Cuerpos aparte / No. 236

Mala postura




No necesito describir mi cuerpo porque los adjetivos que le puedo poner se difuminan, no dejan imágenes claras de lo que soy, sólo me asocian, a mí, el que escribe, con un campo semántico que va más allá de lo que mi cuerpo proyecta. Es decir, si yo me adjudico el adjetivo flaco o desgarbado no importa cuánto me conozcan los lectores, nadie va a ser capaz de imaginarme a partir de la lectura, porque esos adjetivos pueden asignarse a un conjunto inmenso de cuerpos y funcionar con cualquiera de ellos, y entonces a nadie le pertenecen, funcionan como almacenes mentales en donde acumulamos semejanzas de individuos muy dispares para clasificarlos, recordarlos, categorizarlos. Resulta entonces que yo soy sirviente del adjetivo y no viceversa, cedo mis características en común con otros cuerpos para que se junten en un caldo del que la mente alimenta su perspectiva del mundo.

Si yo pienso en la palabra flaco no se me viene a la mente nadie en particular, hay muchos flacos en el mundo; describir cuerpos con adjetivos no lleva a ninguna parte, sólo a la neblina deslumbrante de las generalidades. Creo que narrar un cuerpo o definirlo fructifica más que describirlo con adjetivos. Desde que era pequeño siempre tuve mala postura, y con eso comienza mi historia, siento mi cuerpo como una grieta o un garabato y ahí comienza mi definición.

Creo que nunca he entendido muy bien la conciencia de mi propio cuerpo, no existo en él como existo en el mundo. Puedo tener conciencia de la forma de otros cuerpos y de otros objetos, y miro en ellos como si fueran el aire en el que me sumerjo; fabrico mi hábitat con las imágenes que la otredad produce en mí, pero en él la imagen de mi propio cuerpo es difusa y su protagonismo es poco, entonces casi todo lo que sé de él lo obtengo a través de las voces de otros, y lo que sé por mi propia cuenta es un muñeco construido con los retazos discordantes de todas mis sensaciones. En la escuela siempre me corregían la postura, y aunque hacía un esfuerzo por cambiarla, sin darme cuenta terminaba igual que antes. Yo no era consciente de ello hasta que me veía en un reflejo o alguien me recordaba mi apariencia, pero rememorando vivencias escolares me di cuenta de que para la gente cercana a mí la joroba es el ícono de mi presencia corporal.

Antes, cuando quería sentirme atractivo, deseaba tener un cuerpo de guerrero o de bailarín o, mejor aún, algo tan grácil como la combinación de ambos. Anhelaba que al mirarme la gente me pusiera en el campo semántico de lo felino. Pero me resigné, llegar a eso implica esfuerzo y tiempo que prefiero destinar a otras aspiraciones, y sé que la gente me reprochará no preocuparme por mi salud, pero a esa objeción respondo que la resignación también fue un proceso para construir paz e identidad.

Conozco muy pocas representaciones artísticas de jorobados, pero conozco aún menos representaciones de personas con mala postura, así, llanamente, y es que ésa es la imagen con la que yo me identifico, porque no soy el jorobado romántico, cuya alma hermosa es aprisionada por un cuerpo monstruoso, soy el sujeto con mala postura y ya, sin ningún tinte épico. Pero eso significa que puedo sentirme mimetizado con otras figuras y representaciones, quizá más interesantes o expresivas; puedo encontrarme en la curva de un cuadro de Kandinski o sentir, cuando encuentro un poste maltrecho, que alguien anónimo me ha dejado un monumento en la calle; miro las grietas de los muros y también me siento hermanado con ellas. Quizá cuando Dios me imaginó estaba haciendo garabatos en su divino cuaderno, distraído, mientras pensaba en cualquier otra cosa o mientras escuchaba a algún ángel somnífero.

De ahí resulta que en mis vínculos el cuerpo es un medio, no un fin; es la fisura por la que mi mente se escapa, la fractura por la que me expreso, pero eso no quiere decir que lo desprecie, porque cuando miramos un terreno baldío o una casa abandonada o una cortina reveladora, la grieta deja su dibujo en la mente, y así se recuerda.

Todo esto es pura palabrería, al final sólo me va a quedar un dolor de espalda insoportable que inundará mi vejez y un cuerpo que nunca encajará con los ideales, pero estoy convencido de que la conciencia de mi cuerpo sólo existe cuando lo narro o me lo narran, cuando lo visto con palabrería y entonces lo siento, lo acepto. Alguien me dice flaquito o changuito y entonces me siento amado. Mi historia es la mala postura.