Bestias / No. 220
Nonato y anónimo
—¡Ha nacido el mesías! —salió gritando la partera mientras corría por una calle estrecha donde los ecos se esparcían con facilidad.
Conforme llegaba el anuncio se abrían las ventanas en cada vivienda, había nacido el mesías y todo el pueblo tenía que enterarse. En cuanto la noticia tocaba a las escuelas se empujaban los portones y salía un cúmulo de uniformados ruidosos. Los campanarios resonaban, los pocos automóviles que transitaban hacían el mayor escándalo posible. Estallaban los fuegos artificiales, la música, las lágrimas de devotos en la capilla. Desde un altavoz colocado en lo alto de la casa municipal, una voz aguda anunciaba la noticia y la repetía sin pausas. Todo mundo se dirigió al hogar del alumbramiento. Las personas que tomaron la delantera competían para pedir la placenta, confiados en que la ingesta del órgano curaría la enfermedad terminal de sus familiares o amigos. A paso lento se acercaba una peregrinación sobresaliente en rezos y cánticos. Los ganaderos y agricultores se apresuraron a preparar sus productos para ofrecerlos a los padres del recién nacido; arrancaban el trigo y el maíz, los corrales se volvieron un repentino matadero. Reinaba la conmoción en la gente incontrolable; cantos, explosiones y gritos eran la unísona voz del pueblo.
La madre, exhausta, dormía con el recién nacido en sus brazos. Sólo el padre miraba sigiloso por la ventana, sorprendido por el recibimiento de la gente. De entre la maleza de voces que llegaba a sus oídos, lo más distinguible era la petición de salir y presentar al salvador. Pero la gente no sabía que el pequeño necesitaba descanso y el mesías no sabía que ellos estaban de fiesta, mucho menos que él mismo era la causa. Alguien debía detener el escándalo, mandar a todos a sus respectivos lugares porque la euforia no haría más que generar molestias. Es cuando apareció, de entre el tumulto, un hombre de autoridad alzando su voz ronca para exigir calma.
—¡Todo mundo tiene que irse, recordemos que nuestro mesías aún es un niñito; yo no sé de las urgencias de cada uno, pero al igual que ustedes he estado esperando este momento; él ha llegado, nada nos cuesta esperar un poco más!
El alboroto disminuyó hasta ser un murmullo en cada domicilio. De vez en cuando, algún desesperado llegaba a tocar la puerta pidiendo conocer al hijo de Dios y era la partera quien se encargaba, con pocos modales, de ahuyentarlo. Nadie, ni el gobernador de la comunidad ni los poderosos traficantes de opio y alcohol, tenía todavía el derecho a verlo.
Mario, con entusiasmo, veía el dormitar de su hijo, aún sin nombre, y de Josa, su mujer. La partera, como un perro, estaba sentada frente a la puerta, aguardando el intento de algún impaciente para salir a ladrar el discurso que ya sabía de memoria por tanto repetirlo.
—¡La impaciencia es pecado, lárguense de aquí o les juro que lo último que harán será conocer a nuestro salvador!
Los intranquilos pedían perdón o se iban en completo silencio, hasta que hubo uno que demandó algo preciso:
—¡Al menos dígannos cómo se va a llamar, necesitamos su nombre para encomendarnos a él cada día y noche!
Por primera vez en varias horas la partera dejó su posición para ir con los padres. ¿Cómo se llamará este niño milagroso? Incluso ella necesitaba saberlo porque decir Jesús en cada canto y rezo podría ser una herejía, en caso de que el nombre resultara ser otro.
