Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225
Los hijos del bicho
Crónica: Primer premio
1
Un hombre se arrastra pecho tierra y muere a mitad de la calle. Agonizaba solo y de noche, incapaz de pedir ayuda. ¿Qué habrá visto antes de terminar en dirección a la luna? Encontraron su cuerpo demacrado frente al Parque de Santa Ana, uno de los más emblemáticos en la ciudad de Mérida, Yucatán. Nadie quiso alejarlo del tráfico. Alrededor se montó un cerco de curiosos hasta la llegada de dos personas. Hubo quien movió uno de sus brazos con un palo.
Antes, el hombre pasó dos días en una camilla rudimentaria, como de trinchera de guerra, instalada en un terreno baldío. Dos de los activistas por los derechos de la salud sexual más importantes en el estado de Yucatán, Carlos Méndez Benavides y Sandra Peniche, la construyeron tras encontrarlo inconsciente en una banqueta. Estaba enfermo de sida. Lo rechazaron en los hospitales públicos.
“Es uno de los primeros casos registrados en el estado a principios de los noventa”, precisa Carlos Méndez, quien pagó un féretro para el difunto. Un maestro al que abandonó su familia tras descubrir su afección.
Condujo hacia el Palacio de Gobierno, el féretro sacudiéndose sobre la batea de una camioneta Toyota. Solicitó a los funcionarios, entre ellos una priista inveterada, la entonces secretaria de Gobierno, Myrna Hoyos, que pagaran la cremación o, siquiera, el entierro. Pero se negaron. No había protocolos ni obligaciones gubernamentales para atender a las víctimas de una enfermedad que superaba las decenas de miles de muertes a nivel mundial. Carlos Méndez le dijo a la funcionaria:
“Pues te dejo el féretro aquí, afuera de tu oficina, para que se hagan responsables”.
“¿Cómo vas a hacer eso? No, no, llévatelo”.
Myrna Hoyos sacó la cabeza por la ventana. Luego de ver el féretro lustroso, delgado, sobre la banqueta, aceptó cubrir ella misma los gastos.
Más de 20 años después del primer caso registrado, Carlos Méndez Benavides está en la cocina del albergue Oasis de San Juan de Dios, ubicado en el municipio de Conkal, el cual atiende bajo su dirección a los portadores de VIH provenientes de los 106 municipios de Yucatán. Es un hombre rollizo, canoso, alto en relación con la estatura promedio de los yucatecos. Viste una playera polo roja, y una cruz católica, gigantesca, cuelga de su cuello coriáceo. La cocina huele a medicamentos. Al fondo del pasillo una gata reposa dentro de un huacal con sus crías pegadas al vientre. Tres niñas la observan y le ofrecen alimento. El sitio, pese a todo, rezuma vida.
“Hubo navidades donde [sic] no teníamos abasto. Estábamos en la cena de navidad y había muertos, recién muertos, en cada uno de los cuartos. Cinco, seis, varios. Las familias velaban a sus muertos y luego las invitábamos a cenar. Llegamos a tener siete muertos por mes”, dice tranquilo, acostumbrado a los temas que conciernen a la tristeza y el olvido.
En el marco de un repunte de las personas infectadas de VIH en Yucatán, que alcanzó el tercer lugar por nuevos contagios a nivel nacional, el testimonio de Carlos Méndez habla sobre un problema de salud que desde hace 20 años visumbraban activistas y organizaciones no gubernamentales, y que fue sistemáticamente ignorado por el gobierno.
Él, vinculado con redes de activismo a nivel internacional y con médicos especialistas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), señala que los nuevos casos (poco más de 400 según el último informe de la Secretaría de Salud del estado de Yucatán, publicado en 2019) son inexactos. Refuta que, de acuerdo con la curva epidemiológica, y considerando los contagios no registrados —pues hasta la fecha los archivos clínicos se manejan por entidades federativas y no existe una base de datos general y digital—, la cantidad debe de ser entre cuatro y cinco veces mayor. Estima que actualmente hay por lo menos 40 000 casos de VIH en el estado, lo que contrasta con los apenas 3 000 que apuntaron las autoridades.
