino recorrido, son también producto de la surrealidad que encierra los bordes de cualquier objeto, cualquier concepto que pueda definirse a partir de sus límites, pues ¿qué podría ser más surreal que una cosa que virtualmente se produce a sí misma con un esfuerzo mínimo?
La surrealidad de los carteles con fotografías de los desaparecidos se transforma en objetos melancólicos, pero también de resistencia. Todos los días estas imágenes se sostienen con lo que solían ser los cuerpos de los desaparecidos. Éstos se consolidan a partir de la ropa que llevaban puesta el último día que fueron vistos, los centímetros de estatura, el tono de la piel, el largo del cabello, el color de los ojos, la forma de las cejas, la ubicación exacta de cada una de las cicatrices y las manchas.
Somos definidos por el cuerpo que nos sostiene.
Estamos delimitados por los territorios y el desplazamiento que deviene de ellos. Nos asentamos en las pequeñas cosas, erigimos paredes y las llamamos hogar. Nos establecemos sobre un solo camino y lo llamamos paradero, nos apropiamos de un espacio determinado y abandonamos muchísimos más. Despojamos al otro de lo que le pertenece y nos lo apropiamos. Parece inevitable.
Habitamos anchura y amplitud bajo la determinación social de instalar fronteras y delimitar nuestro mundo personal, un mundillo privado, un cuerpo propio. Pero el cuerpo es arrebatable. La violencia se adueña de todos los cuerpos que abate, y la resistencia a este hecho es una respuesta que se ve lejana. Parece irreversible.
De cierta manera, somos las casas que habitamos, la raíz, las paredes cuarteadas, la humedad y las escaleras. Somos casas hombroconhombro, casas-comunidad.
h.
Existen palabras que son precipicios, con distintas latitudes y altitudes. Conjugamos romper en pasado, a través de la primera persona y la segunda persona, cuando llega el desasosiego y le sucede la separación. El verbo romper implica al menos dos partes: una disociación: pérdida del origen. Ahora lo que era son dos o más. Se rompe con un tajo, pero también lentamente, un dolor a punzadas largas que se van desvaneciendo y van surgiendo de entre la hendidura.
Si cada distancia de rescate representa un hilo en tensión con las personas desaparecidas, con las sombras desdibujadas en la geografía mental de los cuerpos, el mapa del mundo estaría atravesado infinitamente por líneas de un lado a otro. Serían tantas líneas, serían tantas las madres que siguen buscando a sus hijos desaparecidos, que el camino para llegar a ellos sería indescifrable. La distancia de rescate más una mancha roja sobre el mapa.
Usamos romper pero no otras palabras como cortar, por ejemplo, porque el cporte casi nsiempre es fino: decimos que cortamos algo pequeño, liviano, fácil de atravesar y dividir, pero rompemos las piedras y los huesos, lo que no se mantiene, se rompen la calma y el silencio. Las palabras precipicios señalan con el dedo, apuntan y hienden. Rompí, rompiste, rompimos. Pero aquello espeso, más denso y brumoso, casi como alquitranándose, se quiebra. Todos estos cuerpos irreconocibles e inencontrables están quebrados. Los cuerpos que buscan están quebrados. Nos están quebrando. .
El quiebre es hondo, desestabiliza la estructura y la convierte en otra cosa, restos de lo que solía ser. Decimos corte, ruptura: desestabilización. Rompedura y rotura. Pero el quiebre, perpetuamente, es más profundo. Estamos quebradas, repiten desde la caravana, un conjunto de búsqueda y esperanza, de recorridos y caminatas, de pasos que grabarán 40000 kilómetros sobre el suelo. Quebradas y hechas pedazos, pero seguimos avanzando. ¿Es esto lo que queda de los nuestros?
