Placer / No. 231
Esther
Estaba maldita. Al menos así lo creía el tío Felipe cuando estrelló la cabeza de Esther contra el suelo, obligándola a tragar tierra hasta que los malos pensamientos abandonaran su infantil cabeza. Tenía apenas cuatro años cuando, explorando su cuerpo, descubrió que de una ligera cosquilla entre sus piernas nacía un calor repentino, a la altura de su ombligo, que correteó a su corazón y le pintó los cachetes de un rojo manzana. El tío la sorprendió revolcándose en una esquina del sillón y, cuando la mano de la niña iba a parar al filo de la falda, el tío tomó a la pequeña de una oreja y a tropezones la llevó hasta el huerto de la casa. Ahí comenzó el suplicio de Esther. A palabras como “¡maldita!” y “¡sucia!”, que restregaban su rostro contra la tierra fresca, ella respondía entre gritos con un “¡descarado!” o “¡cabrón!”, cuyo significado le era imposible comprender, pero que, en el momento del ataque, le brotaban de la boca con toda precisión sin atorarse en los dientes manchados o en la ondulación de su lengua. El tío Felipe la soltó después de unos segundos, más cansado que asustado y, por culpa de una patada que la niña logró pegarle en las nalgas, se manchó la pulcra sotana negra.
El tío Felipe vino a México después de Semana Santa. Tenía a su favor algunos días de vacaciones y no tuvo reparos en ausentarse del templo de San Martín de los Terreros. En la capital lo esperaba su hermana Josefina. Ella y su familia lo cuidarían y atenderían como sólo él podía merecerlo. No contaba con que los hijos de su hermana lo harían ver su suerte. La más peligrosa, según él, era Esther: carecía de modales y tenía un comportamiento juguetón, se pasaba todo el día riendo y hablaba hasta cuando no se lo pedían. No sabía rezar y no entendía por qué la figura de un hombre diminuto bañado en sangre, con poca ropa, con los brazos abiertos y clavado en algo parecido a un árbol, tenía que estar colgado sobre la cabecera de su cama. Para Felipe todo esto era una blasfemia e intentó soportarlo hasta aquella tarde en que la descubrió a la orilla del sillón. Como hermano mayor de Josefina, y supliendo la autoridad del padre de la niña, creyó tener el derecho de educar correctamente a ese demonio de barro y trenzas que se hacía pasar por su sobrina.
“¡Niña! No hagas ruido al tomar el caldo”. “¡No te piques la nariz!”. “Esther, así no hablan las damas”. “Tú no puedes opinar, eres una mocosa. No sabes nada”. “¡Sácate la mano de allí!”. Cada mala palabra, cada gesto inapropiado, cada comportamiento que pudiera parecer excesivo, era castigado con un puñado de tierra en la boca. La niña pataleaba y escupía diminutos terrones que, al contacto con sus lágrimas, se transformaban en motas de barro sobre su vestido. El castigo funcionaba por algunos días, Esther se mantenía callada, evitaba jugar con sus hermanos y cada vez que el tío Felipe aparecía en la cocina o en el huerto, cruzaba la sala o pretendía acercársele, ella corría a esconderse tras las piernas de su madre. Si mejoraba su comportamiento, el correctivo cesaba, pero entonces se escabullía para encender la radio, se miraba por mucho tiempo en el espejo y se pintaba los labios como su madre. Volvía a reír, manchaba los zapatos de lodo, jugaba con sus hermanos, se defendía de sus golpes y a veces repetía las malas palabras que se les escapaban, aunque sólo a ella la reprendieran. A veces, por el único gusto de estar alegre, comenzaba a dar vueltas y vueltas, el vestido se alzaba y sin querer mostraba los calzoncitos. De nuevo, su madre o la tremenda figura del tío la arrastraban hasta el huerto, le cubrían la boca con tierra y agregaban una serie de nalgadas para aumentar la efectividad del castigo.