Luego de poner café y galletas sobre la mesa, y de comentar que una herida en su pierna derecha no cede, Carlos narra que el proyecto del albergue se inició bajo el disfraz de una fundación que apoyaba a músicos jóvenes. A través de esta dinámica reunió fondos. “Hubo bienhechores [benefactores]”, dice, “que sostuvieron económicamente el germen de este proyecto sin saber que su altruismo se destinó a un tema más importante”.
Como escribió Susan Sontag en El sida y sus metáforas, la interpretación de la sociedad y de la medicina sobre la enfermedad ocurre desde un plano metafórico, de carácter militar, con el fin de incentivar su erradicación. El virus como el enemigo. Como un invasor sacado de la ciencia ficción. Esta lógica nos ha hecho considerar a los enfermos de sida “enemigos” de la salud pública. Desde una mirada conservadora, y retomando la crítica de Sontag: gente infecta, cuya condición inmunológica es culpa de su libertinaje sexual.
2
Como parte de un largo anecdotario de historias sobre discriminación, Carlos Méndez cuenta el caso del hombre keken (palabra maya que significa “cerdo”). En 2001 recibió una llamada. Le dijeron que una familia de la comisaría de Sitpach encadenó a uno de sus hijos a un gallinero. El sujeto comió —durante un año completo— de un bote plástico en el que se hubo guardado un litro de yogurt. Con ese mismo bote recogía agua de lluvia para bañarse. Con ese bote intentó quitar las costras de mierda y tierra que habían cicatrizado otras costras de mierda y tierra sobre su piel desnuda. La mirada perdida. Nadie supo, en primera instancia, si podía responder en español.
Carlos Méndez exigió a la familia que lo soltara.
“Sí”, contestó su madre, “pero le va a costar 200 pesos”. Entre lágrimas, pagó.
El sujeto, identificado como Juan Gerardo, se infectó de VIH en su primera relación sexual, a los 17 años. Luego de vivir en condiciones inhumanas, se comunicaba como un animal, se comportaba como uno. Según Carlos Méndez, repetía constantemente: “Soy un keken, soy un keken, me lo merezco. Dice mi mamá que me lo merezco”. Pasaron meses. En el albergue, a la hora de la comida, Carlos lo encontraba en el interior de los corrales, donde el hombre insistía en comer directo de la tierra, casi desnudo y con las manos. Le dieron terapias especializadas, tomó conciencia de las vejaciones que vivió y, luego de una serie de episodios depresivos, tratamientos con retrovirales e intentos de suicidio, pudo salir adelante. Se independizó y abandonó el albergue con su pareja.
3
La OMS señala que el sida pudo originarse en África en los años treinta. Sin embargo, fue cinco décadas más tarde cuando en el sur de California y Nueva York se analizaron los primeros grupos de enfermos por sarcoma de Kapoosi y Pneumocystis jirovecii, cuya aparición conjunta detonó el interés de la ciencia.
Desde el comienzo incluyó el estigma, la satanización religiosa. Médicos reconocidos propusieron el nombre Gay-related immune deficiency (Inmunodeficiencia asociada a la homosexualidad). La prensa bautizó al síndrome como “la peste rosa”, atribuyendo su origen a los homosexuales. No obstante, los científicos tardaron poco en reparar que la transmisión también sucedía entre consumidores de drogas y receptores de transfusiones sanguíneas, entre haitianos y personas heterosexuales del África subsahariana, donde todavía es una de las mayores crisis de salud. La denominación final fue Acquired Immune Deficiency Syndrome (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida), registrada oficialmente en 1982.
Hasta la fecha, más de 39 millones de personas murieron por la infección a nivel mundial, mientras que 37 millones viven con el virus y más de 25 millones reciben tratamiento, según cifras de la Organización de las Naciones Unidas (onu).