Se trataba de una nueva era. Después de la pandemia no quedó más que un censo de 593 en una pequeña comunidad latinoamericana. La fortuna de que los sobrevivientes fueran en su mayoría adultos hizo sustentable la producción de alimentos e impidió una pausa en la educación y sistemas del orden social. A pesar del sentimiento decadente en cada individuo y del desahucio acrecentándose cada amanecer, la promesa tallada sobre un viejo árbol elevó el optimismo. La profecía anunciaba fecha y hora exactas, incluso las iniciales de quienes serían los padres: M y J. Resultaría difícil que entre tantos hombres y mujeres con un nombre iniciado por las consonantes mencionadas se encontrara a los elegidos, pero fue más fácil de lo esperado. De todos los habitantes sólo había unos 80 matrimonios, y de esos, Mario y Josa parecían los elegidos. Cuando Josa reveló estar encinta, la partera, obsesionada con la promesa divina, hizo los cálculos necesarios para concluir que el parto tenía grandes probabilidades de ocurrir en la fecha señalada. Y así fue, el vástago salió del vientre un miércoles y soltó el primer berrido justo a las 11:30, la hora y el día tallados en el árbol.
Clavaron en la puerta un cartel que decía lo siguiente: "Será Lucio, como el padre de Mario, el nombre del mesías. Haga sus oraciones y dé las gracias con este nombre. P. D. Pronto lo mostraremos a toda la gente y se permitirán visitas". Se satisfizo la petición, pero los fieles necesitaban más; ahora requerían una imagen. Mario sugirió a Josa que mostraran al primogénito, andando con él, silenciosamente, entre las calles, sin anunciarlo a bombo y platillo, pero ella se negó alegando que aún no era tiempo, que necesitaba de unos meses para sentirse segura, pues temía que alguien le arrebatara a su hijo. Mario adoptó la postura de Josa y no le quedó más que sacar la cabeza por la ventana y responder a los impacientes, esos pocos que esperaban sentados fuera de la casa.
—¡Josa teme por la seguridad de nuestro hijo, por favor entiéndanlo, necesitamos más tiempo; por ahora tienen el nombre, que es Lucio, y respecto a un símbolo o una imagen, creo que podremos seguir adorando la cruz!
No hubo oposición, al fin eran palabras del padre biológico, tal vez influido por consejos celestiales. El pueblo reaccionó inusualmente a la inseguridad que tenían los padres sobre el niño salvador. En menos de una semana un ambiente de paz había llegado a los habitantes; la amabilidad y la cortesía imperaban como nunca. Cada persona tenía en mente la idea de ofrecer un paraíso apto para Lucio. Una utopía, el resultado de los actos premeditados en los hombres con la finalidad de tener un mundo amable para el salvador.
No lo crucificarían; en cambio, estarían al tanto de que Lucio permaneciera vivo la mayor cantidad de años posible. Ése era el único pensamiento de la gente, no querían cometer los mismos errores que los judíos cuando el hijo de Dios se había encarnado en otras tierras y en otra época. Todo era optimismo y armonía, resultado de la llegada del salvador, a pesar de los malos cultivos, la flaqueza del ganado, el pésimo clima que andaba entre días secos y otros lluviosos. Si bien algunos factores no ayudaban a la construcción del mundo semidivino, el pensamiento colectivo sostenía el optimismo extremo. Mario y Josa no tardaron en notar el comportamiento del pueblo, todo por la presentación pública de Lucio y el futuro bienestar de la humanidad. Fue cuando Mario decidió llevar un mensaje a la casa municipal y, haciendo uso del altavoz, pronunció las palabras que todos ansiaban:
—¡Mañana, cuatro de la tarde, desde el palco de esta casa municipal, será presentado el hijo de Dios!
Al frente los más ancianos y los enfermos, los niños atrás de ellos, les seguían los más devotos y al final el pueblo llano. No hubo disturbios como aquel día del alumbramiento, sólo los cánticos de alabanza con el "Lucio" incrustado a fuerza donde había un "Jesucristo". Cada persona, inclinada como las ovejas de yeso que solían usarse en la representación del primer nacimiento, alzaba la cabeza hacia el palco donde, en pocos minutos, saldría el aclamado niño Dios. Hubo una pausa en respiraciones y cierta agitación del público cuando una silueta se dibujó tras las cortinas del palco, hasta que la figura se esclareció. Sólo era la partera, saliendo lentamente y postrándose tímida ante la multitud.
