Concurso 52 | Temor / No. 229
Una vida en retroceso
Cuento: Segundo premio
Debería ver la manera en la que se comporta. No sé si usted la podría aguantar. Es increíble cómo una persona de más de 90 años y un bebé de sólo unos meses pueden tener tanto en común. Suelo escuchar decir que la vida es como una línea recta que siempre va hacia arriba, y un día simplemente se detiene. Ahora que ando aquí con Nedy, me doy cuenta de que las personas que dicen eso o son muy tontas o nunca han cuidado a una persona de la tercera edad.
Yo creo que más bien la vida es como una parábola. Sí, creo que es así: una parábola que inicia en el origen de un plano cartesiano y se va desplazando por el primer cuadrante hasta terminar nuevamente en el eje de las abscisas. De esta manera, en la parábola, el eje de las abscisas simboliza el tiempo de vida de una persona; mientras que el de las ordenadas, sus habilidades psicomotrices.
Lo que quiero decir es que siento que llega un punto, el vértice de la parábola, en que conforme una persona avanza en su edad, va encontrando familiares ciertas cosas como los pañales, las papillas o los balbuceos como la única forma de comunicación. Entonces es inevitable que todos lleguemos a un momento en nuestra vida en el que cada que avancemos en nuestro eje de las abscisas, al mismo tiempo estaremos retrocediendo en el de las ordenadas. No sé si me doy a entender, pero es que de verdad siento que es así. Al menos Nedy me ha hecho creer que es de esta manera. Pero como le comenté antes, esta parábola también tiene un fin. Así, va a llegar un instante en el que, si avanzamos un poco más, ya no podremos retroceder. Y es en ese momento que se te acaba la vida. Nedy ya hace mucho tiempo que viene retrocediendo mientras su edad avanza; pero todavía no parece estar cerca el día en el que ya no pueda retroceder.
Me vine del pueblo porque me dijeron que Nedy ya había desquiciado a todos los enfermeros que le habían asignado para cuidarla. Al parecer, yo era la única persona que le aguantaba el carácter tan feo que se le ha hecho. Aunque la verdad para mí también fue bastante difícil. Ya había preferido dejar de hablarle, porque cuando le decía las cosas en un volumen normal no me escuchaba, o al menos fingía que no me escuchaba. Y cuando le hablaba con un volumen un poco más alto, me regañaba y me decía que no le gritara. Son esas pequeñas cosas que, aunque al principio pasas sin problema, se van acumulando y te empiezan a generar un desgaste descomunal.
Antes de que se volviera tan fea de actitud, era un pan de Dios. Y antes de que se hiciera tan débil, era la anciana más fuerte que conocía. ¿Me creería si le dijera que todavía montaba a caballo hace dos años? Pues es verdad, y montaba muy bien. Su mal humor y la aceleración de su vejez inició desde que el doctor le prohibió salir de su casa. Bueno, no tiene esa prohibición tal cual. Él dijo que ya no podía bajar escaleras por temas de salud, y la pobrecita tiene su departamento en un segundo piso. ¿Se imagina no poder disfrutar de sus últimos momentos con piernas capaces de caminar, sólo porque no puede bajar unas méndigas escaleras? Yo también hubiera reaccionado como ella, la verdad.
Las escaleras eléctricas nunca han sido una opción, principalmente porque no hay dinero. La única otra opción sería que la cargaran de bajada y de subida. Incluso ella insiste en que eso sería lo mejor. ¡Pero no sabe cuánto miedo me da eso! De sólo pensarlo siento que Nedy ya se desbarató unas cinco veces. Últimamente suele decirme que un día amanecerá con alas y saldrá volando por la ventana. Al principio le di el avión, pero una vez sentí un no sé qué, que terminé por ponerle barrotes a las ventanas. Ahora estoy un poco más tranquila. Pero sólo un poco. En una de ésas y no le crecen alas, pero sí otra cosa que vaya usted a saber.
Me dolía mucho decirle que no sabía qué se podía hacer. Todavía me duele. Pero yo llegué aquí para tomar decisiones como éstas. Aunque de igual forma me pone triste pensar que, al llegar a cierta edad, hay decisiones que simplemente una ya no podrá tomar.
Así estaba de malhumorada y de fea conmigo y con todos los que venían a saludarla. La vejez le estaba pegando más fuerte que nunca. Aparte de los problemas originales de sus piernas, sus oídos y su gusto, empezaron los de la vista. Yo ya no sabía qué hacer. Pensaba que no faltaba mucho para que se muriera. Sentía que se había dejado y que no tenía intenciones de recuperarse. Me ponía muy triste pensar que cada día que pasaba ella sólo ansiaba que fuera su último.
Pero de pronto, que un día llega la Mella.