Pese al reconocimiento mundial del sida como un tema prioritario, en las zonas alejadas de las capitales, en las ciudades pequeñas, periféricas o simplemente llamadas provincias, la imposición de una cultura católica y apegada a principios conservadores, mismos que se reflejan en las cúpulas gubernamentales, produjo un clima de desatención, rezago y, peor aún, un repunte epidémico dada la falta de programas de atención, de prevención y de salud sexual.
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Así como Sontag, Carlos Méndez también creó su propia metáfora en favor de los portadores del virus: la Fundación Alegría, que luego de unos años se volvería el albergue Oasis de San Juan de Dios. Me revela que uno de los primeros casos de sida en Yucatán, junto con el del maestro que murió a mitad de la calle —hecho que no tiene registro en las hemerotecas locales—, fue el de su primo, quien lo contrajo en Estados Unidos:
Uno de los primeros casos es el de un primo hermano. Lo detectan acá, luego de traerlo de Estados Unidos en 1982. Otro caso fue detectado aquí, en Mérida, el de un maestro que murió en la calle. Se comenzó a difundir que la epidemia era únicamente entre homosexuales. Había cinco o seis homosexuales detectados en Nueva York. No se llamaba VIH en esa época, sino aids, que significa Síndrome de Inmunodeficiencia Humana [sic], algo que hasta hoy no se entiende muy bien porque piensan que es una enfermedad, pero no [lo] es, sino un complejo de enfermedades, un síndrome. Enfermedades raras, además, que suelen salir y aparecer dependiendo del medio donde se desarrolla el sida; en África, por ejemplo, son distintas. Hay una lista de enfermedades que se catalogan y pueden tener lugar. Si la persona tiene sida, entonces habrá una forma específica de manifestarlo. Incluso aparecen enfermedades que ya están erradicadas, contra las que ni siquiera existe una vacuna, un tratamiento. Cuántas personas no murieron, primero ciegos, luego destrozados de todo el sistema intestinal. Vomitaban sus vísceras. Esto por el citomegalovirus, porque no había cura para él.
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Los niños que viven en el albergue lo apodaron Papá Carlos como una forma de reponer la ausencia de sus padres. Pero uno de esos niños —“los hijos del bicho” (bicho/sida), como los nombró un conductor del transporte público— ya no está aquí. Se fue hace dos años a Morelia.
El chico, oriundo de la Ciudad de México, era hijo de un policía de la extinta Procuraduría General de la República (PGR). El hombre, dice Carlos Méndez, trabajaba para un grupo de choque, es decir, un comando policial cuyo fin era entrar por la fuerza a casas de seguridad, asesinar a las personas en el interior, robar los objetos de valor y salir antes del peritaje.
Por lo tanto, a su llegada, el hombre tenía un reloj de oro, una cadena con diamantes en el cuello. Vestía botas y la última muda de ropa de marca que le quedó sobre un cuerpo apergaminado y enjuto.
“El hombre contrajo la enfermedad y contagió a su esposa. Al paso de los años, el estado de salud de ambos se deterioró y circularon por otros estados del país, haciendo pequeños trabajos en tiendas, en construcciones, ocultando su identidad”, dice.
Terminaron en el albergue Oasis de San Juan de Dios. El hombre falleció a los pocos meses. Antes, en pésimo estado, quiso darle la cadena y el reloj a Carlos. Sucedió lo mismo con la mujer, y ella también le ofreció los objetos como un pago mínimo para proteger a su hijo.
Huérfano, el activista crio al niño. Como a otros infantes en esa situación, lo inscribieron en la primaria de Conkal. Pero dada la ignorancia y los estigmas perpetrados por la ausencia del gobierno, su educación se truncó por el acoso.
Carlos recuerda que el hijo de la alcaldesa, un chico de ocho años, le dijo en un arranque de superioridad: “Eres como la mierda de caballo. ¿Sabes por qué? Porque aunque te limpies, aunque te echen cloro, siempre olerás a mierda”.
A esto se sumó el rechazo de los pobladores del municipio a la gente del albergue. Para la redacción de esta crónica el sacerdote de la iglesia de Conkal se negó a dar declaraciones. Un amigo cercano al archivo histórico de la misma iglesia, quien le hizo el planteamiento, dice que su rechazo fue categórico. “¿Para qué voy a hablar de ellos?”, comentó.
