Poder ser / No. 234
El stalker y yo
Era un niño bonito. Tenía ese semblante bondadoso y travieso, pero un aire de superficialidad. No sé si alguien más lo percibía, pero yo lo veía así. Cuando topé con su perfil en Instagram quedé prendado. Era un chico atípico: fuera de las dentaduras blancas y las narices rectas y los vientres planos con los que estaba lleno el catálogo digital. Él contrastaba; me daba curiosidad no sólo ver su fotografía, sino también echarle un vistazo a las descripciones. Las palabras que ponía, lo poco que se confesaba hablando de libros que yo ni conocía, pero que me provocaba buscar.
Me animé a escribirle. No respondió. No lo culpo. Yo tampoco lo hubiera hecho ante un ávatar en blanco y una cuenta casi vacía, excepto por mis fotos de plantas, paisajes y unas donde dormía en el trabajo. No quería mentirle. Fue difícil no ceder a la tentación. Tenía miedo de no agradarle, claro, de que esa primera impresión me marcara para siempre, pero también quería gustarle sin apariencias. ¿Alguna vez te has preguntado cómo son los gustos de alguien que te gusta? ¿Cuál es su tipo? ¿Qué busca en una pareja? ¿Ser yo mismo? Nunca me había dolido tanto la cabeza. Supuse que le iban a gustar chicos guapos, como a todos, pero si él no era como todos los demás, sus gustos tampoco tendrían que serlo.
Oficialmente, era mi crush de Instagram.
Subía fotos de libros, de desayunos estrambóticos con libros, de él leyendo, selfies que no revelaban tanto y que era un agasajo mirar. Bonitos ojos, brillantes, del color del ámbar que conservó a los dinosaurios. Parecía que sus labios siempre estaban a punto de dar un beso, no eran las poses tontas de duckface, estaban fruncidos de manera delicada, tierna, firme, igual que los de una estatua del Renacimiento. No sé ni de dónde saqué las metáforas, creo que al espiarlo me iba contagiando lo culto.
En su cuadrícula había imágenes de él en un café, paseando perros, un pomerania, un par de pícnics en la playa, mimosas, patines, pero sin casco ni rodilleras, debía ser muy bueno. Lo hacía bajo el sol, con una playera que le desnudaba los brazos en tono duvalín y un minishort ajustado que le definía los muslos a punto de reventar. Me era imposible no pensar a qué olía todo él. Leía cada uno de sus post y comentarios, stalkeaba las cuentas de sus amistades, todas privadas. Reaccionaba a cada historia efímera; siempre aparecía solo, buena señal, pero me preguntaba quién le tomaba las fotos. Alguien debía compartir el frappé con él y asolearse juntos. La respuesta era obvia. Mejor dicho: confusa. A ver, si era un chico tan transparente en sus pensamientos, ¿por qué no mostraba a su compañía? La cosa me intrigó. Empecé a desvelarme viendo sus en vivo repetidos, mandándole mil corazones sin atreverme nunca a comentar algo que todos vieran. En las mañanas, me tomaba mi expreso con sus historias de buenos días entre stickers de girasoles y música de Natalia Lafourcade.
Luego de mil filtros y muecas elegí una foto en la que me veía bien, simpático, con mi bata de trabajo. Sabía que no debía llegarle con un mensaje random halagador como seguramente lo hacían otros. No. Yo tenía que ser astuto, que notara que también era listo. Decidí omitir el mugroso “hola” y transgredir su normalidad respondiendo un estado.
—¡Qué buen libro! —le envié. Cagándome. Tuve que googlear si el “que” llevaba acento y me obligué a colocar los dos signos de exclamación.
—¿Lo conoces? —su respuesta cayó enseguida.
—Sí, desde hace tiempo —mentí, ni siquiera sabía pronunciar el apellido del escritor.
—¿Qué te pareció?
Okey, la cosa iba en serio. Era nuestro primer contacto. Estábamos teniendo una conversación. Él seguía en línea así que no podía tardarme investigando.
