Poder ser / No. 234
Ser o parecer
Sin tener que estar como escondido,
yo no sé de qué, como una culpa.
Tócame la piel, sin miedo, quédate
hasta que caiga el sol
Kudai, “Disfraz”
Un poco de tu amor yo no sé de qué, como una culpa.
Tócame la piel, sin miedo, quédate
hasta que caiga el sol
Kudai, “Disfraz”
Mamá descubrió que soy homosexual a mis 13 años. Recuerdo perfectamente el momento en que me lo preguntó. Esperábamos el metro, en el andén de la estación Lagunilla, cuando a unos pasos de distancia volteó a mí y me preguntó: “¿Te gustan los hombres?”. Yo me quedé paralizado, llevaba varios meses preguntándome cuándo llegaría este momento. Claro que tenía la opción de quedarme callado, de mentir, pero no podía; si no lo decía en ese instante, jamás iba a ser capaz de hacerlo, lo tenía claro. Era una situación aparentemente sencilla: alguien preguntaba algo, alguien más tenía que responder; pero lo que en realidad pasaba era que en ese momento estaba tomando una decisión que podía cambiar mi vida, y lo sabía, aunque fuera de manera inconsciente. En la escuela se hablaba de tal chico al que su madre golpeaba desde que descubrió que era gay, la televisión mostraba imágenes de personas que terminaban en la calle con sus cosas en bolsas de plástico después de que los corrieran. Intenté hablar, pero estaba mareado, como si la realidad hubiera cambiado en ese momento y se hubiera vuelto pegajosa, lenta: mover aunque fuera un dedo era una tarea pesada. Sólo asentí; si hablaba me iba a morir, ni siquiera tenía las fuerzas para hacerlo. Moví la cabeza afirmativamente y ella me miró. “Luego hablamos”. Fue todo. Estaba hecho. No podía ser así de fácil. ¿O sí?
Gracias a imágenes como las mencionadas, los jóvenes homosexuales aprendemos rápidamente —incluso desde antes de saber que lo somos—, que nos espera una vida cargada de violencia; la mentira se vuelve una herramienta fundamental para sobrevivir, y ninguna mentira es blanca en esos terrenos. Aprendemos a inventarnos parejas, historias, pretextos, a gritar a los que nos rodean “¡yo no soy eso!”, algunos incluso necesitan demostrar su fuerza física, arrojándose a golpes con la menor provocación, a la menor insinuación que ponga en duda nuestra “normalidad”. Todo para sobrevivir. Hasta el día de hoy no conozco a una sola persona homosexual, lesbiana, trans o integrante de cualquiera de las letras LGBTTTIQ+ que no haya sentido miedo en algún momento de su vida o que no haya pensado “me va a pasar algo”. Algunxs más y otrxs menos, algunxs estando en riesgo explícito de morir, otrxs quizá enfrentándose al maltrato escolar, laboral o a insultos en la vida cotidiana; no importa la intensidad con la que el odio se haya manifestado, todxs hemos estado frente a él. El miedo se vuelve un amigo, hasta para quienes contamos con una red de apoyo importante; se vuelve la única forma de ver el mundo para aquellxs que de verdad avanzan en soledad por la vida. Es importante darnos cuenta de que, por mera fortuna, algunas personas estamos en una situación de privilegio, incluso siendo parte de la diversidad.
Cuando mi madre se enteró de que a su único hijo le gustaban los hombres no hizo un escándalo, no me corrió de la casa, no fue a buscarme a la escuela en mitad de las clases para golpearme frente a todos, ni me mandó a casa de un padre alcohólico para que me “sirviera de ejemplo”; tampoco intentó que un párroco me adoctrinara. Simplemente dijo “luego hablamos”. No debió ser un asunto sencillo, en ese momento ella tenía sólo 32 años y cargaba con el peso de darme un hogar, alimentarnos día con día, hacer que cada material solicitado en la escuela fuera cubierto. Sin lugar a dudas su vida estaba cambiando con la noticia. Ahora me lo pregunto: ¿qué pensó durante el trayecto a casa después de ese “luego hablamos”? ¿Qué ocurrió en el corazón de mi madre después de que un movimiento de cabeza modificara todo lo que ella pensaba? ¿Cuánto tiempo se lo guardó antes de poder hacerme la pregunta? ¿Un día? ¿Una semana? ¿Dos? Ya nada iba a ser lo mismo, aunque ella sólo guardara silencio.
