Los (otros) desaparecidos
Rómulo despertó a las tres de la mañana por la pesadilla de revivir su pasado. El sudor del cuello le había empapado la playera y el olor a humedad comenzaba a notarse. Sus pasos arrastrados lo llevaron de la cama al baño. La espalda le dolió como en las noches en que solía trabajar. Lo extrañaba, pero su sueño, el que lo despertó, le habría de recordar por qué dejó de manejar el taxi por las noches.
Cerró la puerta del baño al salir y con paso lento, cansado, se dirigió a la habitación de sus hijos. Los pesados cuerpos de Salvador y María aplastaban la litera contra el concreto. Rómulo regresó al cuarto tras encontrarlos seguros.
¿Otra vez no puedes dormir?, le preguntó Bárbara cuando lo sintió acostarse. Sólo fui al baño, ya me duermo, contestó.
Yo no sé por qué salía a trabajar en las noches. Bien me lo decía Bárbara, que andaban desapareciendo gente. Eso ya todos lo sabíamos, pero nos engañábamos; si no estás dentro, no tienes nada que temer, nos decíamos, convencidos de que no iba a pasarnos nada. Pero lo que pasó esa noche no entra en la imaginación de nadie.
Había bajado a una pasajera por el rumbo del Periférico Sur. Estaba seguro de que si subía al centro de la ciudad encontraría a alguien más que quisiera hacer el viaje. Luego pensé en la terminal de autobuses, pero eliminé esa idea cuando vi al hombre alzarme la mano. Pidió que lo llevara a Bandera Nacional. ¿No siente la noche intranquila, patrón?, me preguntó mientras lo llevaba a su destino. Mejor ya váyase a su casa, patrón, me duelen las encías y sólo me siento así cuando algo grave está a punto de ocurrir. Desgraciadamente, nunca había sido creyente de las supersticiones ajenas.
Todavía nos dieron una advertencia, como una señal para regresar a casa. Desde la matriz nos avisaron por el radio comunicador que no recogiéramos a ningún chavo esa noche, que los ayotzinapos andaban de vándalos en la ciudad, otra vez, y que no debíamos recoger a ninguno ni ayudarlo. Que si lo hacíamos se iban a grabar el número de taxi y nos iba a cargar la chingada a nosotros y a nuestras familias, así nos dijeron. Y que la orden venía de Los Guerreros, que obedeciéramos y que saliéramos del centro inmediatamente.
Pero ésa no era la primera vez que nos advertían cosas así. A cada rato desaparecen gente, o los matan en el momento; pero cuando alguno se escapa o lo están persiguiendo, luego luego llega la orden desde la matriz para que no recojamos a fulano de tal vestido de cierta forma que anda por tales calles. Y uno trata de evitarlo, aunque sepa que está mal. Uno mejor no se mete en problemas si es que quiere seguir trabajando por su familia.
Salvador despertó. Bajó de lo alto de la litera poniendo un pie sobre la cama de María. La cabeza de ella se hundió e inmediatamente dejó de dormir y el pie de su hermano fue lo primero que vio ese día.
Pasen a desayunar que se hace tarde, dijo Bárbara, y los arreó hacia la mesa redonda sostenida por una pata con la base dispareja. Al llegar los jóvenes, la mesa se balanceó del lado de María cuando le sirvieron su plato para después emparejarse del lado de Salvador cuando colocaron el suyo frente a él.
Rómulo terminó sus huevos con chorizo. Apúrense que hoy los llevo yo, dijo. Se levantó de la mesa y fue por su talega de monedas. ¿Otra vez no pudo dormir?, preguntó Salvador. Dice que sólo fue al baño en la noche, pero yo sé que volvió a soñar lo mismo, respondió Bárbara. Siempre que sueña eso nos tiene que levantar más temprano para llevarnos él a la escuela, cuando ni siquiera lo necesitamos; diario nos vamos caminando, sentenció María. Él se preocupa por ustedes, deberían agradecer eso. No quiere que les pase nada en el camino, dijo Bárbara. Los chicos salieron de la casa y se montaron en el Tsuru que su padre trabajaba como taxi.
Ni siquiera era tan tarde, pasaban de las 10 pero normalmente los toques de queda son a las 12, no había motivo para creer que esa noche aparecerían esos muchachos. Pobres, venir desde su escuela hasta acá para robarse los camiones, ¿qué necesidad tenían? Y vea lo que les pasó… Y aunque somos una ciudad donde los otros desaparecidos no solían tener importancia, estos chavos, estos 43 jovencitos desaparecidos, vinieron a reaparecer esta ciudad en el mapa, pero a la mala, pues. Dicen que uno de ellos tenía la edad de mi Salvador.
Rómulo detuvo el coche frente a la escuela de sus hijos, el motor pasaba la vibración a las llantas y las llantas la contagiaban al suelo. Sus hijos bajaron de un salto y corrieron hacia la entrada. Rómulo comenzó su día de trabajo.
¿Por qué lo hacían? ¿Por qué precisamente esa noche? No debí haber pasado por ahí, debí hacerle caso a mi último pasajero e irme a casa con mi familia. Pero vi al muchacho, afuera del sanatorio, yo pensé que era una urgencia, y sí, lo era, pero no pensé que tuviera que ver con esos chavos. Era bien sabido en todo el estado que los chavos eran revoltosos y que siempre se metían en problemas, pero no en problemas tan grandes. Que a veces se peleaban, sí, que a veces se los llevaban al MP, sí, pero no pensaba que alguien fuera tan hijo de puta como para dispararle a un chamaco. Por eso no pensé que fuera un ayotzinapo el que me hizo la parada ese 26 de septiembre.