—No lo he acabado. Era prestado y lo devolví.
—Son 50 páginas.
Quedé como estúpido. Probablemente ya se había dado cuenta.
—Me da un poco de pena preguntarte, pero… ¿hay algún libro que puedas recomendarme para empezar a leer más?
En parte mi pregunta era honesta aunque la intención era doble.
—¡Claro! —contestó. Le había atinado. A los pocos minutos me mandó una lista de libros, perfectamente escrita, de autores de todo el mundo—. Estoy aprendiendo a leer en italiano —me contó. Le dije que mañana mismo iría a la librería, pero ya no me respondió. Al otro día casi me ahogo con las empanadas cuando llegó su mensaje:
—Yo te los puedo mandar. Pásame tu número —era lo último que creí que ocurriría, o mínimo, que tomaría años conseguir, ¡y lo acababa de lograr! La primera noche, luego de dos meses de preparación. El motivo no importaba; significaba que ya había un poco de confianza genuina en todo esto, podía hablar con él a todas horas, igual en Instagram, pero tener su celular era ingresar diez secciones a su círculo personal. Le di mi número y en segundos me llegó un link de una biblioteca virtual. Tenía centenares de libros acomodados en carpetas divididas y clasificadas: “Novatos”, “Hechos”, “Sólo avanzados” y “Grandes obras”. Decidí desvelarme leyendo a fuerzas.
Fueron tres días en los que amanecí como zombi. Las ojeras ocuparon mi cara. Tuve que echarme gotas en los ojos y comprarme lentes para luz azul. Me costaba procesar la historia y varias veces tuve que retroceder para saber de qué se estaba hablando. Sabía quién era el protagonista, Jorge, y lo mucho que se estaba enredando con su vecina, Adela, quien lo manipulaba para sacar lo del alquiler.
—¡Tanto desmadre por un culo! —le mandé a mi muñeco. Así lo tenía guardado. No puse su nombre porque me gusta reservarlo sólo para mí; es un nombre común que suena súper sexy cuando se pronuncia con todo y apellido de abolengo.
—Apenas vas a la mitad —me contestó con una risa. Eran pláticas breves pero sustanciosas. Luego desaparecía, aunque se la pasaba publicando cosas. No quise hostigarlo, le respondía poco en sus historias. De poco a poquito me enteré sobre su rutina: nunca se desvelaba, dormía las ocho horas completas, no fumaba, le encantaba lo dulce aunque lo evitaba; siempre salía a patinar antes de mediodía porque “a esa hora el sol es noble y nutritivo”. Aquella mañana había desayunado jugo de piña con alfalfa, espinaca y un montón de hielos, y dos huevos cocidos.
—¿Y tú? —preguntó.
—Café con una rebanada de pay —me dejó en visto. Era tan lindo como cortante. Esperé cinco minutos y le mandé una carita. Hasta el anochecer que regresé del trabajo volví a hablarle, ahora por WhatsApp.
—¿Qué haces?
—Voy a trotar.
Habían pasado tres segundos desde mi visto y no di respuesta. Me dejó desarmado. Se iba a la calle en miércoles; yo me quedaba en casa resolviendo facturas y reportando consultas que había pospuesto por leer el romance de vecinos en horario laboral.
—¿Quieres venir?
Leí el mensaje dos veces, las dos en voz alta. “¿Quieres venir?”. Nunca había corrido. Sabía que él lo hacía en el bulevar Naval, al otro lado de la ciudad, en otro municipio, a 40 minutos manejando si bien me iba. Agarré una de las playeras de fútbol de mi hermano y un pants que usaba para dormir en diciembre. No dije nada, era un adulto que pedía prestado el coche. Llegué al bulevar en 25 minutos y me topé con una tribu de ciclistas pedaleando en la banqueta, zumba, patinadores con llantitas luminosas, el viento peinando las palmeras y el ruido de las olas desenrollándose contra las rocas.
—Ya llegué —le escribí.