Alguna vez, ya siendo un adulto, me lo dijo: “No quería que sufrieras, y no sabía qué te podía pasar”. Ahora la entiendo cada vez más. Vivíamos en una colonia peligrosa en las colindancias con Ecatepec. Palabras como joto, marica, puto se escuchaban diariamente, siendo siempre los peores insultos que alguien pudiera recibir, antes que rata, asesino o violador. “El joto no va a sobrevivir entre nosotros”, es lo que en verdad querían decir esas voces (aunque la realidad demuestra que varios de esos machitos ya estaban calados). Por supuesto que en tales contextos es preferible y deseable que a un hijo no se le ocurra ser homosexual. A esto también hay que sumar los juicios sociales que recaen sobre las personas que nos crían; discursos como los del Frente Nacional por la Familia no paran de repetir que la crianza es un factor definitivo para forjar nuestra orientación sexual o identidad de género, un argumento que responsabiliza de tal “aberración” a las madres, encargadas en su gran mayoría de criarnos a todxs en este país. En palabras burdas, “es tu culpa que el niño haya salido así”. ¿Qué madre quiere enfrentarse a eso?
El proceso de aceptar la homosexualidad puede ser tan doloroso para ellas o para la familia verdaderamente cercana como lo es para nosotrxs, sin que tal dolor implique justificar los actos de violencia y las agresiones que se manifiestan “en nombre del amor familiar”, porque a veces el “amor” puede ser semillero de cosas terribles.
Hablo de que algunxs de nosotrxs somos más afortunadxs que otrxs, más privilegiadxs porque, a pesar de enfrentarnos al odio y al acoso, también hemos tenido el regalo de acompañar y ser acompañadxs por nuestras familias en el proceso de aceptación de nuestra sexualidad. Sí, es un privilegio; no todxs pueden. Aún hay cientos de miles de personas que no pueden siquiera imaginarlo, quienes entregarían cualquier cosa por sentir de cerca el amor de esas madres que en las marchas del orgullo levantan carteles diciendo “Si tu familia te rechaza, a partir de hoy yo soy tu madre”.
Era la música
Una mañana los periódicos publicaron la noticia en letras amarillas: algunos como el reportaje más importante y que ocupaba una página entera; otros en un pequeño recuadro. Pero podría jurar que todos la exhibían en su página principal:
Christian Chávez, del grupo RBD, había sido sacado del clóset.
La noticia estaba acompañada de algunas fotos de su boda secreta en Canadá. Uno de los integrantes del grupo de pop más importante de aquellos momentos en Latinoamérica era homosexual. No sólo en los programas de espectáculos se hablaba del asunto, también en la radio y hasta en los noticieros, sin importar si eran de canales públicos o de paga. No era poca cosa, el grupo vendió millones de discos, cientos de miles de entradas a conciertos, por no hablar de toda la mercancía —pirata y no— que generó el fenómeno Rebelde. Era obscena la cantidad de jóvenes que coreábamos sus canciones, y por supuesto nuestras familias lo sabían.
A mi amiga Marisol y a mí nos obsesionaba el grupo, día y noche hablábamos de ellos y, en secreto, soñábamos con alcanzar ese mundo aspiracional que nos mostraba la telenovela; quizá algún día ella y yo también cantaríamos en estadios, viviendo grandes historias de amor imposible. Marisol había sido la primera persona a quien le confesé que lo mío eran los chicos, y ella, bien educada por el melodrama, se emocionó de tener por fin un “amigo gay”. Cuando nos enteramos de la noticia, estuvimos pegados más de cuatro horas al teléfono. “Imagínate que lo conoces y se enamoran”, me decía. A los 13 años nos podíamos permitir fantasear de esa manera. En la secundaria, los demás chicos no paraban de hacer comentarios burlones o asombrados de la situación. No era algo que pasara desapercibido para nuestra generación y, de hecho, sin que nosotros lo supiéramos, el acontecimiento incidía directa o indirectamente en la forma en que se relacionaba esa pequeña sociedad llamada escuela. Para bien o para mal, el tema se estaba poniendo sobre la mesa: los compañeros heterosexuales empezaban, con suerte, a hablar de matrimonio gay y no sólo a nombrarnos como “raros” o “maricas”. Los profesores llegaban a preguntarnos de qué hablaban las canciones de ese grupo. Al parecer, si un famoso lo aceptaba, entonces el asunto existía. Por supuesto no faltó el maestro que dijo: “está muy bien, sólo que no adopten”, o la más progre que sólo nos dijo: “como sea, usen condón”. El asunto dejaba de parecer algo lejano, para volverse algo tangible. El pop, en medio del barrio bravo, le robó por primera vez el foco al ya muy extendido reggaetón.