Nedy solía dormirse bien temprano. A las nueve ya le estaba poniendo su pijama para que se metiera en las sábanas. Y al día siguiente, a las siete en punto de la mañana ya estaba bien despierta, pidiéndome que le hiciera su café de olla y que le diera sus pastillas. Pero un día, así de repente, dieron las 11 y media, y me dijo que todavía no quería irse a la cama. ¿Sabe usted qué andaba haciendo? ¡Boleando los zapatos de Mella! Yo le pregunté por qué hacía eso. Me contestó que su hermanita ya casi iba a llegar, y que a ella no le gustaba traer puercos los zapatos. Cuando me dijo eso me quedé paralizada. Le juro que desde que llegué con ella nunca la había escuchado tan lúcida como aquella vez. ¡Con decirle que no tuve que repetirle las cosas más fuerte para que me contestara! Entonces que me da una alegría bien, bien grande. Ya no le insistí para que se fuera a dormir.
Yo trato de poner una alarma todos los días a las seis y cuarto de la mañana para salir rápido al mercado por unas cosas, y después regresar y hacerle su café de olla. Ese día, cuando terminó de bolear los zapatos de la Mella, por ahí de las 12, se fue a dormir. Entonces yo decidí poner la alarma más tarde pensando que Nedy se iría a despertar después. ¡No tiene ni idea! Como a las cuatro de la mañana que me despierta un santo trancazo. Me desperté fría, y no sé en qué momento di el brinco para irme corriendo a ver a Nedy. Le juro que yo pensaba que la iba a ver tirada en el piso, ya con sus ojitos azules sin brillo.
La muy bruta estaba hincada, rezando. En un ataque le grité: ¡Nedy, ¿qué haces despierta a esta hora?! Me respondió que era la Mella, que no la estaba dejando dormir. Le pregunté por qué, y me dijo que la andaba molestando. Para ser las cuatro de la mañana, se veía bien lúcida Nedy, no tanto como cuando lo de los zapatos, pero sí lo suficiente como para notarlo.
Quiero vivir 100 años, me dijo todavía hincada. Después me dijo que Mella le había dicho que cómo pensaba vivir hasta esa edad si nunca fue buena persona con los demás. Yo seguía bien asustada por el trancazo que había escuchado. Sentí como que el latido del corazón se me detuvo y me regresó algunas horas después. Pero igual estaba muy cansada, así que le dije que se arreglara con la Mella como pudiera, pero que yo ya me iba a dormir.
100 años, ¿se imagina? Yo le estaba dando un par de semanas, y me sale con que quiere vivir hasta los 100. Tampoco es que le faltara tanto para llegar. Pero pues cuando se es muy vieja como Nedy, pensar en llegar a vivir un año más ya es ser una aferrada a la vida. Que no es malo, la verdad. Pero sí llega a sorprender esa ilusión, más viniendo de una persona que se dejó caer tan rápido y tan hondo como ella.
Ya cuando me estaba saliendo de su cuarto me dice que si puedo empezar a hacer café para Mella en las mañanas. Le dije que si se iba a empezar a levantar tan temprano yo empezaría a hacer el café en las noches, y les dejaría dos tazas ya preparadas en el microondas para que sólo tuvieran que calentarlo. Afortunadamente el microondas es de las pocas cosas a las que Nedy todavía le sabe, por eso me sentí con la seguridad de decirle eso. Ella me dijo que estaba de acuerdo. Fue a partir de ese momento que empezó el cambio tan radical de Nedy, principalmente para bien. Lo único malo, si hay que mencionar algo malo, es que ahora tengo que lavar una taza más de café.
Desde aquel día ya no se ha vuelto a despertar después de las cuatro de la madrugada. Me consta porque los primeros días me empecé a levantar por los ruidos que ella hacía desde esa hora. Después me fui acostumbrando y me empecé a levantar a las siete y cuarto. Para esa hora Nedy ya estaba vestida, con sus pastillas tomadas, su cama tendida, y sentada en la sala viendo la tele con su café de olla en la mano, esperándome para desayunar. Antes de eso no podía hacer ninguna de esas cosas sola, ni vestirse, ni tomar sus pastillas, ni tender su cama. Así, con todo y que me despertaba más temprano, vivía mis primeras horas bien ajetreada, y empezábamos a desayunar como a las nueve y media. Ahora para esa hora ya ando terminando de lavar los trastes del desayuno.
Afortunadamente la Mella no come con nosotros, porque si no yo creo que las horas serían las mismas que antes.
