Movimiento / No. 217

Micro


Al día siguiente no amaneció. El alumbrado público se apagó a la hora programada, pero las calles seguían tan oscuras como a medianoche. Sin inmutarse, los mexiquenses abordaron el microbús con sus dos carteras listas: la que contenía el dinero del día y la que guardaba 50 pesos por si acaso. Subió la señora que nunca salía a la calle sin su mandil puesto, como si se tratara del uniforme institucional de las Señoras del Estado de México S.A. de C.V.; subió el estudiante cuyos audífonos, permanentemente en sus oídos, indicaban que los valoraba como cualquier otro órgano de su cuerpo; subió el señor de ropa salpicada de pintura que debía madrugar para que no le agarrase el sol a mitad de la obra; subió la chica que aprovechaba los 45 minutos de trayecto para maquillarse con pulso de cirujana. Existía entre todos una tácita familiaridad, pues se habían visto en varias ocasiones dentro de otros microbuses. Aquél era el arquetípico: las Guadalupes, los Looney Tunes, el crucifijo debajo del espejo retrovisor y los carteles fosforescentes de los destinos: “Cruz Roja, Los Remedios, San Bartolo, Metro Toreo”. No se sabía si el chofer era un avejentado adolescente o un señor rejuvenecido que sólo podía pronunciar “seríantanamablesderecorrersehaciaatrásporfavorgracias” cada cinco minutos. Su chalán pregonaba el paso del microbús: “¡SÚBALESÚBALEHAYLUGARES!”, confiado de que en un espacio de tres centímetros cúbicos cupieran al menos dos personas. Aunado a los gritos, los pasajeros eran mecidos con el arrorró del “tum-patumpa” del reggaetón, o con los versos de alguna salsa, como aquellos que rezaban: “No tiene talento, pero es muy buenamoza/ Tiene buen cuerpo y es otra cosa”.

Las emociones de los pasajeros se alternaban en dos facetas: el casi imperceptible barrido de ojos cuando un vendedor subía a ofrecer sus chocolatitos, “a uno por tres pesitos, a dos por cinco, chécalos chécalos sin compromiso”, y el ceño fruncido como mecanismo de defensa natural mexiquense. Así era el ánimo de las peregrinaciones diarias hacia la Ciudad de México: consolidaba al microbús como una iglesia ambulante, pues los ahí congregados practicaban la caridad con los inmigrantes que llegaban a subirse para pedir limosna, y se encomendaban a Dios para salir ilesos de los arrancones del chofer, quien, Dios lo bendiga, los conducía hacia sus destinos como un pastor.

El microbús llegó a Cuatro Caminos. Pero el sol no. Eran las ocho de la mañana con 40 minutos cuando los microbuses se aglomeraron en los accesos. Diez pasajeros que no habían alcanzado asiento durante el viaje se bajaron para unirse a la turba que exigía su entrada al metro, impedida por una comitiva policial que acataba órdenes superiores. Los pasajeros restantes, decididos a permanecer adentro, se extrañaron al notar que el chofer no los apremió a bajarse, sino que retrocedió para dirigirse a Ingenieros Militares y llegar a la otra estación más cercana, con la esperanza de que quizás ahí ya hubiera salido el sol. Nueve de la mañana con 30 minutos. El microbús llegó a la siguiente estación, pero la noche insistía. El chofer apagó la música. El chalán se cuestionó el sentido de su vida. Un microbús silencioso era un concepto incognoscible para todos. No tardaron en reparar en la ausencia de señal y, por ende, en la inutilidad de los teléfonos celulares. Diez y media de… ¿la mañana? El señor de vestimenta salpicada de pintura dijo que tal vez a los de allá arriba tampoco les alcanzó para pagar la luz. Sólo consiguió risas de cortesía. El chofer les preguntó a todos hacia dónde iban. “A Tacuba”; “A Balderas”; “A Xochimilco, ya valí verga”. “No hay pedo, no hay pedo”, dijo el chofer, “orita buscamos una estación que sí esté abierta”. Nadie propuso una mejor idea. La micro emprendió una lenta y cautelosa marcha hacia el horizonte.