El niño se encerró un día completo. Por la noche, luego de percatarse, Carlos Méndez intentó abrir su puerta a la fuerza. No pudo. Uno de los residentes, un expandillero en una etapa avanzada de la infección, con un tatuaje de la Sur 13 entre los omóplatos, logró abrirla a patadas. Adentro, el niño se había defecado encima; con sus propias heces escribió en la pared: “Soy como la mierda del caballo”. La sensación de sentirse como animales. El rechazo como una pared que cae y aplasta cualquier resquicio de dignidad. Al final fue adoptado por una tía, quien se lo llevó a Morelia.
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El apellido de Carlos y su primo hermano —el segundo caso que se conoce de sida en la entidad— es Benavides, de origen español y cuya línea principal fue una de las casas más antiguas e importantes de la nobleza. La traducción del árabe es “hijo de guerrero valiente”.
Hoy, dice, sólo quedan tres de la familia. Fueron muy unidos. Varios de ellos homosexuales declarados en una época de conservadurismo recalcitrante. Cuando el primo llegó del extranjero, hicieron un esfuerzo conjunto por investigar el origen del sida.
Había otras personas, también cercanas, infectadas. Precisa que en esa época los enfermeros llegaban con trajes de control biológico para llevar a su primo al hospital, y que le daban la mano con guantes. Entonces crearon la fundación y consiguieron los viajes al extranjero para investigar.
Tuvimos reuniones para traer a mi primo de Estados Unidos para salvarlo. Muchos de nosotros éramos homosexuales en la familia. Unos decidieron apartarse y otros apoyar. Entendíamos que a nosotros nos iba a tocar porque era una pandemia, era la ruleta rusa de los homosexuales. Todos íbamos a morir.
Cuando México comenzó a liberar información sobre el VIH, en el año 85, hubo un problema grave porque aparecieron más casos: teníamos ya cinco o seis amigos infectados y no podíamos encontrar información porque México crea el famoso “arco de silencio” que duró 10 años y clasificó la información como seguridad nacional en vez de emergencia nacional. Y en esa época el CISEN [el extinto Centro Nacional de Inteligencia] monitoreaba las pláticas sobre el tema, los intercambios de información. Todo.
Entonces se formó un grupo para traer la información. Un amigo, José Luis Matú, y yo conseguimos unos bienhechores y también lana para ir a Europa. Él, que sabía idiomas, se fue por la información: a los congresos, a entrevistarse con asociaciones. Trajo libros, comenzamos a estudiar, compartimos información con otros doctores. Luego se establece un grupo de investigación en el Hideyo Noguchi, en los noventa, en el departamento de hematología. Ahí se traen las primeras máquinas ELISA. Pero cuando quisimos salir a la luz pública tuvimos que aguantar, porque para traer la información hubo que crear una asociación civil de arte y cultura, una fachada; hablamos con grupos empresariales, comenzamos a organizar concursos y dar premios, a estar cerca de políticos y pedir más fondos. Había incluso otros países que mandaban competidores a nuestros concursos. Ya teníamos un festival bien preparado. Y eso nos permitió viajar, financiar la investigación, ayudar a la gente que se enfermaba. Conseguimos becas para gente afectada que quería estudiar música y artes
Con los fondos, Carlos Méndez compró la quinta donde hoy se encuentra el albergue que encabeza desde hace más de 20 años. Los últimos bienhechores, todos extranjeros, han muerto. Para este 2019 los recursos son más que escasos y él debe elegir, cada seis meses, quién podrá y quién no recibir los retrovirales.
Sontag escribió que a nivel de interpretación colectiva el sida tiene una relación con la tuberculosis. Carlos Méndez pensó en un albergue para tuberculosos al elegir la estructura del suyo. Para que cada enfermo en estado convaleciente tuviera suficiente privacidad para despedirse de su existencia.