Aspiré el aroma de la arena mojada. Mi respiración estaba tranquila, pero el siguiente mensaje hizo que casi me diera un paro cardiaco. Me mandó un link con la ubicación de su casa. ¡Su casa! Ocho minutos caminando. “Ven”. Mastiqué los dos chicles que encontré en la cartera y me odié por llevar tenis rotos, ¡se supone que iba a correr! Era nuestro primer encuentro, oficial, personal, aún no sucedía y ya la estaba cagando. En su dirección toda la cuadra estaba a oscuras: eran residencias de dos plantas, ventanales de dos metros, enrejadas, largas jardineras con buganvilias al centro de la calle.
—Hace 15 minutos se fue la luz —dijo frente a mí. Él. Su voz, enérgica como en sus estados de Instagram, no sonaba igual de cálida, pero me gustaba.
—¿Quieres que te ayude?
—No hay nada que hacer. Me dejaron cuidando la casa así que no puedo dejarla sola.
—¿Por qué se habrá ido la luz?
—A lo mejor porque viene el huracán.
Nunca me había imaginado los inconvenientes de aquellos que tenían el lujo, o el disgusto, de vivir cerca del mar, el clima siempre era más agresivo a medida que el agua era más próxima.
—Cómetela antes de que se derrita —dijo al ofrecerme una paleta de hielo en vasito. Era de lima. Él se puso a chupar otra amarilla. Subimos a su cuarto guiados por la linterna del teléfono. La habitación olía a tabaco, a geranio, a palomitas, todo mezclado en una colonia masculina. Vi una pila de tenis, un perchero lleno de gorras, rodilleras, guantes; una televisión muy grande con una consola de videojuegos y una laptop conectada.
—Acuéstate si quieres —me ordenó mientras succionaba la paleta—. Eres muy callado.
—No… es que… no sé de qué hablar. Me siento muy menso.
Subió los pies ya en calcetines y se acomodó cerca de mí. Los cables de mi cerebro comenzaron a hacer cortocircuito. Mi pene se encogió mucho. Estaba súper nervioso.
—Pues no tenemos que hablar —el muñeco colocó su mano en mi muslo—. ¿Empiezas tú o lo hago yo?
—¿Qué cosa?
Se me quedó viendo, me di una bofetada mental, luego un chupetón a la paleta hasta secarla. Me tragué el hielo.
—Perdón, sí, sí quiero empezar.
Se quedó callado. Volví a inhalar despacio. Su mano me siguió acariciando la pierna.
—Perdón… me da pena, pero eso no me está respondiendo ahorita —él sonrió, como el precioso muñeco maldito que era. “Ni lo vas a ocupar”. Y se me fue encima. Me sujetó del mentón y me clavó dos besos.
Su duckface me quería devorar los labios todavía fríos por la paleta de lima que hacía fusión con su lengua de mango. “Quiero coger contigo, quiero coger contigo”, murmuré en mi cabeza. Me separó las piernas con fuerza y quiso traspasar la ropa con sus meneos de víbora. Pude oler su cabello, champú de plátano. Acaricié su espalda, sus hombros, sus brazos y todas esas cosas que no percibía en las fotos plásticas. Sentí su barba naciente deslizarse por mi sien al lamerme la oreja. Se quitó la playera. Al fin vi su cuerpo descubierto, completamente lampiño, esbelto, los músculos delgados haciéndose duros por el hueso. La piel toda apiñonada, sin rastros del trópico caliente. Luego se bajó el minishort. A lo limpio del torso, le contrastó la mata negra en la pelvis y el vello que aumentaba cada vez más en sus piernas. La hermosa verga que le colgaba se hacía dura a medida que yo la miraba.
—Ven —me acerqué a su cadera y abrí la boca para chupársela. La besé con suavidad. Sentí cómo se agrandaba entre mis labios. Le enterré los dedos en las nalgas y de un bocado me la metí a la boca; la desaparecía en cada mamada. Me olvidé del calor, del pudor, los pendientes, me dediqué sólo a comerlo. Él me agarraba del pelo para hacerme mamar más rápido y profundo. Sentía el reflejo del vómito. Le chupaba los güevos, me hundía en su vello mientras mis manos escalaban desde sus pantorrillas duras, envueltas en calcetas blancas hasta engrosarse en sus muslos pálidos.
