Juego / No. 219
La fiesta de Gonzalo
Gonzalo es una niña taciturna, distraída, parece absorta, juega dentro de casa, invariablemente entre paredes. Le gusta observar las abejas en su jardín; ya varias veces le han advertido que las abejas pueden lastimarla, que su hálito de vida, que su impulso vital, es tan fuerte que no dudarán en picarla si se sienten amenazadas por sus pequeñas manos. Gonzalo no hace caso, va a donde quiere dentro de las paredes de su jardín. Las alimenta con sus propias manos.
Ese día por la tarde, Gonzalo interrumpió sus juegos para romper la piñata; la llamaron, le dieron dos vueltas. “Dale, dale, dale, no pierdas el tino. Porque si lo pierdes, pierdes el camino. Dale, dale, dale. Dale y no le dio. Quítenle la venda porque sigo yo”, cantaban sus amigos. Gonzalo sujetó el palo, atestó el primero, el segundo, el tercer golpe, la piñata cayó al suelo, rodó, la cabeza del oso amarillo se partió en dos, se oyó un estruendo, los muros se desmoronaron, el oso emitió un relámpago que absorbió sus piernas, Gonzalo cayó en un tránsito de luces fulgurantes mientras del otro lado le gritaban “¡Gabriela!”, pero Gonzalo, debajo de un cielo encapotado de carmín, era ya un látigo, una ráfaga, tenía pequeñas patas, su espalda anillada le daba la sensación de ser un torbellino; con sus alas era un volcán, un rayo, un palo que atesta fuertemente.
Del otro lado, los invitados sólo escucharon carcajadas.