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Hace 15 años mi madre vino al albergue como parte de un proyecto de lectura. Me contó, al regresar a casa, que había conocido a un hombre fuerte y hermoso: un stripper cuyos familiares lo sacaron de su domicilio sin importarles que durante años invirtiera sus ingresos en mantenerlos. Primero, me dijo, al enterarse de que estaba enfermo, le comenzaron a dar cubiertos de plástico, le pedían que pasara una servilleta por la taza del baño y que se pusiera un paliacate sobre los labios al momento de hablar; lo obligaron a bañarse afuera con cubeta y jícara, le impidieron saludar de beso a sus hijos. Luego, simplemente, lo sacaron a patadas. El hombre falleció años después —según me dice Carlos Méndez, una década y media más tarde—, pero antes vivió el desprecio de la sociedad: la falta de empleo, los bisbiseos al verlo pasar, la gente que abiertamente le gritaba algo que en Conkal y el resto del estado se volvería una consigna reproducida por la gente y el gobierno. Un grito de rechazo imparable y desolador:
“Puto sidoso”.
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Para ejemplificar el “síndrome del caracol”, Carlos Méndez narra la historia de una mujer que entró al albergue junto con su pareja, ambos infectados.
El hombre murió tras un año de tratamiento. La chica quiso rehacer su vida en el albergue: apoyaba a Carlos en la cocina y limpiando las habitaciones, llevaba a los niños a la escuela.
Una noche salió a cenar. A los habitantes de la quinta les recomiendan no hacerlo dentro del pueblo, que cuenta con más de 9 000 habitantes. Aun así fue a un puesto cercano al mercado municipal, y la mujer que atendía, armada con una escoba, la sacó a golpes. Le dijo, cuenta Carlos Méndez: “Me estás llenado el puesto de mierda, me vas a enfermar de sida”. En crisis, la mujer se resistió. Uno de los comensales se quitó la playera, se la puso sobre las manos y la movió del asiento. Como si quemara tocarla.
De regreso al albergue, se encerró en su pieza. Ya no comía ni hablaba; Carlos quiso alimentarla con un gotero, pero la mujer rechazó abrir la boca.
Le puse el síndrome del caracol porque es como si se hubiera enrollado en sí misma, en una concha ficticia. Los médicos no pudieron ayudarnos. Entonces había un cura que nos apoyaba, que llegó luego de varios que se negaron a darle la bendición a los enfermos, a tocarlos porque temían contagiarse. Hablamos ya del año 2000 y todos estaban plagados de ignorancia. Ese cura habló con la chica, pero no pasó nada. Poco después falleció. Esto se repitió varias veces con otras personas asiladas.
9
Cuando salimos de la cocina, dos hombres, tomados de la mano, renquean hacia un lugar impreciso de la calle. Se ven felices. Carlos dice que son pacientes que se volvieron pareja al poco tiempo de llegar al albergue. Ambos están en fases avanzadas de la infección.
“Hablar contigo fue como sumergirme en el pasado y sentir que me ahogo”, susurra.
Y llora, serio, viendo hacia la pareja, hacia el fondo de la quinta donde dos puercos sin pelo corren en zigzag y un niño intenta arrearlos hacia el corral. Para Carlos el futuro es cada vez más incierto. Hace poco la crisis del desabasto golpeó al albergue. Sin embargo, reconoce que el gobierno federal hizo algo positivo al terminar con el monopolio farmacéutico. Antes, cuando llegaban los medicamentos, si es que llegaban, estaban caducados. Espera que pronto se arregle el tema del suministro. Mientras Yucatán ha alcanzado el tercer lugar en nuevos contagios de VIH a nivel nacional, en el albergue Oasis de San Juan de Dios viven, actualmente y de forma fija, 25 personas, pues no hay abasto para atender a más.
Le pido a Carlos que pose para una fotografía. Se limpia las lágrimas con la playera. En el trasfondo aparecen los cerdos corriendo, el niño, la pareja tomada de la mano. No puedo evitar sentir que, pese a todo, este sitio rezuma vida.