Carrusel / Heredades / No. 227
Luis Zapata, más que un vampiro
Descubrir el deseo y la sexualidad siempre es un camino en diáspora. Público, porque ante los ojos de todos es algo que debe ocurrir con naturalidad, y clandestino, ya que sólo uno mismo sabe lo que ocurre en su cabeza. Es una búsqueda íntima, solitaria, similar a la lectura. El acto sucede a la vista, pero el tesoro hallado siempre es privado.
En ese sentido, leer los libros de Luis Zapata en los pasillos de la facultad significó volver a la adolescencia; a ese maravilloso calvario en el que las preguntas cosquilleaban en el cuerpo y ningún libro me decía lo que estaba buscando. En la universidad las respuestas llegaron, como ha ocurrido desde la antigüedad, en forma de relato. Las anécdotas personales, que se volvían experiencias comunes envueltas en pasta blanda con hojas amarillas, estaban disponibles sólo en la biblioteca universitaria, lugar donde se preservan los escasos ejemplares de uno de los más prolíficos autores que ha dado México, y que las editoriales dejaron de reproducir.
Leer los libros de Luis Zapata (México), Manuel Puig (Argentina), Reinaldo Arenas (Cuba) y José Donoso (Chile), ese otro boom latinoamericano de autores homosexuales con obras atrevidas y algunas netamente gays, fue hallar de nueva cuenta la flor abierta de mi pubertad atrasada. Los pétalos al fin hablaban, no para describir su anatomía, sino para compartir juntos el hedor de su perfume. Luis Zapata, Luis Zapata, más que un vampiro
I
Luis Zapata Quiroz nació en Chilpancingo el 27 de abril de 1951 y falleció un fatídico 4 de noviembre de 2020 en la ciudad de Cuernavaca, durante un mundo encerrado en el que las libertades individuales, como antaño, han vuelto a estar en tela de juicio. La obra entera de Zapata casi siempre es catalogada como subversiva y fundacional en cuanto a la temática gay o LGBT se refiere, y lo es. No voy a decir que El vampiro de la colonia Roma (1979) fue el primer libro homosexual escrito en México, los datos nunca serían precisos. Antecedentes como la censurada La estatua de sal de Salvador Novo (escrita en 1945, pero publicada hasta 1998) o El diario de José Toledo de Miguel Barbachano Ponce (1964) o los sugerentes artículos de Carlos Monsiváis demuestran que, a pesar de que la literatura gay hizo su debut oficial durante la década de los setenta (debido también a la fuerte influencia de los movimientos sociales), desde principios del siglo XX varios escritores buscaban la representación. No de un gremio, sino de sus historias.
Por ese motivo, una de las tantas cosas que hay que agradecerle a Luis Zapata es que su bellísimo y astuto Adonis García vino a reformatear la vieja tradición de la jota literatura mexicana, la del disimulo. El pícaro vampiro llegó para decir, con obviedad e hipérbole, que las historias también podían ser descaradas, sucias, corrosivas, locas, apasionadas y divertidas como todo lo bueno en la vida, y no había necesidad de justificarlas por nada. La vergüenza se transformaba en juego. El clóset de vitrinas al fin había sido abierto.
Por ese motivo, una de las tantas cosas que hay que agradecerle a Luis Zapata es que su bellísimo y astuto Adonis García vino a reformatear la vieja tradición de la jota literatura mexicana, la del disimulo. El pícaro vampiro llegó para decir, con obviedad e hipérbole, que las historias también podían ser descaradas, sucias, corrosivas, locas, apasionadas y divertidas como todo lo bueno en la vida, y no había necesidad de justificarlas por nada. La vergüenza se transformaba en juego. El clóset de vitrinas al fin había sido abierto.
II
Luis Zapata es un autor que ocupa un lugar destacado en la narrativa hispanoamericana; incursionó en todos los géneros literarios y su producción abarca desde finales de los setenta hasta bien entrado el siglo XXI; incluso, su último libro Autobiografía póstuma (2014) fue publicado en la década pasada.
