Reinvenciones / No. 223
Un hecho natural
Tenía que haber sido Román. Nadie había entrado a nuestro departamento salvo él. El poema yacía perfecto, misterioso, sobre la mesa. La hoja se había mantenido en una posición única a pesar del aire que entraba por la ventana.
Si los poetas suelen dar muestras de su genio, Román nunca había dicho algo que nos hiciera voltear a verlo con asombro; no obstante, este poema era superior a cualquiera que yo o alguno de nuestros amigos hubiese intentado escribir nunca. Me avergoncé de las veces en que hice que Román escuchara mis versos, y estoy segura de que los otros también se avergonzaron. Así que decidí encararlo. Le dije:
—Méndigo. Cobarde. Engreído… Mentira tu cara.
¿Era una mentira ser un poeta y no parecerlo?
—Estafador. Embustero. Eso no se hace. Eso no se les hace a los amigos. Canijo Román puerco.
Sus mejillas comenzaron a angustiarse; pero mi intención no era abrumarlo, así que le dije:
—Te invito a comer. ¿Qué estás leyendo ahora?
No estaba leyendo nada. O eso me dijo. Por supuesto, no le creí.
Comimos en una fondita, y debió de haber dicho lo mismo de todos los días. Debió de haber hablado sobre las películas que acababan de estrenar en la casa del cine y sobre cómo la otra vez casi se atreve a conversar con una chica de su clase de literatura contemporánea. Yo, sin embargo, no pude evitar buscar la poesía en sus palabras, en sus ojos, en su manera de comer, de respirar, de sonreír. Y la verdad es que se entreveía. Pero también pudo ser imaginación mía. Así que le dije:
—Vamos a tu casa.
Una sonrisa estuvo a punto de florecerle, pero desapareció al instante.
—No te voy a hacer nada, tonto. Su casa era deprimente.
—¿Y el librero? —le pregunté.
No había tal cosa.
—Vamos a tu cuarto.
Fuimos.
Pensé: bueno, equis. A veces es así. La poesía está en su cerebro. Estoy siendo una tonta. No voy a encontrar nada por aquí.
—Tengo que irme, Romancito. Escribe, escribe mucho.
—Oye —me detuvo. Bajó un poco la cara—. ¿Necesitan que haga el departamento de nuevo?
Lo entendí perfectamente. Era imposible que alguien pudiera escribir en un lugar como su casa. Así que, aunque no lo necesitáramos, le dije que sí:
—Puedes ir desde el viernes, si quieres. Saliendo de la escuela nosotras nos vamos directo a la terminal. Las llaves te las dejo con la vecina de enfrente. Llegamos el domingo en la noche, ¿va? —Le dije adiós con la mano y todavía le eché una última mirada furtiva para ver si se le caía por descuido algún pedacito de poesía.
El viernes me fui al pueblo junto con mi hermana. En el camino leímos el poema de Román y lo imaginamos sentado a nuestra mesa escribiendo como un poeta solemne, deshilando su corazón remendado, retirándole el vendaje percudido para poder verter sus nervios sobre la mesa, su sangre viscosa hirviendo.
En casa de mis padres estuve más contenta de lo normal. Eso sucede cuando una está cerca de la poesía. Mi madre creyó que había un nuevo pretendiente o algo por el estilo. Le dije que los tiempos eran otros y que las chicas ahora crecemos rodeadas de una cosa que se llama calidad. Le señalé el café que nos estábamos tomando esa mañana de sábado en el jardín, le hablé de los audífonos enrollados en mi teléfono dorado, y también le mostré el poema de Román que estaba entre el plato de fruta y el pan tostado; y mi madre, con su manera de suspirar, me reveló que ella habría preferido al pretendiente, aunque de todos modos se sorprendió y durante el día me pidió que le leyera el poema. Le pareció muy claro y muy bonito y dijo: “sí, sí lo entiendo”, y se sintió parte y me dijo que debía invitar a ese tal Romancito a la casa para conocerlo.