El taxi de Rómulo esperaba la luz verde para poder continuar. Llevaba a una mujer, tacón alto, pantalón y blusa brillante, de Galerías Tamarindos a la Jardines. Las banquetas temblaron en cuanto la luz del semáforo se tornó verde. Rómulo avanzó en primera. Alcanzó a ver a una Suburban blanca del año, sin placas, acelerar desde el inicio de la calle perpendicular. Le detuvo el paso y dos hombres salieron de las puertas traseras, apoyados sobre sus botas de serpiente dieron un salto macizo de la camioneta al suelo. Hubo disparos al aire y los casquillos rebotaron tres veces cuando pegaron contra el pavimento.
Uno se acostumbra a escuchar balazos, por eso aquella vez los oí como algo normal, como se escuchan casi todas las noches.
El primer hombre apuntó a Rómulo con su cuerno y se dirigió a su ventanilla. No te vayas a mover, hijo de la chingada, el pedo no es contigo, le dijo; él ni siquiera lo miró. El otro se dirigió hacia la pasajera, abrió la puerta y la sacó del auto jalándola de los cabellos con la mano que no empuñaba el arma. Rómulo no escuchó lo que le decían a su entonces expasajera mientras la arrastraban del taxi a la camioneta, y tampoco entendía los gritos que ella daba. Se quedó tranquilo, mirando el volante de su Nissan. Muy bien portado, cabrón, dijo el hombre que lo apuntaba, satisfecho, y subió a la camioneta. Cuando la Suburban desapareció de la calle sólo se sentía el vibrar del taxi conducido por Rómulo en aquella esquina.
Necesitamos llevar a nuestro compa al hospital, me dijeron. Somos estudiantes, nos atacaron los policías, me dijeron, somos estudiantes de Ayotzinapa. Ahí fue cuando caí en cuenta de que había cometido un error, de que no debí trabajar esa noche, de que no debí pasar por el centro, de que no debí detenerme cuando ese chamaco me hizo la parada. Pero no me quedaba de otra. Lo siento, no puedo, le dije. Estamos amenazados, nos indicaron que no podíamos llevar a nadie, le dije. Por favor, necesitamos que lo lleve, nos atacaron los policías, me dijo. Después llegaron más chavos a suplicarme: se va a morir si no lo llevamos al hospital, es nuestro compa, tenemos que salvarlo, decía uno, y luego otro: necesitamos que lo lleve al hospital. No puedo, les dije de una vez. No debería estar aquí, ustedes no deberían estar aquí, regrésense a su escuela, ya no se metan con esa gente, les dije. Por favor, señor, se nos va a morir aquí. Mejor aquí que en mi taxi, porque si se me muere adentro es mi culpa y todavía peor si aquéllos se enteran de que lo estaba ayudando, me matan a mí y a mi familia; no puedo chavos, no puedo. Y me fui de ahí. Vi a los muchachos echarme gritos y hacerme señas a lo lejos. Por eso dejé de mirar el retrovisor. Mis manos temblaban, pero parecían pegadas al volante. Por un momento quise regresar, pero escuché de nuevo los disparos.
Fue directo a su casa. Estacionó el carro y abrió la puerta con torpeza. Bárbara lo miraba asombrada, se acercó al sillón donde estaba él y se sentó. Le acarició la cabeza con los dedos. ¿Qué pasa?, le preguntó, te ves muy pálido. Se levantó y fue a la cocina, tomó un bolillo para que Rómulo se lo comiera. Saliendo de Galerías volvió a pasar, dijo antes de morderlo. Bárbara se dejó caer en el sillón junto a él y exclamó: ¡Ay, Jesús bendito! Esto nunca va a parar, ¿ahora quién era?, le preguntó. Rómulo siguió masticando el bolillo. Una chava que salía de Galerías, muy bonita, tenía el cabello idéntico al de María.
43 niños desaparecidos, 43 chamacos desaparecidos, 43 familias destruidas. Pudieron ser más. Han sido más. Más de 43 personas. Más que una sola noche. Han sido años y los otros desaparecidos son más de 43. Y pueden ser más, puede ser Salvador, 44, puede ser María, 45, puede ser Bárbara, 46, pude ser yo, 47. Pudimos ser todos, 151 703… Pero pude haber salvado a uno, o dos, y entonces serían menos. En mi taxi cabían cuatro, o hasta más. Si venían heridos pude haber limpiado su sangre del asiento, pero ahora su sangre se derrama en mi frente y ésa no la puedo limpiar con nada. Por eso prometí que ni la sangre de Salvador, ni la de María, ni la de Bárbara, caería al suelo. Pero en este país es imposible cumplir una promesa.
Rómulo cargó la cajuela del Tsuru hasta que la suspensión se lo permitió. Bárbara y él subieron al coche y pasaron a la escuela de sus hijos, los sacaron de clases. Nos vamos, dijeron. Los chicos no protestaron. El taxi avanzó hacia la carretera rumbo a la Ciudad de México. Al llegar a la capital, Rómulo se deshizo de todo lo que le estorbaba. Consiguió a alguien que le comprara el coche y con eso compró los boletos para su familia. Cuando todo estuvo listo, dejó de sentirse el peso de sus cuerpos sobre estas tierras.