Como novelista, dramaturgo, cronista, ensayista y cineasta siempre iba a punta de vanguardia y transgresión, no sólo por la temática y el fondo de sus obras, también por la forma con la que las dotaba: la estructura dialogada, el ritmo cinematográfico y vertiginoso, la composición teatral, el homenaje a las leyendas del cine, la parodia de las fórmulas de la literatura clásica, el oído para el lenguaje coloquial, el lenguaje artificioso, la comedia, la tragedia, la novela rosa, la radionovela. En sus libros sobresalen las mujeres opulentas y los gays complejos, lejos de los estereotipos ofensivos impuestos por la cultura anterior. En el territorio de Zapata, los homosexuales son amantes, estrellas, sabandijas, efebos, empresarios, viejos, masculinos o afeminados, pero nada de eso impide que sigan siendo personajes poderosos y profundos. Sus historias, sin dejar de divertir o conmover, cuestionan la doble moral de la sociedad, el clasismo, el desencanto de la juventud, las pasiones desgarradas, los apetitos ilícitos de una ciudad de carne y hueso que bajo el manto nocturno se transforma en un Olimpo con los deseos al aire. Lo novedoso de sus propuestas, aspecto difícil de mantener a lo largo de 40 años de carrera, nunca cesó.
Fue en la novela, su género más fecundo, donde Luis Zapata explotó al máximo sus habilidades para la ficción. El vampiro de la colonia Roma no sólo es la reinvención de la picaresca a través de las desventuras de un gay prostituto, también se trata de uno de los primeros bestsellers mexicanos modernos rompedor de paradigmas. En la gigantesca En jirones (1985) explora los abismos psicológicos del amor y el frenesí de la ruptura. En Melodrama (1983) impone su propio género, cínico y seductor, hoy día asociado únicamente a las series de televisión. Y por supuesto, en La hermana secreta de Angélica María (1989), mi libro favorito, ofrece al país la primera novela protagonizada por un personaje hermafrodita a manera de película de crimen; y así entre muchos otros títulos de su vasta obra que, desafortunadamente, en la actualidad deben rastrearse en librerías de segunda mano.
Como novelista, dramaturgo, cronista, ensayista y cineasta siempre iba a punta de vanguardia y transgresión, no sólo por la temática y el fondo de sus obras, también por la forma con la que las dotaba: la estructura dialogada, el ritmo cinematográfico y vertiginoso, la composición teatral, el homenaje a las leyendas del cine, la parodia de las fórmulas de la literatura clásica, el oído para el lenguaje coloquial, el lenguaje artificioso, la comedia, la tragedia, la novela rosa, la radionovela. En sus libros sobresalen las mujeres opulentas y los gays complejos, lejos de los estereotipos ofensivos impuestos por la cultura anterior. En el territorio de Zapata, los homosexuales son amantes, estrellas, sabandijas, efebos, empresarios, viejos, masculinos o afeminados, pero nada de eso impide que sigan siendo personajes poderosos y profundos. Sus historias, sin dejar de divertir o conmover, cuestionan la doble moral de la sociedad, el clasismo, el desencanto de la juventud, las pasiones desgarradas, los apetitos ilícitos de una ciudad de carne y hueso que bajo el manto nocturno se transforma en un Olimpo con los deseos al aire. Lo novedoso de sus propuestas, aspecto difícil de mantener a lo largo de 40 años de carrera, nunca cesó.
Fue en la novela, su género más fecundo, donde Luis Zapata explotó al máximo sus habilidades para la ficción. El vampiro de la colonia Roma no sólo es la reinvención de la picaresca a través de las desventuras de un gay prostituto, también se trata de uno de los primeros bestsellers mexicanos modernos rompedor de paradigmas. En la gigantesca En jirones (1985) explora los abismos psicológicos del amor y el frenesí de la ruptura. En Melodrama (1983) impone su propio género, cínico y seductor, hoy día asociado únicamente a las series de televisión. Y por supuesto, en La hermana secreta de Angélica María (1989), mi libro favorito, ofrece al país la primera novela protagonizada por un personaje hermafrodita a manera de película de crimen; y así entre muchos otros títulos de su vasta obra que, desafortunadamente, en la actualidad deben rastrearse en librerías de segunda mano.
III
Nunca tuve la oportunidad de conocer personalmente a Luis Zapata; el verdadero rey Luis o el rey vampiro, como lo han llamado. Lo que sé de él ha sido por sus libros, las reseñas, los artículos, las tesis y las decenas de entrevistas de los que sí tuvieron la dicha de entablar conversación con él. Dicen que era un autor depresivo, de voz amable, no le entusiasmaba firmar libros y tampoco le agradaba mucho la etiqueta de “literatura gay”. Para la crítica, como categoría de análisis, es comprensible la clasificación, pero en la práctica, para el otro oficio más viejo del mundo, las etiquetas sólo sirven para señalar anaqueles en una librería.