El domingo volvimos a la ciudad. Al principio sufrí porque no había ningún poema a la vista, pero luego mi hermana encontró uno en la bandeja de la impresora. Román debió de mandarlo a imprimir y esta vez no tuvo tiempo de acomodarlo sobre la mesa. De lejos se veía tupido: un poema denso, abigarrado, me dije. Un manojo de versos. Mi hermana y yo lo leímos varias veces en voz alta, y a cada instante nuestro corazón se estremecía, y a veces después de un verso nos mirábamos a los ojos y luego nos soltábamos a reír porque era un poema maravilloso, y cuando por fin acabó nos dejó un sentimiento de desolación como el que me había provocado la casa de Román, y su cuarto, y su conversación…
—Oye. —Mi hermana se petrificó de pronto, abrió los ojos como si se le hubiese ocurrido algo terrible. Su rostro se ensombreció—. ¿Y si no fue Román?
—¿Qué?
—Que y si no fue Román.
Esa idea deambulaba todavía por mi cabeza. Así que le dije, muy dramáticamente:
—Ya es tarde para estas cosas —y me encerré en mi cuarto con el poema. Escuché a mi hermana acercarse a la puerta:
—Por lo menos deberías dejarme sacarle una copia.
No contesté. Apagué la luz. La escuché teclear en la laptop, quizá buscando el archivo, pero no sonó la impresora, así que concluí que no pudo encontrarlo. Después de unos minutos escuché el azotón de su puerta. Volví a encender la luz. Sentí el poema en mis manos. Había estado apretándolo contra mi pecho, hiriéndolo. Un indeleble doblez en la parte superior derecha. Mis dedos lo habían estrujado y le habían dejado huellas vulgares.
—¿Entonces quién? —le pregunté al otro día, mientras desayunábamos.
—No sé. La vecina, por ejemplo.
—Para nada.
—O tú, por otro ejemplo.
Sonrió. Me clavó sus ojos como cuchillos. Los achicó sospechosamente. Luego mordió con sus dientes perfectos su sándwich de pavo y aceitunas.
—O tú, en ese caso —le dije. Pero se concentró en ponerle un chile a su sándwich.
Y además yo no lo decía en serio.
—O bien… —y ahora adoptó una actitud indiferente. Examinaba su comida para evitar mirarme—. Surgió.
—¿Qué?
—Que o bien surgió. Como una flor. Como un arbusto.
Sentí crecer en mi mente una flor que sólo podría salir en el jardín de mi ingenua cabeza.
—De pronto aparecen, ¿no es cierto? Qué tal si el poema surgió —dijo—. A lo mejor ya era necesario. Así brotan las nubes, ¿recuerdas? A veces una parcela de aire se va calentando y luego se eleva y llega un punto en que las condiciones irremediablemente hacen que brote una nube. Y luego las condiciones cambian y es necesario que llueva, que se precipite el cumulonimbo. Así que: qué tal si ya urgía que surgiera. Las condiciones políticas, las sociales, qué sé yo, las propias ganas que teníamos nosotras de reventar. Yo ya me había dado cuenta. No creas que no te había visto. Creí que te ibas a ir con Yáñez, o con ése con el que luego vas a quedarte. O que un día llegarías diciendo que siempre sí querías estudiar una ingeniería, como quería mi papá. Se veía que un día ibas a reventar. Pensé: ésta se va a plantar un día frente a mis padres y va a hacer un berrinche del tamaño del mundo hasta conseguir que la manden a estudiar al extranjero. Y luego yo, Lilí, yo también lo sentía. A veces tenía que salirme de clases porque sentía la necesidad de venir al departamento para acallarlo, para reprimirlo: ¿qué? No sé decirte. Pero no era algo bueno. Tenía que gritar y llorar y en el camino sentía cómo se me acumulaba aquí y cómo iba creciendo inmensurable; pero lo reprimía al fin, Liliana, porque sospechaba que si alcanzaba a salir de mí abarcaría el mundo entero, lo cubriría. Tal vez era algo precioso, como este poema. Y lo que estoy diciendo es que pudo haber buscado la forma de salir. No de ti, ni de mí, sino de la naturaleza. Como el agua que hierve bajo la tierra busca las venas aluviales de los árboles o explota de pronto en un géiser infernal. Así, como esto, pero en otro orden de elementos, en otro nivel acumulativo, aunque igual de real. ¿Qué tal si ya, hermana? ¿Qué tal si así sí?