La imagen de su rostro cuelga sobre el cuello cansado de una madre que apenas puede arrastrar los pies sobre los charcos. Imprimieron su foto más de 100 veces. La Madre lleva una de esas copias, con el marco que forman las palabras TE ESTAMOS BUSCANDO, para repartirla durante el camino, para no olvidar por qué salió de su casa hace ya mucho tiempo. Una imagen reproducida todavía más veces en playeras y gorras. Su desaparición se convirtió en un suvenir y ahora la imagen de su rostro es un peso agregado, inesperado, sobre el cuerpo. Decir desaparecer es conjugar las manías de la violencia para otorgarle un espacio real, pero vacío, en el mundo. Ella, como todas las demás, camina cientos de kilómetros, apaciguando la rebaba del cansancio que le concede esa frontera que aún está lejana.
Cuando una persona desaparece, cuando se le agrega el adjetivo desaparecida después del nombre, su sombra deja de reflejarse en el suelo. ¿Qué cosa es la certeza de estar presente sino la atadura del cuerpo sobre la tierra, de proyectar una sombra cuando la luz, ya tenue o intensa, intenta atravesarnos la piel; qué es esta certeza de existir, todavía?
Según The Associated Press, en los últimos años han desaparecido más de 4000 migrantes latinoamericanos en su camino a Estados Unidos. Se estima que pueden ser incluso más del doble, casi 10000 personas desaparecidas desde 2012.
La Madre no corre porque sabe que todavía falta mucho, o tal vez poco, o quizá nada, y camina lento, con esos pasos que le conceden el hartazgo y la rabia, pero también la esperanza y la voz que repite “estamos unidas por las mismas culpas, la misma rutina, el mismo polvo”. Todas ellas son una misma que se hiende sobre el calor y la sed y los gritos. Ayer llovió. Ayer fue 10 de mayo. Ella, La Madre, y todas sus compañeras insisten. Todas ellas han perdido a sus hijos. No hubo celebraciones, no llegaron con flores ni con dulces, se olvidaron de los pasteles y los bailes forzados, no hubo cenas ni filas eternas para alcanzar un lugar en el restaurante; nadie llegó a decirles “felicidades, mamá”. Sus hijos deben estar en alguna parte. No se los comió el camino. Se repiten entre ellas, para convencerse, para establecer un ritual hablado de la certidumbre: no se los comió el camino.
b.
Cualquier frontera es una herida. Aquello que conocemos como una línea que separa dos naciones se establece como un límite geopolítico a los ojos de quienes habitan en estos dos espacios. El límite también es un margen y una periferia de una cultura e identidad nacionales. La legitimación de una frontera se hace a través de un sistema simbólico, pues participa en la interpretación de determinados aspectos de la realidad y, a decir de Antonio Paoli, tiene una finalidad a partir de las nor-mas creadas por organizaciones sociales. La frontera es un espacio no hegemónico, habitado por lo que no es, por lo que está afuera y al mismo tiempo adentro.
Si retomamos la pregunta en torno a la cual gira el movimiento paulatino y continental de Gervitz en su libro Migraciones (“¿Y hacia dónde avanzo con el pie sobre el corazón?”), y la convertimos en una idea real, más cercana y apacible a los cuerpos, a nuestro cuerpo, a esta tierra, el avance y el desplazamiento de las líneas que conforman los mapas no serían más que pasos dolorosos, interrupciones del camino y de lo habitable.
¿Y hacia dónde avanzo con el pie sobre el corazón?
/ cuerpo / mapa > des (a) plaza - miento
c.