En 2019 tuve la fortuna de conocer a Pablo Simonetti, escritor chileno también destacado por su obra de “temática LGBT”; al preguntarle su postura al respecto de la polémica me contestó: “la literatura gay sí existe, pero es una definición, no un género”. Eso significa algo más que un tema o una historia, más que la presencia de unos personajes torcidos con sexualidad libre. Se debe comprender que lo que se escribe siempre está dentro de la cultura gay. Más allá de una retórica bombástica. Es una tradición literaria descendiente, en parte, de las revoluciones sociales con sus movimientos ultraamanerados y rabiosos hechos desde el margen para llamar la atención y gritar al orbe: “¡oye, existo!”. Y, por otro lado, nuestras historias son siempre narradas con la cosmovisión de que sólo un gay, joto, choto, marica, puto posee una sensibilidad tremenda, una labia vulgar y barroca, y un ágil sentido del humor para combatir la desgracia de querer ser en el mundo.
En ese sentido, leer a Luis Zapata, Luis González de Alba, José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Abigael Bohórquez, Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera, José Lezama Lima, Senel Paz, Pedro Lemebel, José Donoso, Manuel Puig, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Vallejo, Mario Bellatin, Pablo Simonetti, Alfonso Sánchez Baute y John Better, entre muchos, muchos otros cuyas obras son muy difíciles de conseguir en casi cualquier soporte de lectura, es volver a salir del clóset en Latinoamérica. Pero esta vez de colmillos, mucha pluma y cola de lagarto.
El año pasado se despidió de este mundo un escritor grande, ícono para la comunidad, parteaguas y referente de la época. Nos deja un legado de historias maravillosas, emotivas, experimentales, y una generación de autores que ya escriben, sin titubeos, los nombres de un amor que hasta ayer los quemaba. Luis Zapata no es sólo un Adonis García, es un Álvaro, Alba, Alexina, un Alex, Axel, un Sebastián y su A., una Patrona y su Tacha, un Zenobio y tantas personalidades que seguirán viviendo en las cientos de páginas que lograron la comunión de la literatura, el mito, el lenguaje, la ciudad, el cine, la radio y la estética para traer desde las cloacas el disfrute de una identidad.
En 2019 tuve la fortuna de conocer a Pablo Simonetti, escritor chileno también destacado por su obra de “temática LGBT”; al preguntarle su postura al respecto de la polémica me contestó: “la literatura gay sí existe, pero es una definición, no un género”. Eso significa algo más que un tema o una historia, más que la presencia de unos personajes torcidos con sexualidad libre. Se debe comprender que lo que se escribe siempre está dentro de la cultura gay. Más allá de una retórica bombástica. Es una tradición literaria descendiente, en parte, de las revoluciones sociales con sus movimientos ultraamanerados y rabiosos hechos desde el margen para llamar la atención y gritar al orbe: “¡oye, existo!”. Y, por otro lado, nuestras historias son siempre narradas con la cosmovisión de que sólo un gay, joto, choto, marica, puto posee una sensibilidad tremenda, una labia vulgar y barroca, y un ágil sentido del humor para combatir la desgracia de querer ser en el mundo.
En ese sentido, leer a Luis Zapata, Luis González de Alba, José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Abigael Bohórquez, Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera, José Lezama Lima, Senel Paz, Pedro Lemebel, José Donoso, Manuel Puig, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Vallejo, Mario Bellatin, Pablo Simonetti, Alfonso Sánchez Baute y John Better, entre muchos, muchos otros cuyas obras son muy difíciles de conseguir en casi cualquier soporte de lectura, es volver a salir del clóset en Latinoamérica. Pero esta vez de colmillos, mucha pluma y cola de lagarto.
El año pasado se despidió de este mundo un escritor grande, ícono para la comunidad, parteaguas y referente de la época. Nos deja un legado de historias maravillosas, emotivas, experimentales, y una generación de autores que ya escriben, sin titubeos, los nombres de un amor que hasta ayer los quemaba. Luis Zapata no es sólo un Adonis García, es un Álvaro, Alba, Alexina, un Alex, Axel, un Sebastián y su A., una Patrona y su Tacha, un Zenobio y tantas personalidades que seguirán viviendo en las cientos de páginas que lograron la comunión de la literatura, el mito, el lenguaje, la ciudad, el cine, la radio y la estética para traer desde las cloacas el disfrute de una identidad.