—Ábrela —ordenaba. Y otra vez me violaba la boca. Lo grueso y esponjoso se hacía fierro, raspaba con mis dientes. Saboreé su líquido preseminal, se mezcló con mi saliva y los vestigios de paleta helada. “Ya casi”. Me desconocí. Entrelazó sus manos conmigo y yo seguí aguantando las arcadas sin parar. De pronto, el gel tibio me salpicó la garganta. La chupé desde el nacimiento hasta la manzana rosa del glande, exprimiéndole la última gota de chicle de leche. Busqué con la mirada dónde liberar su descarga. El muñeco me observó impoluto, me apretó los cachetes y solté su néctar de guanábana en un segundo orgasmo. Escurrió por el labio, manchó la playera de mi hermano y se hizo charco en la alfombra del suelo.
Perdón, musité. Él me empujó al colchón. Me dio la vuelta. Volteé para encontrarlo sacando el preservativo de una cajita. El foco de la habitación comenzó a parpadear. Me bajó el pants hasta arrancarlo. Sentí sus manotas abrirme las nalgas, un escupitajo en el culo, su pulgar dando vueltas, queriendo entrar. Con la verga me penetró de jalón. Sentí todo mi cuerpo romperse. Cada empujón iba con más fuerza, de los ojos me lloró sudor. Su verga daba vueltas abriendo cada pared igual a un ladrón descifrando la combinación de una caja fuerte. El látex rozando. La sacaba, se escupía y me la volvía a meter mientras yo llenaba su almohada de baba. La luz del foco parpadeaba como en discoteca. Ya no me importaba gemir a lo bestia. Vi cómo mi pene resucitaba. Sentí que me iba a quebrar, que me iba a orinar, miré al techo oscuro y cayó el espasmo. Grité en el instante que la luz regresó y casi me deja ciego. Me vine litros.
Una hora después el muñeco me prestó un short con estampado de flamencos. No dijimos nada. Se despidió con una sonrisa y me mandó a dormir. Cuando llegué a casa, nadie se percató ni de la hora ni de que vestía diferente; yo me notaba hasta más delgado.
—Descansa —le envié. Había estado en línea hace 15 minutos.
Llegué tardé al trabajo, crudo. El doctor estaba enojado, le llevé el café hirviendo igual que todos los días, pero su “está tibio, César” me castró. Luego saqué signos vitales, casi le reviento el brazo a una señora. Cuando me tocó inyectar tuve que morderme los labios para hacerlo bien. El muñeco no me había respondido en todo el día, ni los anteriores ni los que vinieron. Otra vez pasé las noches pegado al teléfono mirando las fotografías sobre los preparativos de la boda de su prima. Otra vez era interesante ahí. Era tan seco en vivo como encantador en las redes sociales.
—Te ves guapísimo —le mandaba. Pero nada.
Seguí leyendo los libros para novatos. En el de Jorge y Adela, el marido los descubre en pleno orgasmo y se mata frente a ellos, ¿por qué?, no sé, literatura, le dicen. En el siguiente librito un par de hermanastros se quedan atrapados en su propia casa con fantasmas que los enredan en el incesto, al final, nada. En otro, un fotógrafo de cruising descubre un crimen en una imagen porno y va al parque para resolver… nada, nada, ¡nada! Escenas estúpidas, pornografía gore, groserías, cuentos donde no pasaba nada; no podía creer que mi crush divino leyera estas cosas mientras bebía su té chai.
—Verga.
—¿Qué pasó? —preguntó Diana, mi compañera de trabajo.
—Gasté toda la tinta imprimiendo libros.