Desapareció hace dos años. Han pasado más de 700 días desde que La Madre dejó de saber de él. Le perdió la pista. Un día dejó de contestar las llamadas, de mandar dinero, dejó de decirle “mamacita santa, allá van unos dolaritos pa’ que termine de construir su casa, nuestra casa”. “Ya casi”, le decía, “pronto regreso”. Pero eso nunca sucedió. Como él, miles de hombres desaparecen al año cuando intentan cruzar la frontera de Guatemala con México. Si tienen suerte, llegan a la frontera de Estados Unidos, pero nunca se vuelve a saber de ellos. Sus madres los esperan desde casa, con las puertas abiertas, con las líneas de los teléfonos libres, por si algún día regresan, por si algún día llaman, por si.
c1. Sobre la distancia de rescate
Buscar las entrañas que parieron parece contradictorio. Hay cierta distancia permisible entre una madre y su hijo, y viceversa, una lejanía apenas perceptible entre un hijo y su madre, una “distancia de rescate”, como la llama Samanta Schweblin, en la que un hilo invisible, cuyo fin es unir dos cuerpos, se tensa cuando uno está demasiado alejado como para tener el tiempo de ir a rescatarlo.
Las madres de desaparecidos tienen este hilo tan ten-so que el dolor se intuye, como un zumbido persistente, en cada grito, en cada paso que dan, en todos los gritos que mencionan los nombres de sus hijos, seguidos de las preguntas ¿dónde estás?, ¿alguien te ha visto?, ¿a dónde te llevaron? O quizá el hilo se rompió en algún pun-to del recorrido, antes o después de irse, pero roto al fin; esto deja de intuirse y sólo se tiene como ánimo del desasosiego.
Éste es el universo que nos han hecho creer que está aislado, en el que sólo existe un camino, una sola vereda que tenemos que seguir, pero estamos aquí, habitándolo todo.
c2. Sobre la caravana de madres migrantes
Cada diciembre de todos los años, las madres de estos miles de desaparecidos trazan una ruta para tratar de conectar otra vez todos los posibles caminos en que pudieron haber desaparecido sus hijos. Una caravana de madres que se contrapone al aislamiento de dicho universo y establece el propio: viajar no como divertimento sino como una única solución, o más bien la única alternativa que les dejaron: no nos vamos a quedar sentadas; no habitamos aquí; nos movemos, siempre, sin refugio alguno.
El cartel que convoca a la Caravana de Madres Migrantes este año tiene una leyenda nueva: “4000 kilómetros de búsqueda, resistencia y esperanza…”, y describe los más de 60 puntos en los que se van a detener para buscar. 4 000 kilómetros recorren todos los años, de ida y vuelta, desde Ciudad Hidalgo, en Chiapas, pasando por Veracruz, Ciudad de México y Guadalajara, hasta Tenosique, en Tabasco, donde planean el regreso hacia Guatemala. Todas las madres cuyos hijos desaparecieron al intentar llegar a México o a Estados Unidos se convierten también en migrantes. La migración es un vaivén perenne.
d.
Los recorridos siempre nos han constituido como un magma continuo que se desliza volcán abajo, por encima, por debajo y a pesar de todo. La historia de las migraciones siempre se ha visto envuelta por una oscuridad que vacila entre intereses políticos y visibilizaciones a conveniencia. El acto de cruzar la línea punteada que separa imaginariamente a estos grandes titanes de tierra, esa que está atada a dos fuerzas únicas, no puede desdibujarse. Las personas huyen y se refugian porque este límite ya no les es suficiente.
La frontera se plantea como abstracta. Teóricos de la literatura fronteriza, como Homi Bhabha, se escinden de los límites geográficos para establecer un nuevo límite como metáfora conceptual, un tercer territorio en el que habitan las diásporas que viajan de un lado a otro. Aquellos que cruzan las fronteras, aquellos migrantes y refugiados, los hijos de aquéllos y de los que nacen y están por nacer ahí tendrían que ser habitantes de otro país distinto, no de éste ni de aquél:
1950 largas millas de herida abierta
dividen a un pueblo, una cultura
recorren todo mi cuerpo,
enterrando varillas cerca de mi carne
[...]
Éste es mi hogar
esta fina orilla de
alambre de púas.
