Bestias / No. 220
Satélites
A ti, la dama. La audaz melancolía...
Jean-Claude Lauzon, Léolo
Jean-Claude Lauzon, Léolo
Ha pasado una semana desde nuestro último viaje anual. Nosotros también vamos a la playa, aunque cuando nadie más lo hace. Papá siempre ha dicho que las vacaciones se disfrutan mejor así, únicamente con nuestra compañía, y nos tiene prohibido hablar entre nosotros. En algún punto dejé de pedir explicaciones; ahora las deduzco, aunque sólo sean coherentes para mí. Darle sentido a la realidad tal como la conozco es suficiente, sin importar cuántas veces ha sido rescatada ni de dónde o por quién.
Cada vez que regresamos, encuentro un nuevo astro en alguna de las constelaciones que identifico tan bien; me obligo a transformar la aflicción en un nuevo resplandor eterno, igual de desolado y distante.
Mis padres me mostraron, desde pequeño, la necesidad egoísta de adueñarse y controlar la existencia hasta del más ínfimo ser vivo. Pero olvidaron lo esencial: no es suficiente con poseerla, hay que conservarla. Y esto lo entendí porque éramos los únicos que cambiaban de mascota cada año. Es un acontecimiento ligado a nuestros viajes desde que tengo memoria, pues siempre llevamos al perro en turno. No supe, sino hasta mucho después, por qué regresábamos con una cadena inútil y un collar vacío.
Papá es alguien que se define a sí mismo como “aferrado a su pasado”. Esas palabras tienen un significado que nunca entenderé por completo. Esperó a que mi hermano y yo cumpliéramos diez y nueve años para platicar de su singular costumbre con nosotros; quería explicarnos a detalle una de sus principales responsabilidades.
Nos contó que su mundo cambió por completo algún domingo de un remoto noviembre, cuando el satélite Sputnik 2 fue puesto en órbita. La noticia se divulgó ampliamente. La particularidad del satélite era que llevaba a bordo a Laika, una perra mestiza de tres años de edad. A las cinco horas del despegue, dejó de ladrar y emitir signos vitales. Se especuló que su muerte fue ocasionada por falta de oxígeno o eutanasia. La nave rusa se desintegró en cuanto llegó a la atmósfera terrestre, luego de cuatro meses de haber despegado. Papá fue testigo del viaje sin retorno y sólo imaginó su desaparición en la adversa inmensidad.
Desde la confesión, ésa se convirtió en nuestra historia para dormir; en las siguientes noches ya no hubo cuentos, mentiras, ficción ni monstruos en el armario o debajo de la cama. Le profesaba a ese fantasma un amor tal que parecía que se la habían arrebatado de sus propios brazos para nunca devolverla, como si hubiera sido un acto premeditado y lleno de saña con la única finalidad de destrozarle la vida. Le extirparon una parte del corazón y otra de cordura. Ahora comprendo que su trastorno se propaga a todo lo que entra en contacto con él.
Nos ha contado infinidad de veces cómo, luego de esa profunda y remota pérdida, tomó al perro de la familia y se dirigió al único lugar ilimitado al que podía llegar: el océano. Rentó una embarcación pequeña y aguardó a que anocheciera, pues debía recrear el ambiente lo mejor posible. Cerca de la medianoche, remó hasta agotar sus fuerzas y después lanzó al perro al agua; se alejó a toda prisa, tras gritarle que buscara a Laika. A pesar de la semioscuridad y de su terror por el negro líquido, el papel del can como Caronte fue impecable. Ese enviado era un destello, una mínima esperanza de redención.
En cada aniversario de la cosmonauta ha repetido la misma ceremonia con exactitud, sumándonos como cómplices y testigos mudos. Se ha dedicado a adoptar perros callejeros sin importar su sexo o edad, los alimenta y cuida durante un año entero, y cada 3 de noviembre realizamos el viaje de liberación en el que los perros se convierten en emisarios. Por nuestro voto de silencio en esas travesías, he comprendido que el mejor compañero de la nostalgia es el mutismo.
Papá conoció después a mamá, quien comprendió sus motivos y contribuyó a la causa. El rito se sofisticó un poco: compraban pequeñas balsas de madera, colocaban al perro en ellas y le dejaban comida para algunos días.
A los tres años llegó mi hermano, y casi dos más tarde aparecí yo. Formamos un grupo de rescate, menguado hace unos días y que hasta el momento no ha logrado recuperar nada, pero que cada año regala meses de afecto y felicidad. Y eso, por lo pronto, es suficiente.
A pesar de no conservarlos, la relación que tiene papá con ellos demuestra algo más que un simple interés por disponer de su presencia para su beneficio personal: descubre sus gustos y les brinda comodidades y la felicidad que quizá jamás encontrarían. Conversa con ellos, e incluso lo escuché decirle a uno en particular que al mirar sus ojos hallaba la simpatía y el cariño que nunca encontró de forma tan sincera en ningún ser humano, incluida su esposa, con quien tenía ensayado un juego mordaz de miradas furtivas acompañadas de frases condescendientes.