El viento frío de las mañanas se recrudeció en aquella noche larga. El chofer encendió la radio y buscó alguna voz informativa, pero todas las emisoras habían sido abandonadas al desamparo de la estática; decidió dejarla en volumen bajo para que simulara el efecto reconfortante de una fogata. De igual manera, encendió las luces fluorescentes del interior de la micro. Se consideraron afortunados, pues afuera eran contados los edificios que aún tenían electricidad. Las personas se desplazaban de un lado a otro corriendo, como ratas saliendo de escondrijos. Las patrullas arrojaban sus luces sobre las casas en penumbra, y los policías no permitieron que los niños, enfundados en sus chamarras, jugaran fútbol en las calles desiertas, una vez enterados de la suspensión de clases. Los empleados de los OXXO y de otros establecimientos que sí tenían luz, al ver que todavía no finalizaba el turno de noche, permanecieron en casa, abandonando así a sus compañeros que seguían cobrando incansable y heroicamente a las decenas de consumidores que se proveían de víveres para resguardarse. En algunas colonias donde aún había luz, los vecinos se organizaron para instalar sistemas de alumbrado, así como contactos gratuitos para todo aquel que quisiese saciar su sed lumínica. A las 12, ciertas zonas se transportaron a una época decembrina, pues ninguna luz era menospreciada, y las casas se vieron envueltas en series de luces navideñas que combinaban con el frío imperante. Pronto, los pasajeros se percataron de que, en los barrios bajos donde el microbús tomaba atajo para evitar los congestionamientos de las amplias avenidas, los locales estaban abiertos. Tiendas, farmacias, casas de empeño, carnicerías, tlapalerías, veterinarias y hasta estéticas operaban con veladoras si era necesario. Los negocios más exitosos en ese momento eran las panaderías, y pronto hubo una escasez de bolillos en la ciudad.

Desde antes del “mediodía” se convencieron de que no habría ninguna estación del metro abierta; y aunque alguna lo estuviese, nadie se habría atrevido a descender de la micro, pues sabían que, una vez soltados en la oscuridad, no verían ni sus propios pasos. Un señor de traje y corbata conjeturó una conspiración secreta, la señora de mandil le suplicó al chofer que regresaran a Naucalpan, el chico de audífonos propuso dar vueltas y esperar hasta que amaneciese o se acabase la gasolina. Los pasajeros analizaban propuestas de acción hasta que los disparos saltaron sobre la oscuridad. A gritos exigieron que el chofer apagara las luces de la micro. El oído de los pasajeros estaba entrenado para detectar balaceras a distancia tras vidas enteras en Naucalpan. Decidieron, no sin desacuerdos, que había que seguir. No importaba adónde, pero seguir.

Los celulares marcaban las dos de la tarde, pero ya nadie reparaba en ellos. Desde sus asientos, se limitaban a mirar los contornos perceptibles de la realidad. No estaban seguros de si los cuerpos acostados alrededor del reloj floral de Parque Hundido eran cadáveres o personas a las que sólo les quedaba la voluntad suficiente para acostarse en el suelo y nada más. Tras haber avanzado un kilómetro, notaron que los acostados en medio de las aceras y a mitad de las calles eran tan comunes y fácilmente susceptibles de pisar como heces de perros callejeros. El chofer esquivó bruscamente a varias de estas personas, pues no les quería dar el gusto de atropellarlas; aunque quizás, en esa noche, no hubiese ninguna consecuencia jurídica ni moral. También esquivó otros automóviles que aceleraban “hechos la chingada”, como diría la señora del mandil en su ataque de nervios, que sólo empeoró cuando una camioneta en llamas pasó al lado como un asteroide. Los incendios también eran comunes. Mientras el microbús pasaba frente a las casas en llamas, la iluminada realidad era insoportable a la vista. Podían escuchar los gritos de ayuda, pero los pasajeros prefirieron alzar la mirada y contemplar el cielo desintoxicado de luz artificial, y los millares de estrellas y galaxias que por primera vez en sus vidas observaban.

