Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225
Abolir la parcialidad
Ensayo: Segundo premio
UNO
Ésos, hijo, son unos indios: vienen a la ciudad y no saben cómo comportarse, fijáte, me dice mi tío, al volante, mientras retiembla su claxon y rebasa un microbús a toda velocidad. Ellos, según mi pariente, son unos incultos que no han aprendido a comportarse en la metrópoli en ciernes que es Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.
La polarización en mi segunda nación es evidente. Para los seguidores del MAS (Movimiento al Socialismo) —y para gran parte de los críticos— esta separación entre indígenas, sus defensores y bolivianos tolerantes, y el resto —para no poner etiquetas genéricas— se ha dado desde la formación de la República, hace casi 200 años; para el resto, se agudizó con la llegada de Evo Morales a la presidencia.
Les dio poder y dinero a manos llenas, me dijo otra familiar algún día, cómo va a ser que una chola ande manejando tremenda camioneta del año, o, peor, que estén en cargos políticos, ¡en el Senado!, como si estuvieran preparadas. Qué es, pues, estar preparado para la política. Quién es apto y quién no. Estas dudas aún palpitan en mi cabeza, pero la que ahora trepida más, tres años después de esa tarde con mi tío y su lección sobre los indios que no saben convivir en la ciudad, es por qué lado debo decantarme.
Evo Morales llegó a México y eso me pone en aprietos, no tanto por las bromas que, acaso, me tocan de refilón, sino por mi total desinformación al respecto. Cómo evadir entonces, en mi calidad de mexicano-boliviano, la pregunta: ¿y tú qué piensas? Todos se pronunciaron, ya fuera a favor o en contra; con envilecimiento hacia el golpe militar, o bien en oposición a la gestión del compañero Evo, que se extendió por 14 años. Vargas Llosa habla del “fin de Evo”, Fabrizio Mejía Madrid denuncia el golpe. Incluso mi compañero de departamento está más enterado de la situación, él es extranjero. También me pregunta qué pienso al respecto, ante mi gesto de duda constante.
No hay lugar para la medianía. Como si esto se tratase de una historia escrita, no puedo quedarme en el terreno de lo liminal, sino arrojarme hacia arriba o hacia abajo, desplazarme a la izquierda o a la derecha. No ha habido nunca espacio para esa imparcialidad. Paulino Martínez, crítico punzante del régimen porfirista, fue condenado por su bando cuando también criticó ciertos procederes del movimiento revolucionario.
Bajo estos términos, si le digo “compañero Evo” y denuncio un golpe de Estado, estoy a favor de su dictadura; si condeno la dictadura y menciono sus corruptelas, soy antiplurinacionalista. Porque debemos abrazar un lado u otro, o nos convertimos en seres de carácter incierto pues, según esto, no podríamos definirnos por una posición concreta y ello significaría la condena.
Cómo responderle a mi tío si busca una aprobación de mi parte, un gesto que reafirme su análisis antropológico. El mismo dilema: golpe de Estado o fin de la dictadura. Porque no puedo, en mi calidad de sobrino, decir: no, no estoy de acuerdo, primero en el uso despectivo de “indio”, tampoco en generalizar las cualidades viales de los conductores cruceños, o quienes migran de otras ciudades; tu claxon es más nocivo que la velocidad de ese microbús al que haces referencia; tú lo estás rebasando a él, eres el imprudente al menos en este momento. En cambio, esta actitud, tío, no va en detrimento de otras de tus capacidades como persona; eres un gran profesor, un padre ejemplar y el cariño que entregas a tus cercanos no tiene parangón.
Quizá ahora le respondería de esa manera. Tal vez mi tío diría: tranquilo, hijo; acaso no hablaría más. También cabe la posibilidad del ostracismo familiar.
Comprender las inclinaciones hacia una postura es el enigma perenne, como sucede con los defensores irrestrictos de mas. Ellos son mi tío pero a la inversa, en defensa de la figura presidencial de Evo Morales. Por el contrario, les podría asegurar que la gestión de otrora no tiene igual en la historia del país, desbordarme en loas a su administración, pero también señalar las inconsistencias, el enriquecimiento ilícito y todo el escenario truculento que rodea al compañero. Ahí, entonces, existe la posibilidad de mi proscripción social izquierdosa.
Temerosos de la incongruencia, aprendemos a inclinarnos hacia algún lado porque así creemos alejarnos lo más posible de ella. No obstante, hay un riesgo mayor de abrazarla en esa ceguera que alcanzan a producir los extremos ideológicos. Deberíamos asumir la incoherencia como inherente a nosotros y abolir la parcialidad.