El peso de las vidas tomadas es cada vez más opresivo. Ninguno ha regresado nunca, ni solo ni acompañado. Ninguno ha encontrado a Laika. Hemos pensado que, al ver en blanco y negro, no logran distinguirla entre los otros viajeros, o quizá perciben a todos como entes, como manchas idénticas que les demuestran afecto o aversión, que los atemorizan o reconfortan. Su única opción sería huir, cerrar los ojos hasta que las espantosas visiones desaparezcan. Aunque es difícil escapar cuando el propio abismo decide la velocidad de la fuga y puede ser tan insolente que no los transporte ni un metro durante horas, y eso es más abrumador que la eternidad, que el amenazante líquido.
Papá confía en la seguridad de la nada, en una unión que no se puede romper porque no existe. Ve en ellos el agradecimiento, el cariño que puede surgir de una repentina y arriesgada amistad de la que sólo una parte saldrá a salvo.
Las hembras son su debilidad y hubo una en específico, con las patas traseras paralizadas, que lo mantenía fascinado durante horas. Ella se arrastraba con lentitud en círculos por el jardín posterior, y solían compartir bocadillos por turnos. Al llegar la fecha acordada, lo miró alejarse con resignación desde su ridículo y perverso navío, como si supiera que eso era todo y que el mundo humano le había ofrecido demasiado. No ladró ni aulló, como la mayoría. Simplemente se recostó y bajó la cabeza.
He comprendido que un perro obedece siempre ignorando los riesgos. Su misión es servir a su dueño, por más infame que éste sea, y es noble y cariñoso porque es la única forma de mantener un equilibrio entre ambos mundos. No juzgan, no aconsejan, mucho menos tratan de comprender. Escuchan y miran; ofrecen su presencia muda como generosa ofrenda.
Mamá me enseñó a dejarlos ir junto con todo el amor que les pudiera tener, a no retener sentimientos, a vaciarme y volver a llenarlo todo con la llegada de un nuevo rostro y nuevas experiencias. Papá, por su parte, siempre ha señalado que ninguna fase del rito debe ser de sufrimiento, pues es sólo una evasión, por decisión propia, de lo inevitable; así elude el enfrentamiento de una situación no planeada y que resultaría muy dolorosa. Nos anticipamos al desconsuelo.
Sólo una vez vi a papá quebrarse, perder el temple y la fortaleza. Cuando volvimos de ese viaje, lo espié. El suyo era un llanto tímido, profundo, que estremecía su existencia colosal y que mostraba un dolor que lo opacaba por completo. Fui el único testigo de esa derrota que duró unos minutos, los suficientes para que él recobrara su brío habitual. En ese instante comprendí otra parte del absurdo enigma que lo conformaba.
Hace siete días el equipo se dividió por primera vez. Mamá se rehusó a ir con nosotros y le prohibió a mi hermano acompañarnos. Papá me aseguró que estaban muy atareados con sus labores y nos marchamos. Decidimos acortar la excursión, y a los dos días regresamos a casa al anochecer. No había un alma. El auto de mamá no estaba en la cochera, pero sus pertenencias se hallaban donde siempre: abundante ropa colgada en el armario, collares y perfumes en el tocador y la argolla de matrimonio en la jabonera del lavabo. En la habitación que yo compartía con mi hermano las cosas estaban intactas. Papá realizó un par de llamadas y me pidió que esperáramos. Su ser entero reflejaba una angustia mal disimulada.
El teléfono sonó al día siguiente a las cinco de la mañana; los encontraron. El auto de mamá estaba orillado en una carretera cercana. Papá fue a reconocer los cuerpos. Las autopsias fueron terminantes: intoxicación intencional con raticida anticoagulante. Debido al estado en que hallaron los cadáveres, decidió que los incineraran enseguida.
Él asegura que no tardaremos en tener compañía. Ha empezado a vestirse con algunas prendas holgadas, usa unos tacones viejos, se peina y maquilla con mucho cuidado y usa joyas. Se ha convertido en una grotesca copia que logra aliviar el vacío.
Ha planeado cada detalle de la nueva misión: será la primera con dos emisarios. En caso de que no volvamos en el tiempo estimado, tenemos una última oportunidad: él.
Y, si todo falla, al menos ya estaremos todos reunidos. Quizá ninguno ha regresado porque es mucho mejor aquel lado, esa otra realidad.
Sé de casos en los que las mascotas, tras las muertes accidentales de sus dueños y varios días sin alimento, devoran los rostros y partes del cuerpo que no están cubiertas por ropa. Mi futura única compañía es capaz de darme un fin similar.
Ahora debemos cenar. Mis padres en un mismo cuerpo entran en la sala con dos bandejas de comida, y con una misma mano encienden el televisor.
Sólo abre la boca para decirme que ha cambiado de parecer: él no será la última opción, me dejará su lugar porque necesita que alguien continúe mandando emisarios para traerlo de vuelta junto con todos los anteriores, para perpetuar la búsqueda.
Es la primera vez que advierto en el tono de su voz la conciencia de quien percibe lo inútil de su cometido. Hasta ahora comprende lo absurdo de su anhelo y lo imposible del retorno.
Este cuento forma parte del libro El vals de los monstruos, Fondo Editorial Tierra Adentro / Fondo Editorial de Querétaro, 2018.