En aras de asegurar la supervivencia, el chofer concibió un plan basado en la aparente nueva lógica del mundo. Una sencilla estrategia: evitar las avenidas y avanzar sólo por las calles estrechas de las colonias populares donde prevalecía la normalidad, al menos en apariencia. Se supo que su hipótesis era correcta cuando, tras dos horas, llegaron a Santa Martha Acatitla, donde descubrieron locales abiertos, así como flujo de taxis y gente sentada en las aceras, esperando la salida del sol con una caguama en la mano. Cuando se adentraron hasta La Paz, los mexiquenses se alegraron como nunca de que su estado, inabarcable, los abrazara de vuelta. Pero las esperanzas se mermaron pronto al descubrir rapiñas en los supermercados, incendios cuya distancia entre sí era menor que en las colonias privadas, así como sangre fresca en los cuerpos acostados en las aceras. La chica soltó silenciosas lágrimas. La señora le tomó la mano y oró por ella con la mirada fija en el cielo. El chofer detuvo la marcha antes de que el tanque se vaciara en una zona peligrosa. Decidió estacionar la micro en una cancha de fútbol rodeada de casas en obra negra. Cuando apagó el motor, el silencio y la oscuridad eran tan definitivos que creyeron estar muertos.

Eran las cinco de la tarde en los relojes cuando el sol encandiló la Tierra. Un ratero interrumpió su robo, una señora escupió el veneno para ratas, un vendedor de tamales entregó mal el cambio, el empleado de un OXXO sufrió un ataque cardíaco debido al estrés laboral, y los niños, que jugaban fútbol aunque estuviese prohibido, decidieron tomar un descanso para contemplar el amanecer más visto de la historia. Algunos pasajeros vitorearon eufóricos. Otros sólo lloraron más fuerte. En el exterior, las personas salieron de sus escondites para bañarse de luz. Alzaron los brazos al aire, se arrodillaron, se santiguaron, se secaron las lágrimas, escucharon “Buenos días señor sol” de Juan Gabriel, bebieron las caguamas que quedaban y se volvieron a meter a su casa. Los padres de las iglesias y los bomberos no se daban abasto, y las ambulancias, las patrullas policiales y las camionetas blindadas que recogerían los cadáveres activaron sus sirenas al unísono para despejar los caminos y llegar antes que los periodistas. Con el combustible restante, el chofer reanudó la marcha de la micro y se integró a una larga fila que llevaba a una gasolinera.

Después de la euforia, los pasajeros regresaron al silencio. Sólo dos se animaron a bajar; entre ellos el chalán, quien durante el trayecto se había mantenido al margen y ahora le urgía volver al soleado movimiento citadino, aunque esto significara abandonar a su compañero. Los demás se sentían confiados de que podían quedarse en el microbús al menos un rato más para teorizar sobre el retraso cósmico, pero volvieron a callarse cuando el chofer comenzó a contar el cambio que había en el portamonedas. Cuando llegó el turno para recargar gasolina, todos los pasajeros se levantaron a la vez e impidieron que el chofer sacara un solo peso de su bolsillo, aunque eso significara que sus billeteras y monederos se vaciaran.

Los pasajeros volvieron a sentarse y la micro emprendió el retorno a Naucalpan. Atravesar la Ciudad de México bajo el sol también tenía sus dificultades, como el tráfico, el calor y el sempiterno olor a gasolina en el aire. El sol permaneció arriba un rato más hasta que obedeció al orden natural del tiempo y volvió a caer. El gradual anochecer no llegó acompañado de balaceras ni crisis nerviosas, sino de bostezos. El microbús se confundió junto con las decenas de microbuses que también estaban atorados en el tráfico de Periférico, y el letrero “Bienvenidos al Estado de México” era aún distinguible en las sombras. De vuelta a la ruta normal, los pasajeros le dieron gracias al chofer, descendieron sin titubeos y aceptaron su regreso a la oscuridad.