Movimiento / No. 217

La cancha de los tontos


Es enero. Ramón lleva puestos sus nuevos patines y está boca abajo, embarrado sobre el suelo. Tiene varios raspones en las palmas de las manos y otro en la mejilla. A su alrededor, niños de cachetes rojos, barrigas redondas, labios gordos y lentes —iguales a él— se deslizan en sus patines como si carecieran de columna vertebral y el equilibrio fuera su peor enemigo. Ramón no se mueve un centímetro y nadie viene a ayudarlo. En la cancha de los tontos cada quien está lidiando con sus pies y su torpeza. Si hubiera caído boca arriba al menos podría mirar las nubes picadas en forma de ovejitas.

Su problema, piensa, fue no saber frenar, porque la velocidad siempre la tuvo muy clara. De reojo mira a un gusano negro arrastrándose, escapando de ser aplastado; más allá, en la otra cancha, alcanza a ver a Emilio patinando con destreza. Minutos atrás, Ramón le robó un beso, pero él le correspondió con un puñetazo en el ojo, golpe que lo dejó en la posición en la que se encuentra ahora. No está enojado con él, si acaso experimenta un sentimiento cercano a la vergüenza y al rechazo.

Días antes, Emilio llegó a su casa para mostrarle los nuevos trucos que había aprendido con sus patines. Ramón lo llevó a su patio y Emilio comenzó a dar vueltas en círculos, el piso era una sartén caliente y él la mantequilla. Colocó varios obstáculos que su amigo resolvió con destreza. Ramón ponía atención a la fuerza del cuerpo de Emilio, a sus rodillas levemente inclinadas para adquirir velocidad. Le gustaban su estómago plano, su cuello largo y sus brazos delgados, pero musculosos. Mientras observaba, una cosquilla le nacía de la nuca, caminaba hasta sus pezones y caía sobre su cuerpo como lluvia tibia. Seguía sus movimientos con placer, era similar a leer una partitura, sus piernas se ampliaban y cerraban en un desliz, la cadera marcaba el compás. Emilio se quitó los patines y se los prestó. Ambos calzaban del mismo número y no era lo único que tenían en común. Los patines estaban calientes. Ellos también. Ramón se tambaleaba y Emilio extendió sus brazos para que se apoyara. Dieron varias vueltas, Emilio hizo ademanes para mostrarle cómo debía avanzar, entrelazaron los dedos de sus manos. Lo jaló y comenzó a bailar con él para asustarlo. Ramón intentó zafarse porque le sudaban las manos y le daba pena. Entonces Emilio lo empujó, “¡Vas, vuela!”, dijo, y le dio instrucciones para que frenara, pero lo que Ramón quería eran instrucciones para no excitarse demasiado. Se estrelló contra la pared, fue un milagro que sus lentes no se rompieran. Emilio corrió hasta él, le preguntó si estaba bien y lo ayudó a levantarse. Puso sus tenis en la punta de los patines para que le sirvieran de apoyo. Ramón se levantó, Emilio lo tomó por la cintura y acercó sus labios a los de Ramón un par de veces. Se quedaron en silencio por un rato. Cuando los Reyes te traigan tus patines te llevo a la pista conmigo, aunque vas a tener que practicar en la cancha de los tontos hasta que aprendas. ¿Por qué se llama así? Porque ahí están los niños chiquitos y los que no saben.

Ahí terminó el recuerdo que hizo flotar a Ramón por tres semanas. Ahora ha logrado incorporarse y recoge con la hoja de un árbol el cadáver del gusano arrollado. Camina hacia los baños y lo tira en el bote de basura. Voltea hacia los demás chicos que lucen tan libres y felices con sus cuerpos. Le gustaría hablar con Emilio, pero el otro no ha volteado la mirada ni una sola vez, o si lo hizo fue por un segundo. Ramón se quita los patines y se lava los raspones en el baño. Ya en la salida, Emilio grita su nombre y lo alcanza en dos segundos, jadea. Perdón por haberte golpeado, es que llegó mi mamá y pensé que nos había visto, ¿me perdonas?