Al mar lo abraza una fractura. Vivimos en una tierra quebrada a voluntad para establecer límites. Desde hace años hemos estado conformados por ellos, por quiebres y fracturas, por estos límites y muros y vallas que van surgiendo de entre las ideas de lo privado, pero la expansión, el viaje mismo, no depende de esto, más bien se advierte y, con cautela, cruzamos. De alguna forma u otra siempre estamos cruzando estos límites, como una revelación contra las líneas establecidas.
La frontera, cualquiera de ellas, podrá ser abstracta y vivir en el imaginario, pero su forma se hace presente cuando la mencionamos, cuando estamos frente a una reja; cuando, desde el sur, vemos los muros de concreto que se levantan sobre el río; cuando escuchamos la cifra de los 36 000 migrantes detenidos al año y la cantidad desconocida de aquellos que intentaron cruzar, pero que en algún punto del mapa desaparecieron.
e.
A muchas, los gobiernos de sus ciudades les han ofrecido ayuda para cubrir los gastos de un funeral simbólico para sus hijos. Un entierro sin cuerpo presente, a manera de ritual. La misma foto de su hijo que ahora le pesa sobre el cuello sería puesta sobre un ataúd vacío. Una foto que adopta el significado de bandera blanca: nos rendimos. Pero La Madre no cede. La ausencia, el espacio vacío, que deja una persona en el mundo no es más que un silencio prolongado.
Ellos dicen que sin cuerpo no hay delito. Yo les digo que sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible para este corazón.
Hay ciertos sonidos que permanecen alejados, distantes, como una amalgama de música que ya le pertenece al mundo: notas de que estamos aquí, presentes, envueltos en ellas. El silencio es, entonces, esta ausencia cuyo escozor se nos va impregnando desde un solo cuerpo hacia otros cuerpos que lo comparten: un cuerpo atribulado, funesto. Los nombres de quienes han desaparecido se aferran a su cuerpo.
Nombrar es un acto contestatario, sí; y arraigarnos al nombre del cuerpo es tomar una posición política frente al mundo. No quedarse callado. Enderezar la espalda y gritar sus nombres. Esta caravana que sale cada diciembre desde Sudamérica para buscar a sus hijos hace ruido a su paso, todas las madres les gritan a sus hijos: los estamos buscando. El dolor tiene un timbre particular que encierra estas voces en el Estado sin entrañas, que paraliza, como afirma Rivera Garza. Este timbre, “en su profundidad o desvarío, nos invita a visualizar una vida otra, en plena implicación con los otros”.
f.
Sara Ahmed afirma que las emociones también son políticas y delimitan cómo nos relacionamos y nos reproducimos en el espacio social. Es esta delimitación la que hace que un cuerpo se distinga del otro, que genere consecuencias y repercusiones. El cuerpo político como cuerpo liminal. Entonces, el cuerpo desaparecido es una culpa masiva, que arrasa de a poco y se va convirtiendo en una suma conjunta de cuerpos irreconocibles, una fosa común enorme que nos penetra, hondo, todos los días.
Desaparecer no es dejar de existir, es dejar un espacio vacío, una marca que deja de reflejarse a contraluz. Un espacio doloroso. Un espacio que abarca todos los espacios. Una sombra imperceptible.
g.
Dicen que apenas sonreía cuando le tomaban fotos, pero en sus paseos en bicicleta de los domingos se podía escuchar su risa a cinco calles de distancia. De veras, dice La Madre cuando le preguntan por la imagen del rostro de su hijo que lleva sobre el cuello. Durante la caravana, carga este peso que de cierta manera lo hace otra vez presente. Mi hijo sigue conmigo, lo sé, se repite a sí misma para tratar de alejarse de la incertidumbre. Las fotografías tienen un peso propio, se adaptan al significado y a la importancia de quien las toma, de quien las lleva siempre consigo. Llenamos álbumes con imágenes porque nos afianzamos a la convicción del recuerdo, a lo que fue y permanece.