Pronto llegó la temporada de lluvias, el huerto dio sus mejores chiles, tiñó de carmín los jitomates y transformó a las semillas en nuevos brotes. Aunque la visita del tío se había prolongado más de lo esperado, por aquel tiempo llegó una carta desde San Martín: Felipe debía tomar el primer tren y regresar cuanto antes al templo; existían deberes eclesiásticos mucho más importantes que ayudar a criar a tres niños insufribles. En la madrugada que el tío Felipe tuvo que irse, algo inquietó en sueños a Esther, quien al sentir una corriente helada que viajó desde su frente hasta la punta de sus dedos, comenzó a revolverse entre las sábanas mientras el ritmo de sus palpitaciones iba en aumento. Con el sobresalto, abrió los ojos y, aunque a la distancia podía escuchar a los pájaros cantar, se dio cuenta de que el cielo permanecía oscuro. Se levantó de la cama, abandonó la habitación y, sin hacer mucho ruido, caminó hasta la cocina, desde ahí pudo ver cómo Felipe cerraba su maleta, se acomodaba el paraguas como un bastón y atravesaba el patio hasta llegar a la entrada con ese ligero taconeo que lo volvía aún más terrorífico. La niña pensó que Felipe la había visto llegar a la cocina y que en algún momento él voltearía y diría algo para asustarla, pero el tío decidió no mirar atrás. Apenas el hombre cruzó el zaguán, un chubasco cayó sobre la casa. No es que a Esther le gustara mucho la lluvia, pero al ver que la tierra del huerto se humedecía, se sintió tan feliz que comenzó a bailar y a dar vueltas. Era feliz porque el tío que la atormentaba no estaría más.
Aún llovía cuando, a paso seguro, cruzó el patio hasta quedar frente al huerto. Estar ahí no le hacía sentirse bien, eran muchos los malos recuerdos, pero la curiosidad la llevó a hincarse entre las hierbas. El olor a tierra mojada le pareció exquisito, tanto que sus manos buscaron hundirse en el barro. Sus dedos serpenteaban entre la frescura de la humedad reciente y lo brusco de las raíces. Cerró sus puños y aprisionó un montoncito de tierra, lo llevó hasta su nariz y, sin recato, aspiró su aroma. Esther sabía que los olores traían recuerdos, como el perfume de su madre o el olor a leña impregnado en el delantal de la abuela. ¿A qué podía oler la tierra? Tal vez a castigos, pero en su cabeza la idea de lo prohibido comenzó a difuminarse. No quería pensar en cosas tristes, abrió su mano y sin titubear comió un poco de tierra.
En cuanto los terroncitos acariciaron el piso de su lengua, la boca se inundó con saliva. No deseaba engullir de una sola sentada aquella porción. Tenía tiempo para descubrir qué sentía al comer la tierra o para descifrar cuál era su sabor. Cerró los ojos y comenzó a imaginar el misterio de su boca: pequeños grumos que danzaban de un lado al otro, al interior de sus cachetes, se colgaban en lo alto de su paladar o jugaban a las escondidas entre sus colmillos. Una idea se asomó por su cabeza y de inmediato abrió los ojos: recordó a la abuela frente al metate con sus brazos cansados pero fuertes, triturando chiles y semillas. Esther era la primera en degustar el resultado de ese mole cada vez que la abuela así lo permitía. Los grumitos en su lengua se sentían como aquel polvillo, pero no picaban. El sabor era muy parecido al del chocolate negro, pero sin el dejo meloso del azúcar.
Tragó tierra porque así lo deseaba y, casi por instinto, su mano tomó otro puñito del huerto, lo llevó hasta su boca y de nuevo empezó a comer. Con la mezcla de su saliva se formó una pastita negra que, de trocito en trocito, se adhirió al paladar. La lengua no era suficiente para despegarla, se ayudó de sus dedos y, una vez afuera, observó aquella plasta por un momento. Esther pensó en los trocitos de masa cruda que solía robarse de la cocina cuando preparaban el almuerzo. Ella podría jugar a crear tortillas de masa oscura o chocolates de lodo, podría jugar, sí, pero lo único que deseaba era seguir descubriendo. Sin ascos ni arcadas, tragó el resto de la tierra que aún estaba en su boca e imaginó que una lluvia negra caía en su panza. No fue necesario cerrar los ojos, sintió cómo ese aguacero se transformaba en calor, recorría sus brazos, sus piernas, se acomodaba sobre el pecho y hacía brincar a su corazón. La tierra no sabía a los regaños ni a los insultos de aquel hombre, el sabor de la tierra era mucho más amoroso, sabía a juegos, a risas, a los recuerdos de la abuela, pero en especial, tenía el sabor de todo lo que ella tenía prohibido.