Carrusel / Bajo cubierta / No. 230

El sonido de una Underwood 1915
Mario Bellatin
El palacio
Sexto piso
México, 2020, 75 pp.


Leer El palacio es sumergirse en el acto mismo de la escritura. Las palabras, al ir cayendo, se des-escriben unas a otras, abriendo la puerta a lo no escrito y que es imposible de decir, pero que está. En la primera cuartilla de El palacio, de Mario Bellatin, aparece escrito a máquina, en una Underwood 1915, lo que será la primera parte del libro y que, en las páginas siguientes, sufrirá una metamorfosis: el espacio en blanco llegará a habitar entre oraciones, tanto así, que el lector se preguntará si se trata de una novela o de un poema. Las palabras de la primera cuartilla caen hasta desplegarse en siete páginas. La lectura descendente llevará al lector a pronunciar detenidamente cada palabra para dar con lo que se esconde detrás de ese espacio en blanco. Sin duda es un libro para leer en voz alta.

Tres preguntas marcan el arranque de la novela: “¿Quién es el fámulo? ¿Un ser ausente? ¿Algo que irrumpe en estos trances de abandono?”. A éstas les sigue la afirmación: “Es difícil describírtelo, sobre todo ahora que he decidido no escribir más”. Así es como la escritura, sin intentarlo, se convierte en el tema principal de la novela. A través de ella descendemos buscando —¿o será más preciso decir persiguiendo?— un algo que, cuando estamos a punto de encontrarlo, se escapa, de manera muy parecida a lo que ocurre en el cuento “El perseguidor”de Julio Cortázar, cuando Johnny, al tocar “Amorous”deja visible para su amigo y crítico Bruno su frenética búsqueda de ese algo que huye mientras más se le persigue. En el caso de El palacio, el monólogo anónimo, dirigido también a un desconocido interlocutor, trata de la persecución de la figura del fámulo, la cual finalmente se dispersa en el relato de un viaje en barco en busca del cadáver de un niño, en el agua del té que está por hervir, en el salón de belleza, en los perros Perezvón y Puercoespín, en el estudiante de Filosofía que por las noches se traviste, en el soldado al que a escondidas se le ha dado de comer, en la guerra y en muchos otros lugares, personas y cosas que aparecen por el impulso de quien escribe por hablar sobre el fámulo. “El jazz no es solamente música, yo no soy solamente Johnny Carter”, leemos en el cuento de Cortázar. ¿Ocurrirá lo mismo con el fámulo?

En El palacio la escritura se convierte en un testamento a través del cual la vida de quien habla se va unificando. Una paradoja, si lo comparamos con la forma del libro. ¿Será esa unión lo que esconde el espacio en blanco? “No regresaremos nunca a nuestra tierra de origen. Supongo que tienes conciencia de que ya no tenemos tiempo”, dice el personaje. El destino y el origen se confunden, la escritura los une y los lleva a empalmarse uno sobre el otro. Y una pregunta surge: ¿en dónde está quien escribe? En el poema de Constantino Cavafis, “La ciudad”, leemos: “Dijiste: Marcharé a otra tierra, marcharé a otro mar. / Habrá de hallarse en algún sitio una ciudad mejor. / Mas cada intento mío está condenado al error”. Así, en El palacio, el personaje nos habla de que, sin importar el viaje físico entre un lugar y otro —ya sea la guerra, un salón de belleza, un estudio de escritor o una mezquita—, él permanece en un mismo sitio, pues, al recobrar lo vivido, quien escribe no puede escapar de sí mismo.

Quizá la única fuga con la que el personaje cuenta sea la escritura misma, entendida no como la palabra que se muestra sobre la página, sino como el acto de colocarla sobre el papel en blanco: el sonido hueco de esa Underwood 1915 abriéndose paso por el vacío. Y por ello, aunque el personaje se diga no querer escribir más, no puede dejar de hacerlo y termina por mostrarse, con palabras, a un interlocutor desconocido: “Para nadie es fácil mantenerse en silencio con los orificios del cuerpo intervenidos y seguir al mismo tiempo vivo”.

Al igual que en otra novela de Bellatin, Salón de Belleza, en donde los peces del acuario son más que peces, son los que nos abren la puerta hacia el silencio del dolor —Ese pez que desaparece y que nadie nota que se ha ido para siempre, ¿de qué es espejo?—, en El palacio, el personaje nos arroja a una atmósfera del mismo orden al decir: “Esas fosas de las que nunca nadie quiere hablar”. Quizá lo que se persigue sea eso, al igual que Johnny Carter cuando le dice a Bruno: “No es una cuestión de más música o menos música, es otra cosa… por ejemplo, es la diferencia entre que Bee haya muerto y que esté viva. Lo que toco es Bee muerta, sabes, mientras que lo que yo quiero, lo que yo quiero…”. De esta manera, la escritura en El palacio busca salir de sí misma en la persecución por decir en lo no dicho qué es el fámulo. Lo perdido o el dolor sufrido por la deformidad física, al ser puesto en palabras, se hace asible, demostrándonos que la escritura es esa ventana que, sin interior ni exterior, se sujeta a dos nadas.