Hay que dejar algo claro: nadie tendría por qué salir del clóset en contra de su voluntad. Ojalá Christian nunca hubiera tenido que enfrentarse al infierno que debió ser exponer su vida privada a esos millones de personas en 2007, menos a los 23 años. Pero ahí estaba: pudo huir, pudo negarlo, decir que las fotos de su boda eran mero juego y que todo quedara como un secreto a voces —que también hubiera sido válido—, pero decidió enfrentarlo, por las razones que fueran. Yo lo veía en la televisión y pensaba “qué valiente...”. Tal vez en mis larguísimos 13 años de vida era la primera ocasión que entendía la valentía en un hombre.
Por supuesto que el caso de Christian no fue el primero del que se habló o especuló, sería tapar el sol con un dedo; podríamos hablar, por ejemplo, de nuestro querido Juan Gabriel, que nos regaló la mítica y sabia frase: “Lo que se ve no se pregunta”. Pero quizá el joven cantante de RBD sí fue de los primeros que, inmerso en un negocio millonario como la música pop y la televisión —a su edad y dependiente de una empresa—, marcó un precedente importante para esta generación, una luz para todos aquellos homosexuales jóvenes —que no éramos pocos— que lo seguíamos. Probablemente el siguiente caso de gran magnitud fue el de Ricky Martin, quien en 2010 también haría pública su orientación sexual en un mensaje luminoso, de esperanza y autoaceptación que por supuesto fue admirable, sobre todo después de llevar una vida como heterosexual, aunque no debemos perder de vista el hecho de que pudo hacerlo gracias a la estabilidad económica y sociocultural con la que el boricua ya contaba para ese momento.
Un año después del “escándalo” de Christian Chávez, el grupo chileno Kudai, que era una de las apuestas más grandes de la disquera EMI, grababa su tercer disco de estudio en el que se incluyó un tema llamado “Disfraz”, que abiertamente hablaba de la homosexualidad y que habría tenido mayor repercusión como el cuarto sencillo del disco de no ser porque se enfrentó a la separación del grupo. Y si bien con este álbum no llegaron a los millones de discos vendidos que el monstruo llamado RBD generaba, sí alcanzaron cifras gigantescas en sus ventas. Según Wikipedia, más de 40 000 personas —en su mayoría jóvenes— compraron una copia original del disco Nadha. “Que se note que no le tenemos miedo a hablar del tema”, dirían en una entrevista.
Hay mucho que reprocharle a lo que podemos llamar el mainstream, al pop multitudinario que nos ha regalado muchísimos artistas de plástico y que, además, como muchas otras industrias, usa el movimiento de las diversidades como moneda de cambio, persiguiendo el llamado “dinero rosa” —el debate acerca del color es tema para otro momento—, declarándose aliado simplemente como estrategia mercadológica. Sí, hay que reprochar y ser críticos con la cultura mainstream, sin embargo, también es importante dimensionar que momentos como los antes mencionados pueden tener valía en la vida de los jóvenes. En primer lugar porque al seguir a RBD y Ricky Martin o comprar un disco de Kudai puede existir un sentimiento de acompañamiento: “Él es como yo; ellos cantan de alguien como yo”, y en segundo, e igual de importante, porque hay familias en las que, con la repetición constante —los adolescentes son expertos en escuchar al mismo grupo o la misma canción infinidad de veces—, se puede llegar a comprender algo. No olvido el día en que descubrí a mi madre cantando “ven, llévame del dolor, que está oscuro y no oigo tu voz” , y cómo al preguntarle sólo dijo que le gustaba y entendía la canción. Y así como pasó en mi familia, estoy seguro de que, como portadores de emociones humanas, tal fenómeno pudo haber ocurrido en muchos otros hogares, con muchas otras personas, y aunque fuera sólo en diez, quince o veinte casas, eso se traduce en diez, quince o veinte personas de la diversidad que encontraron un pequeño lugar en el mundo.