Las fotografías de todos los desaparecidos son un recordatorio de la violencia y del dolor. Estas imágenes, testigos del camino recorrido, son también producto de la surrealidad que encierra los bordes de cualquier objeto, cualquier concepto que pueda definirse a partir de sus límites, pues ¿qué podría ser más surreal que una cosa que virtualmente se produce a sí misma con un esfuerzo mínimo?
La surrealidad de los carteles con fotografías de los desaparecidos se transforma en objetos melancólicos, pero también de resistencia. Todos los días estas imágenes se sostienen con lo que solían ser los cuerpos de los desaparecidos. Éstos se consolidan a partir de la ropa que llevaban puesta el último día que fueron vistos, los centímetros de estatura, el tono de la piel, el largo del cabello, el color de los ojos, la forma de las cejas, la ubicación exacta de cada una de las cicatrices y las manchas.
Somos definidos por el cuerpo que nos sostiene.
Estamos delimitados por los territorios y el desplazamiento que deviene de ellos. Nos asentamos en las pequeñas cosas, erigimos paredes y las llamamos hogar. Nos establecemos sobre un solo camino y lo llamamos paradero, nos apropiamos de un espacio determinado y abandonamos muchísimos más. Despojamos al otro de lo que le pertenece y nos lo apropiamos. Parece inevitable.
Habitamos anchura y amplitud bajo la determinación social de instalar fronteras y delimitar nuestro mundo personal, un mundillo privado, un cuerpo propio. Pero el cuerpo es arrebatable. La violencia se adueña de todos los cuerpos que abate, y la resistencia a este hecho es una respuesta que se ve lejana. Parece irreversible.
De cierta manera, somos las casas que habitamos, la raíz, las paredes cuarteadas, la humedad y las escaleras. Somos casas hombroconhombro, casas-comunidad.
h.
Existen palabras que son precipicios, con distintas latitudes y altitudes. Conjugamos romper en pasado, a través de la primera persona y la segunda persona, cuando llega el desasosiego y le sucede la separación. El verbo romper implica al menos dos partes: una disociación: pérdida del origen. Ahora lo que era son dos o más. Se rompe con un tajo, pero también lentamente, un dolor a punzadas largas que se van desvaneciendo y van surgiendo de entre la hendidura.
Somos lo que deshabita desde la memoria. Tropel. Estampida. Inmersión. Diáspora. Un agujero en el bolsillo. Un fantasma que se niega a abandonarte. Nosotros somos esa invasión. Un cuerpo hecho de murmullos. Un cuerpo que no aparece, que nadie quiere nombrar.
Usamos romper pero no otras palabras como cortar, por ejemplo, porque el cporte casi nsiempre es fino: decimos que cortamos algo pequeño, liviano, fácil de atravesar y dividir, pero rompemos las piedras y los huesos, lo que no se mantiene, se rompen la calma y el silencio. Las palabras precipicios señalan con el dedo, apuntan y hienden. Rompí, rompiste, rompimos. Pero aquello espeso, más denso y brumoso, casi como alquitranándose, se quiebra. Todos estos cuerpos irreconocibles e inencontrables están quebrados. Los cuerpos que buscan están quebrados. Nos están quebrando. .
El quiebre es hondo, desestabiliza la estructura y la convierte en otra cosa, restos de lo que solía ser. Decimos corte, ruptura: desestabilización. Rompedura y rotura. Pero el quiebre, perpetuamente, es más profundo. Estamos quebradas, repiten desde la caravana, un conjunto de búsqueda y esperanza, de recorridos y caminatas, de pasos que grabarán 40000 kilómetros sobre el suelo. Quebradas y hechas pedazos, pero seguimos avanzando. ¿Es esto lo que queda de los nuestros?
N. de la A. En orden de aparición, los fragmentos en tipografía menor son citas de Gloria Gervitz (Migraciones, 2000), Gloria Anzaldúa (Borderlands/La Frontera, 1978) y Sara Uribe (Antígona González, 2012).