—¡Ha ocurrido un milagro; como saben, nuestro mesías apenas tiene unos meses de edad, pero ya puede hablar; hace un momento dijo: "Mamá, papá, quiero ir a verlos"!
Renació el escándalo y los desmayos se presentaron antes de que saliera Lucio porque nadie deseaba que la inconsciencia los privara del placer de conocer al mesías. El mundo coreaba las dos sílabas del pequeño. Daban las 4:15 de la tarde y ahora se formaban, en las cortinas, las inconfundibles siluetas de Mario y Josa cargando a un bebé.
Aplausos, gritos, canciones y llantos hacían un coctel auditivo que daba la sensación de haber salido del infierno. La escena se complementaba grotescamente con los gestos en cada individuo, formando una masa vasta en ojos y bocas. Los padres observaron asqueados una sola forma de carne, se sintieron encima de un demonio encarnado. Josa, horrorizada, dio un paso atrás, pretendiendo salir a esconderse con su hijo. Mario vio de reojo el movimiento de su esposa y pensó en lo mismo: huir. Pero una risilla de Lucio venció las intenciones de sus padres. Mario, sin pensarlo dos veces, cargó a su hijo y lo alzó como si fuera un trofeo. Otra vez los gritos y la excitación del público tuvieron que ser aplastados por la voz ronca de aquel hombre de autoridad:
—¡Basta, yo haré las preguntas; si alguien quiere dirigirle la palabra, viene y me lo susurra al oído; entonces se lo haré saber con esta garganta mía, recordemos que es un pequeñito!
Mario elevó más a Lucio, como un gesto amable que indicaba la entrega de su hijo al pueblo. Entonces, todos en silencio.
—No preguntaremos ahora, Lucio. Que tus primeras palabras sean todas tu voluntad.
—Tengo hambre y sed.
—Mesías, redentor, pronto saciaremos tus necesidades humanas, sólo dinos las palabras de esperanza que tanto necesitamos.
—Yo tengo una pregunta —dijo Lucio con una sonrisa desdentada.
—Lo que usted pida, señor.
—¿Por qué me llaman mesías y por qué tanto escándalo?
—Porque usted es nuestro salvador, el hijo de Dios.
—Se están equivocando, ése era mi hermano, venía conmigo. Yo soy el otro.
El bullicio inició como un bostezo enorme. Josa y Mario, que cargaba con los brazos temblorosos al niño, voltearon, despavoridos, a ver a Lucio, que mostraba su gran sonrisa al público horrorizado. Volvió el silencio, uno decepcionante y triste, y el hombre de la voz ronca aprovechó para hacer la única y última pregunta, pero esta vez su garganta, en vez de sonar imperiosa y estridente, fue un eco desahuciado.
—Si usted no es el mesías y dice que lo acompañaba, ¿por qué no nació con usted?
Antes de responder, Lucio soltó una breve carcajada; luego sonrió, otra vez mostrando la ausencia de dientes.
—Me lo comí. Ya saben, en el vientre no hay mucho espacio y a él le daba por moverse y estirarse demasiado.
No hay palabras exactas para explicar el terror desatado tras escuchar las declaraciones de Lucio. El pueblo se fue contra el mal hermano. Josa y Mario, a pesar de conocer la gravedad del asunto, optaron por protegerlo; al final, se trataba de su hijo. Pero la consternación en la gente era tal que, en vez de prender la hoguera, afilar la guillotina o preparar la horca, sólo optaron por desterrar a Lucio y su familia.
Asomándose por las ventanas cada noche calurosa, caminando con la cabeza baja y aprisa al pasar por la casa donde se dio a luz, con rezos que apenas llegaban a susurros en la iglesia, el pueblo se quedó esperando su extinción. Al menos, para consolarse, obtuvieron un nuevo símbolo, el de su salvador nonato y sin nombre. Tras la escasez de los días, la humanidad desapareció adorando la imagen de un feto tragándose a otro.