APARIENCIAS
Estoy sentado como un artista callejero que ofrece sus pinturas en una manta que bien podría ser el pasto recién podado. Pero no son pinturas las que se extienden en la foto, sino pequeñas lápidas blancas de unos 20 x 40 centímetros. En la más cercana, aunque en la foto no se alcanza a ver, se lee el nombre de mi padre, así como sus fechas de nacimiento y muerte.
Según John Berger, las fotografías son una mezcla de luz y tiempo, un instante que desafía el transcurrir de este último; una oposición a la historia. Mi foto en el Jardín de las Memorias, en Cochabamba, denota cariño, como si estuviera abrazando la placa. Un amigo dice que contrasta con la imagen recurrente de un cementerio, más bien saturada, por lo general, de melancolía y solemnidad.
¿Por qué pedí que me la tomaran? Es cierto que la subí a Facebook con el encabezado “Visitando a padre”, pero bien pude escribir “Te vamos a extrañar” y quien no conociera el contexto me habría mandado palabras de apoyo, de fuerza moral. Tampoco utilicé las palabras recuerdo o memoria, pues la imagen que tengo de él se ha formado a través de las viejas fotografías y de anécdotas que me han contado: murió cuando yo estaba por cumplir cuatro años y, a saber de los estudios neurocientíficos, no tenemos recuerdos previos a los tres años.
Quizá se trate de una retórica estúpida de mi parte, de una máscara adquirida para provocar conmiseración. Pobrecito, le falta su papá, vamos a darle un me gusta o un me entristece. Pudo haber sido otra máscara, una todavía más cínica, como la de mi papá al llegar a México con la familia de mi mamá: soy un estudiante buena onda, sí, tengo una hija en Bolivia, pero me hago cargo de ella. Lo que omitió, por otra parte, fue su perfil de mujeriego y su familia de Cuernavaca, que tuvo casi a la par de la relación con mi mamá.
Las imágenes de Evo Morales, tras su llegada a México, muestran a un exmandatario melancólico, un luchador social que fue despojado de su gente. Él, como mi padre, no mintió, pero sí omitió, u olvidó mencionar, que su reelección era inconstitucional y por eso la ciudadanía reaccionó furibunda. Si bien continúan confundidos ante la falta de un líder (algo que Evo también omitió u olvidó: formar un líder a quien traspasar la estafeta), los bolivianos denunciaron la manera en que se defenestró su decisión.
Tal vez los tres estemos tijereteados con el mismo artefacto. Imagino una fotografía simultánea: mi padre en la casa de mis abuelos maternos, yo junto a su lápida, Evo Morales frente al micrófono en el aeropuerto. Según el mismo Berger, se guardan las imágenes para quitarle al tiempo la posibilidad de destruir el momento; ellas contienen un pasado y un futuro, hay una apariencia de lo que está ausente. Quizá sean éstas uno de los objetos de mayor vulnerabilidad ante la parcialidad.
¿Cómo podría, entonces, subtitular estos momentos simultáneos? Pienso en Magritte y en todos los “mensajes” que una imagen puede transmitir, pero también vuelvo a Berger y su postulado de las fotografías acompañadas de texto: juntas producen un efecto de certeza, incluso de afirmación dogmática.
INTERCAMBIO DE S
Doy zip y zap, no importa hacia dónde dirijo el curso de los canales. Los noticieros ya me abrumaron con el tema del referéndum. Aunque por muy poco, Evo Morales perdió la posibilidad de reelegirse una vez más; este día se conocerá, más adelante, como el 21F 1.
Hacía mucho que no veía televisión, pero acá en Bolivia no me alcanza para contratar internet, y el de la casa no llega a mi habitación. No pienso siquiera en leer: el calor en Santa Cruz es casi como el de Comala. Por fin decido abandonar el zipzap y la pantalla escupe un programa que veía hace años con mi hermana, uno que decayó en calidad, como todo lo que dura demasiado: The Big Bang Theory. Es un capítulo navideño. Los personajes deben intercambiar regalos: Penny obsequiará a Sheldon, y viceversa. Ella es una mujer convencional, de gustos enmarcados en la sociedad de consumo; Sheldon, doctor en Física, es calculador, racional y, a ratos, falto de sentido común. Está en un dilema, para él un intercambio de regalos se debe dar en términos equitativos: si recibe un regalo de 50 dólares, él tendría que devolver uno del mismo valor monetario.
Ante esta disyuntiva, se decide por una canastilla con productos de “belleza”, pero fiel a su postura compra seis tamaños distintos de canastas. Así, cuando Penny le entregue su obsequio, él sabrá cuál de ellos darle, cuál será el equivalente en valor intercambiable. Llegado el momento, Penny le extiende una pequeña caja cuadrada de cartón. De ésta, Sheldon extrae una servilleta sin ocultar su indiferencia. Ella le dice que se fije bien: la servilleta está firmada por Leonard Nimoy, un héroe del escéptico Sheldon, por su rol en la película Star Trek. Máxime, el pedazo de tela fue utilizado por el actor.