Después de desayunar, el día se me iba en hacer la limpieza y la comida de la tarde. Pero como ahora tenía más tiempo en las mañanas, empecé a tener más tiempo el resto del día. Me sorprendí la primera vez que noté que por ahí de las siete de la tarde ya estaba libre. Después me di cuenta de que era una oportunidad maravillosa para tener un tiempo bonito con Nedy. Ella jugaba ajedrez muy bien, pero con la edad empezó a confundir los juegos. Un día me animé, y después de limpiar los trastes de la comida de la tarde, intenté recordarle cómo jugar. ¿Y qué cree?, que le agarró de volada. ¡No tardó ni una semana! Ya llevo un par de semanas sin poder ganarle. Después de jugar unas partidas yo me duermo, pero ella todavía no tiene sueño. También se empezó a dormir más tarde. Al principio me daba algo dejarla sola, pero después me dijo que la Mella llegaba al departamento para cuando yo me iba a dormir, entonces me dejé de preocupar. En una de esas se ponen a jugar ajedrez otro rato.
Sí, Nedy ha estado mucho mejor. No tengo ni idea de qué pasó para que tuviera fuerzas suficientes para hacer todas esas cosas sin mi ayuda, pero yo ya me estaba acostumbrando de maravilla a esos nuevos días: me despertaba más temprano con la tranquilidad de saber que no debía estar a las carreras por la vida.
Pero ¿sabe una cosa? Tardé bastante tiempo, como un mes quizá, en preguntarle por qué empezó a rezar todos los días. Como que al principio no le di importancia. Pero un día se me volvió a acomodar el cerebro, y recordé que Nedy nunca había sido muy católica. Al menos no lo suficiente como para rezar todos los días. Siento que es de esas personas que, si sus padres no la hubieran bautizado, seguramente no habría sido de ninguna religión. Aun así, seguía sin verle nada de raro. Más bien fue la curiosidad la que me inclinó a preguntarle.
El día que le pregunté me enteré de que la Mella le dijo que tiene que empezar a cuidar a todos sus conocidos si realmente quiere vivir 100 años. Cuidar a todos y cada uno de ellos. “No tengo superpoderes”, me dijo, “sólo sé rezar, y espero que con rezar por todos mis conocidos sea suficiente”. Yo me quedé muy consternada, no tanto por lo de la Mella, sino porque ahí caí en cuenta de que, por mucho que tuviera que rezar, no tenía motivos para hacerlo tan de mañana, quitándose horas de sueño. Porque de que tiene tiempo, lo tiene. Digo, sí ha empezado a ayudarme muchísimo más en algunas cosas, pero tampoco es como que haya vuelto a tener la movilidad de hace algunos años. Hay cosas que ni el buen humor permite hacer.
Le dije que estaba muy bien que rezara, pero qué necesidad tenía de despertarse tan temprano para hacerlo. Me contestó algo que la verdad no recuerdo, principalmente porque no quise entender. Y aquí le voy a decir algo. Ella podría haber dicho cualquier cosa de por qué reza tan temprano, pero desde ese momento algo se conectó en mi cabeza y me di cuenta de que la respuesta ya la sabía. Yo ya sabía que Nedy se despertaba más temprano únicamente por miedo. Sí, ella tiene miedo de dormirse. Dormirse y ya no despertar, por eso prefiere dormir el menor tiempo posible. Ya desde ese día no hablamos de eso. Sólo una vez le pregunté qué hacía la Mella mientras ella rezaba. Ella me dijo que no tenía ni idea.
¿Cómo ve? Entonces Nedy se despierta a las cuatro. Se viste, tiende su cama y toma su medicamento. A eso del cuarto para las cinco tira una almohada al piso, se monta sobre ella de rodillas y se pone a rezar. Siempre lo hace en frente de la ventana de su cuarto porque ahí también tiene las fotos de Jesús y de la Virgencita que me pidió que le comprara al poco tiempo que inició con su nuevo ritual matutino. Justo por la hora en que termina de rezar salen los primeros rayos. Ella dice que cuando siente caliente su frente sabe que ya tiene que terminar. Es como su alarma natural. Súper útil, porque en esas horas que está hincada siempre tiene los ojos cerrados.
Le juro que no hay persona que le haya mencionado, y que no me diga que reza por ella. Luego le digo: “Oye, te manda a saludar Lupe, el vecino”, y ella me dice: “Lupe, sí, dile que rezo siempre por él y por su familia”. Y así pasa con toda persona que le menciono. ¿Puede creerlo? Yo digo que hasta ha de rezar por usted. Luego le pregunto, si quiere.
Si yo ya estaba soprendida por la transformación de Nedy, me quedé anonadada en el momento en el que hasta se empezó a ver más joven.
Un día, le juro por lo que usted quiera, hasta la vi con el cabello menos canoso. “¿Qué te hiciste, Nedy?”, le pregunté. Ella no tenía ni idea de a qué me estaba refiriendo.