Salí corriendo a comprar otro cartucho. Vi una publicación nueva: “Tarde de latte y lectura”. Voy por ti, cabrón. 20 minutos en coche provocarían la casualidad de topármelo y reprocharle por qué carajo no me había contestado desde hace 15 días después de cogerme. ¡Apúrate! Una tribu de ciclistas con pañuelos se atravesó, uno de ellos, furioso, me pintó el dedo. ¡Muévele!
En el restaurante ya no lo vi; había llegado tarde o nunca estuvo, puta madre, llevaba una hora fuera del trabajo y todavía faltaba comprar la pinche tinta. Para colmo, al salir choqué con unas niñas que derramaron su frapuchino rosado en mi uniforme.
Ya no me presenté al consultorio. Ignoré los mensajes de Diana, las preguntas de mi mamá, ¿por qué puta madre él no me respondía, qué le costaba?, le había dado todo. Extrañaba su axila llenándome la cara de desodorante; quería sus manos agarrándome el pelo, sus güevos en mi cara, sus balazos de pecesitos de leche sabor champaña. Me cagaba estar enojado y necesitarlo al mismo tiempo.
—Verga —volví a decir, como si de una plegaria se tratase. Comencé a masturbarme. Había aceptado que por teléfono nunca me iba a contestar. No sé si me bloqueó o nunca me agregó. En Instagram era diferente: sonrisas, fiestas elegantes, librerías boutiques, jugo verde, yoga, los patines bajo el sol de las 11 y la maldita sombra de sus fotógrafos secretos. Deslicé a las fotos más viejas: él acostado en la arena, mojado; en el torso, en su lateral izquierdo, tenía tatuado el rostro de David, la estatua maestra de Miguel Ángel. El puto era el cliché del anticliché. ¿Sería de henna? Lo tuve desnudo frente a mí y nunca lo vi, quizá no lo noté por estar embobado con su verga. “¿Cómo se quita un tatuaje real?” , puse en Google; apenas pude leer porque Diana seguía marcando. ¡No voy a regresar!
Fui al cajón y saqué el short prestado que ya olía a jabón y Suavitel. Agarré el coche y fui directo a su casa. Le tocaría el timbre, hablaría con él, lo iba a encarar, no me importaba si me odiaba o me follaba, lo que fuera menos seguir ignorándome. El teléfono seguía vibrando. En ese lado de la ciudad el viento azotaba las palmeras como si quisiera arrancarlas. Otra vez todo se me hacía chiquito. No sé cuántos semáforos me salté, pero llegué ileso. Una camioneta platinada estaba estacionada afuera de la casa. Del portón salió una mujer muy arreglada, enojadísima. Atrás venía él. Hermoso. Mi muñeco usaba un blazer guinda y una caja de regalo color marfil. Salí del auto y le chiflé.
—Te lo traje, es que no te llegan los mensajes —grité de banqueta a banqueta. Levanté el brazo para enseñarle la prenda, pero él nunca abandonó el gesto de intriga. Su madre me señaló con la mirada y él sólo se encogió de hombros. El viento le movía el cabello sin arruinarlo; se veía guapísimo, perfecto, era un cerdo asqueroso. Me dio la espalda y se subió a la camioneta. Me quedé ahí parado sin saber qué hacer.
Apenas arrancaron un ciclista se detuvo frente a la casa; traía licra, gafas, raspones de arena. Trataba de recuperar el aliento mientras me veía fijamente. Se destapó el rostro y descubrí que era mi muñeco… era él… bueno, no, pero era idéntico.
—Te voy a pedir —dijo el gemelo con una voz áspera que echaba aire caliente— que dejes de molestar a mi hermano, ¿estamos? —y me arrebató el short. El gemelo cargó la bicicleta y se metió a la casa. Empecé a temblar. Me sentí blanco. Escuché la llave penetrar la cerradura, los truenos, el norte, mi teléfono.
—¿Qué quieres? —pregunté aguantándome todo. La voz de Diana al otro lado estaba a punto de quebrarse.
—El doctor dice que puedes tomarte unos días, pero que vayas a terapia. ¿Qué te pasó, César? Las cosas que imprimiste son puras letras revueltas.