Estupefacto, Sheldon abandona la sala con la emoción de tener ADN de Nimoy entre sus manos. De su habitación vuelve trastabillando con todas las canastas en los brazos. Penny le pregunta qué significa eso y él, preocupado, le dice que tiene razón, es muy poco para igualar su regalo. Entonces se acerca muy lento a ella y le da un abrazo enternecedor. El gesto no se había visto para con nadie en las temporadas anteriores —y nunca sabré si lo repite en algún momento de las eternas temporadas posteriores—. ¿Es la búsqueda por la equivalencia, acaso, la misma que por la imparcialidad?
Para el antropólogo Igor Kopytoff, desde una crítica por la tasación de todo lo existente, cualquier objeto o persona tiene un valor —sintetícese la idea a todo aquello que habita en el mundo—. En la singularización, ese algo puede ganar estimación en lo personal y perder en lo comercial. Es decir, la valoración individual frente a lo colectivo y la mercantilización. Por ejemplo, en lo monetario. Una vez me dijo mi prima que los billetes de otro país eran, para ella, papel, dinero de juguete; en ninguno de sus viajes terminaba de conectar con el valor personal de ese material con el que bien podría comprar casas y hoteles para sus propiedades en el Turista Mundial. Yo llevo en Bolivia más de ocho meses y, a pesar de la precariedad salarial en la que vivo, no consigo darle un valor real a esos papeles de colores que me entregan a final de mes. Sólo sé que los puedo intercambiar por comida y cerveza.
¿Cómo se puede medir, por ejemplo, un detalle? Nos resulta imposible equivaler una invitación a comer, ¿cómo la pagaremos al momento del intercambio? Sheldon podría decirnos, con tranquilidad y como lo hace en otro de los capítulos de The Big Bang Theory, que a partir del valor monetario: si me invitan una cena de 10 dólares, cuando sea yo quien regrese el detalle será, también, una de 10.
Hay otros dechados que nos arrojan su visión. Como Charles Lamb, quien intercambió el efluvio etílico por el del tabaco cuando mudó de amistades. Lo agobió un sufrimiento exacerbado pues los vicios no los decidió él, sino la gente que le rodeaba. El sentimiento negativo sería a causa de la injusticia, de la poca equivalencia que tiene el humo con el licor.
O bien la que muestra Valeria Luiselli en la segunda parte de Desierto sonoro, en la que retoma archivos de principios del siglo XX sobre el mercado de niños y jóvenes, como el del esclavismo en tiempos de legalidad: la persona como una mercancía con tal o cual valor de cambio.
En mi familia boliviana la transición al socialismo fue una mala inversión política —en el caso remoto, claro, de que ellos hubiesen votado por el presidente indígena—, un intercambio injusto que les restó privilegios: ya no podrían comprar el BMW, tendrían que conformarse con la Jeep; ¡¿qué?!, ¿un doble aguinaldo a sus trabajadores?, ese Evo está loco; adiós a la idea de un cuarto piso en la casa, ahora los impuestos no darían oportunidad de crecimiento.
¿Podrían, entonces, las opiniones pasarse al costo, como un intercambio de billetes? Éste —el de los billetes— es, quizá, el ejemplo de canje de equivalencias por antonomasia, de la idea adquirida que se toma en automático, sin cuestionarse. Aunque en realidad siga siendo papel para nosotros, damos por sentado que hay una equivalencia y confiamos en la persona de otro país con quien realizamos la transacción. Así, las opiniones podrían intercambiarse al costo sin convertirse en una mercantilización de las ideas.
Vuelvo al zipzap del televisor, veo sin observar. Otra vez los noticieros con la nota principal: el referéndum da como resultado el “no”, Evo Morales no podrá contender, una vez más, por la presidencia. Apachurro el botón rojo y me alejo hacia mí. En el camino a la cama emulo un intercambio de ideas, un intercambio justo con éste que habla en mi cabeza.
EL CARNET
Los faroles se extienden en serie hacia un infinito elevado: en Cochabamba las cadenas montañosas rodean muy cerca el angosto valle que alberga la ciudad —angosto, claro, en comparación con el de la capital mexicana—. La blancura artificial permea la acera y parte de la avenida. Mis pasos tienen la pesadez de la cerveza, aun más que la provocada por la altura del altiplano. Mañana debo asistir al SEGIP (Servicio General de Identificación Personal) para tramitar mi carnet boliviano.