Confundida, se fue a mirar frente al espejo, justo antes de empezar a reír. “Fue Mella, de seguro me pintó el cabello mientras dormía”, me dijo todavía entre risas. Yo reí con ella, pero fue más por seguir el momento. Yo seguía súper anonadada. Otro día la vi con menos arrugas en sus manos. Y su respuesta fue la misma, risas y “fue la Mella, que me estiró en la noche”. Otro día fueron sus ojos, que dejaron de verse tristes. Otro día fue su espalda, que estaba notablemente menos curvada. Y para todo lo mismo: risa y Mella, risa y Mella, risa y Mella. Yo no sabía qué estaba sucediendo con ella. Llegó el día en el que ya ni siquiera reconocía su voz, pues empezó a sonar exactamente igual a como sonaba cuando yo era niña, ¡hace más de seis décadas!
Ya me estaba empezando a decidir en decirle a alguien lo que pasaba con Mella, usted entenderá que el miedo fue relevando a la sorpresa.
Un día me vi en la necesidad de salir al mercado en la tarde, pues se me había olvidado comprar jengibre para el guiso del día. Le juro que no me tardé ni 20 minutos. Cuando regresé, sentí cómo se salió todo el aire que estaba dentro de mí, dejándome completamente hueca.
Nedy estaba en la planta baja, ¡checando la bandeja de la correspondencia! Se imaginará que yo pegué el grito en el cielo cuando pude reaccionar y me llené el cuerpo de quién sabe qué cosa. “¿Por qué eres así de irresponsable?”, le empecé a gritar. Todavía entre regaños, le pregunté cómo logró bajar y quién la había ayudado. Estaba más que dispuesta a azotar a la persona que lo hubiera hecho.
Me contestó que la Mella la había ayudado, tomándola del brazo mientras ella apoyaba los pies en los escalones. No me vaya a malinterpretar, yo también quiero mucho a la Mella. Pero es que aquella vez estaba bien ciega del coraje, y ni me acuerdo de qué tantas cosas le terminé gritando. Pero es que lo suyo ya no era para seguir tolerando. Estaba poniendo en peligro la vida de Nedy.
Una bola se sentimientos me explotó en el cuerpo, y me solté a llorar. Ahí, frente a Nedy y, tal vez, frente a Mella y a algunos vecinos que sacaron sus cabezas por donde pudieron para ver la escena que me estaba armando. Me senté en el primer escalón de la escalera con la cara empapada, los ojos cerrados y con las ganas de maldecir todo.
Después de un par de minutos de tratar de pensar en blanco, volví a abrir los ojos. No vi a Nedy en ningún lado. El llanto se fue para que entrara la angustia. Le empecé a gritar mientras me paraba de las escaleras, dispuesta a recorrer kilómetros por si tenía que recogerla del otro lado de la ciudad. Después del quinto o sexto grito, Nedy me llamó desde una ventana de su departamento que da a las escaleras del edificio. Cuando me giré a verla, me volví a sentir hueca, pero está vez fue una sensación un poco diferente. Hueca, sí, pero con la cabeza pesada.
“Mella dice que no te preocupes por mí, que ella está aquí para ayudarte conmigo”, la escuché gritarme. Yo me quedé quieta, viéndola un momento más sin decirle nada. No fue hasta que se le salió una gota de sus ojitos azules que volvió a hablar. “No quiero que estés triste por mi”, fue lo último que me dijo antes de que subiera al departamento y la abrazara.
Nedy me prometió que nunca más iba a volver a bajar las escaleras. Ahora ya estoy completamente conciliada con la Mella. Entonces parecía que todo volvería a estar bien. Pero desde ese día esa sensación de vacío no me ha dejado en paz. Nedy sigue rejuveneciendo, ya casi no tiene arrugas y ya se hinca para rezar con mucha más facilidad. Yo he pasado mucho tiempo pensando en todo esto. Y pues ya llegué a un punto en donde reconozco que no estoy bien. Tengo un miedo y una tristeza constante, y todo viene por Nedy. Le pido que me comprenda, Nedy es de las últimas personas que me quedan en este mundo. No le tengo miedo a la muerte, ni a la propia ni a la ajena. Lo que me causa el miedo y la tristeza es pensar que ella se muera sin que nos podamos reconciliar. Usted pensará que nuestros problemas podrían arreglarse si platicamos. Pero no es tan fácil. Platicar nunca se nos ha dado bien a nosotras.
Aunque estoy dispuesta a cambiar, a hablar con ella. Tengo que tener muy claro lo que le pasa a Nedy para poder entenderla lo mejor posible. Y por eso le llamé a usted. Estoy consciente de que no es especialista en estos temas, pero no he encontrado a alguien más que me pueda socorrer en esto. Perdone por la extensa explicación, creí que era necesaria para que no nos tachara de locas. Bueno, ahora sí. Le pregunto: ¿usted cree que sea posible que, a la edad de Nedy, se pueda avanzar sin retroceder?