Estos fenómenos musicales han sido importantes porque, si bien el pop está diseñado y proyectado para ser un negocio que genere millones de seguidores y dólares, tales manifestaciones, junto con otros medios masivos como el cine, la tele o los videos de YouTube y TikTok, se vuelven un elemento fundamental para decir “existimos”. No es inclusión forzada, es la prueba más pequeña y necesaria de que no somos seres exóticos, sino que estamos, siempre hemos estado y siempre estaremos. Somos humanos. Somos, no parecemos.
Déjame gritar
El privilegio juega un papel importantísimo al momento de hablar de la libertad. En mi caso, nunca he sido un privilegiado de manual. Soy homosexual, moreno, de clase trabajadora y con ascendencia indígena —a pesar de no identificarme como tal—, todos esos son factores que me ponen en una situación de vulnerabilidad. Sin embargo, tampoco voy a negar lo evidente: soy un hombre cisgénero, con un hogar, educación universitaria y redes de apoyo sólidas y comprensivas. Todo esto se escribe en una computadora que requiere luz eléctrica e internet; del otro lado de la puerta no hay nadie insultándome y he comido al menos dos veces el día de hoy. Vaya, además estoy escribiendo sobre música pop.
Desafortunadamente hay muchísimxs hermanxs que, aunque lo desearan, no podrían hacerlo. Hablo de los habitantes de los más de 65 países en donde ser homosexual es un delito y en donde es preferible la muerte antes que la diversidad —lugares a los que seguramente no llegaron ni RBD ni Kudai—, pero también hablo de lxs jóvenes en las secundarias o preparatorias de los barrios bravos o conservadores de México, en donde si bien la diversidad no está penalizada, siguen cometiéndose crímenes de odio, orillando a muchxs a esconderse y hasta a odiarse al punto de quitarse la vida; porque aunque aparentemente haya acciones que propician el respeto a la diversidad al interior de las escuelas, como los avances en la difusión de la educación sexual, sigue existiendo una incapacidad de reacción apabullante por parte de los directivos de los planteles educativos de este país ante la discriminación ejercida hacia lxs jóvenes homosexuales. Hablo también de aquellxs que fueron expulsadxs de sus hogares a edades tempranas —o no tan tempranas—, y que antes de preocuparse por escribir, tienen que hacerlo por dónde pasar la noche o de dónde obtendrán dinero.
Sí, todos los miembros de la comunidad hemos vivido miedo y agresiones, pero algunxs hemos sido favorecidos por golpes de suerte tan sencillos como el tiempo, la geografía y la familia en la que nacimos. Yo nací en un hogar que tiene a la cabeza a una mujer que, con toda la angustia de que un día, caminando en la calle alguien me agrediera o me matara, decidió cuidarme, darme su amor. Lo decidió. Y eso, aunque ella no lo sabía, fue un acto político. No todxs tienen esa suerte, y es una obligación, al menos un acto de humanidad, cuestionarnos cómo nos posicionamos los que sí la tenemos.
Es fundamental detenernos a reflexionar en dónde estamos parados. Por ejemplo, entender que yo estoy vivo y puedo escribir estas palabras porque, a mis 13 años, mi mamá decidió amarme sin importar lo que dijeran. Comprender que el destino me favoreció con la seguridad de que por escribir esto nadie va a asesinarme, encarcelarme, torturarme ni violarme como a otrxs sí les ha ocurrido. ¿Cómo hablamos de ellxs?
¿Cómo les hacemos justicia a quienes no pueden hablar de la importancia del pop? No basta con decir o asumir que existen.
¿Cómo nos acompañamos? Lxs afortunadxs y lxs que no. Decir que contamos sus historias no basta. En medio del dolor sirve de poco que alguien más hable de ti. ¿Cuál es entonces la forma de honrarles? No conozco la respuesta, pero no puedo dejar de hacerme esta pregunta. Algunos responderán que el activismo, la solidaridad o salir a gritar con rabia y esperanza. Sí. Todos son grandes medios para conseguirlo. Todos van a tener repercusión. ¿Cómo conseguir que el amor de una madre de 32 años pueda, algún día, resonar hasta en lxs más vapuleadxs de nosotrxs?
Hay que seguir cuestionando. Sin parar. Hasta cansarnos. Hasta cansar a los que escuchan. Preguntarnos y siempre encontrar respuestas diferentes.
Si tu dolor te congeló la piel,
si fue tu amor frágil como el papel
y el suelo está roto bajo tus pies,
si estás perdido en laberintos,
si te mienten tus instintos,
ven, que aquí estoy, descansa en mí.
Y si caminas por la cuerda floja, voy tras de ti
(Kudai, “Aquí estoy”).