¿Necesito en realidad la doble nacionalidad? Me lo pregunto a diario, pero con mayor detenimiento esta noche. Como las madrugadas de desvelo universitario, previo a un examen, en las que nos cuestionamos si de verdad es necesaria una carrera en la vida.
Otra alternativa sería buscar uno de esos locales donde falsifican documentos, una suerte de Plaza de Santo Domingo boliviana. Muchos de mis primos, menores de edad, tienen el suyo con fechas distintas de nacimiento. Pero mi intención no es entrar a los boliches, para ello me basta con el pasaporte; sino darme de alta en el padrón electoral para votar “sí” al referéndum de Evo Morales para modificar el artículo 168, en el que se estipula que un presidente no puede reelegirse en dos comicios seguidos.
Intento sacudirme la pereza. Máxime porque lo más moroso ya está resuelto: invalidar uno de los dos certificados de nacimiento de mi padre. Ya sea por duplicación o inexistencia, el registro de nacimiento tiene la misma carga burocrática en ambos países.
Continúo mi torpe caminata por el sendero de faroles hasta que algo en mi botín me detiene. Siento algo debajo de él —una ganancia porque con las cervezas en la cabeza no siento ni mis lentes sobre el tabique—; me agacho a recogerlo. Es una credencial enmicada: lo primero que veo es el fondo verde formado por una frase sin espacios que repite “ESTADOPLURINACIONALDEBOLIVIA”. Al frente, dos rectángulos blancos sobresalen; el izquierdo es una foto individual, borrosa, del dueño —que se me hace conocido— con playera blanca y mirada impasible. En el otro cuadro se dibuja una huella digital forzada, como si el dedo se hubiese limpiado la tinta en él.
Cuando no sabía lo que significaba plurinacional, acudí a la omnipresente Wikipedia. Nadie me había explicado el sistema político en función. Lo único que me viene a la mente son las consignas de algunos familiares y conocidos: “Viva la República de Bolivia”, que me recordaba a los personajes de Los miserables en sus tertulias clandestinas. No obstante, estos deseos de regresar al régimen republicano significa la cooptación, una vez más, de los pueblos indígenas: plurinacional refiere al poder que se le otorga a ciertos pueblos, en territorios ancestrales, de autogobernarse.
Giro la cabeza en distintas direcciones como buscando al dueño del carnet que tengo entre las manos. La credencial me ilumina aún más que los faroles. Doy la vuelta para conocer el nombre del ciudadano que había tenido a mal extraviar su identificación, quizá evocándolo aparezca. Por encima de mi fecha de nacimiento, mi nombre y apellidos se me hacen más conocidos que la fotografía. Sacudo mi carnet, lo acomodo en mi cartera vacía y continúo mi caminata hacia la democracia.
CAFÉ CON LECHE Y MARRAQUETAS
Nuestro mundo muerto es una colección de cuentos escritos por Liliana Colanzi, una de las máximas representantes de la literatura boliviana contemporánea. En ellos se encuentra la voz de un pueblo, los acentos diversos de distintas regiones; también su polarización y costumbres. En uno de los relatos menciona, a primera vista superficial, un desayuno de café con leche y marraquetas (un pan muy parecido al bolillo). Me parece que en ese pequeño detalle está el calor hogareño del país; no solamente elucubré el pan y el café, sino también la diversidad de alimentos mañaneros, como el api con pastel.
Cuando pienso en Bolivia lo hago a través de la comida, de sus aromas, de la gente de las micros y de quienes atienden los negocios, de todo aquel lugar común. Pienso en los escritores de hace décadas: Jaime Sainz, Óscar Cerruto, Néstor Taboada, como también en las nuevas generaciones: Maximiliano Barrientos, Magela Baudoin, Rodrigo Urquiola o la misma Colanzi. Me resulta imposible pensarla desde su condición política, aunque, por supuesto, se trate de algo inherente a la vida misma.
Sigo sin saber cómo responderé la siguiente vez que alguien me pregunte “¿y tú qué piensas?”. Quizá pueda jactarme de la defensa de la imparcialidad, como afirmé al principio, con el riesgo de que esto parezca periodismo panfletario. Apelaré a lo que aquí defiendo, incluso si la incongruencia propia de nuestra especie me provoca, el día de mañana, cambiar una vez más de perspectiva. Responderé, pues, a ese cuestionamiento con la mayor posibilidad de lo llano, con un lapidario: ¿yo qué pienso de Bolivia?, que nada podrá igualar un delicioso desayuno de café con leche y marraquetas.
1 El 21 de febrero de 2016 se llevó a cabo el referéndum convocado por el gobierno boliviano para modificar la legislación. Por un pequeño porcentaje, el “no” a la posibilidad de reelección se impuso frente al “sí”.