¡A la cancha! / No. 237
Salir del clóset deportivo
[…] cierro los ojos
para que algo pueda brillar en mí
para que otros me encuentren
y me sigan […]
documental, Ángel Vargas
para que algo pueda brillar en mí
para que otros me encuentren
y me sigan […]
documental, Ángel Vargas
Suelo
Los primeros juegos olímpicos que vi por televisión fueron los de Atlanta 1996. Yo tenía nueve años, era un niño muy callado y solitario. Cada vez que encendía el televisor me emocionaba al ver las rutinas de los gimnastas, ya fueran de piso o en los aparatos. Mientras los veía en la pantalla me imaginaba compitiendo al mismo tiempo. Cuando la contienda se desarrollaba en un enorme gimnasio, yo lo hacía en la sala de mi casa. Cada salto y cada aplauso que los atletas recibían lo sentía como propio; cuando escuchaba el sonido de inicio de alguna rutina, mi cuerpo se transformaba en una máquina alimentada por el esfuerzo para girar. También celebré sobre una silla cuando los gimnastas recibieron las medallas en el pódium. Saludé como ellos. Me vi de pie recibiendo aplausos.
Años más tarde, en el 2003, cursaba el tercer semestre de bachillerato. Recuerdo con claridad el día que fui presa de la primera rechifla multitudinaria en un espacio público. Todos los que se encargaron de formar parte del escándalo eran hombres provenientes de familias conservadoras por que estábamos en una escuela de inspiración religiosa. Era casi medio día y debía pasar, junto con otros compañeros, al centro del auditorio en el que nos encontrábamos para apuntar mi nombre en una lista, ese día seleccionaríamos el deporte que practicaríamos todo el año.
La mayoría escogió futbol soccer, el siguiente grupo se decidió por voleibol y el último, también numeroso, seleccionó baloncesto. Esas disciplinas eran las más populares entre la población estudiantil. Yo dudé más de diez segundos en ponerme de pie. Cuando estuve seguro caminé hacia el centro de la cancha. Elegí gimnasia olímpica. Fue una decisión complicada; en ese mundo de hombres, practicar ese deporte y asumirlo públicamente era una cuestión de valor, una losa que casi nadie podía cargar. Los gritos no se hicieron esperar, tampoco las muestras de desaprobación y las burlas. Sabía que me había condenado por el resto del curso escolar.
Una de las primeras experiencias masculinas en contextos urbanos es la necesidad y exigencia de integrarse a un equipo sin importar del tipo que sea, aunque no resulte interesante su finalidad ni se disfrute estar ahí; el objetivo es encontrar seguridad personal y moral, no quedarse solo para no ser víctima de la voracidad que constituye la convivencia entre hombres y que consume a quienes no cierran filas o forman lazos en estructuras de poder. Así recuerdo la manera en que nos relacionábamos en esa escuela.
En el caso de los hombres, desde muy temprana edad somos alentados a practicar un deporte en equipo, el futbol soccer. El recuerdo más lejano que tengo de esta invitación se remonta a los seis años. Cerca de mi casa se habían organizado competencias deportivas, todos los vecinos participaban y todos los niños estábamos invitados a integramos en ellas. Mis padres decidieron llevarme al campo de juego, los vecinos me insistían en formar parte de algún equipo para jugar el primer partido de futbol de mi vida; en el fondo intentaban “garantizar mi hombría públicamente”. Ante mi respuesta negativa, las miradas de preocupación y sospecha no se hicieron esperar. En ese momento no lo tuve claro, pero con el tiempo comprendí que todos temieron por mi posible “fragilidad”. También me señalaron. Mi padre, decepcionado, se acercó hasta el centro de la cancha, me tomó de la mano con fuerza y sin darme alguna explicación caminó conmigo hacia la casa.
Todavía tengo presentes algunos detalles de esa escena: yo, en shorts, con las rodillas sucias, tenis viejos, una playera color blanco; mi padre, alto como un árbol, portando un pantalón de vestir y zapatos negros; dos hombres caminando hacia la calle, alejándose de la cancha donde todos los demás se refugiaban entre un silencio que condenaba. “¿Me compras unos chicles, pa?”, pregunté tan fuerte como pude. “No”, respondió con frialdad y sin mirarme a los ojos. Ésa fue la primera vez que me supe parte de los que son rechazados por no afianzarse a un grupo de individuos. Ese día me sentí solo.
Caballo con arzones
La convivencia en un sistema completamente masculino, como en esa preparatoria que sólo admitía estudiantes varones, estaba basada en la fuerza y el silencio; todos se preocupaban por demostrar que merecían formar parte de esa institución y lo hacían cumpliendo preceptos que estaban en el aire, en el discurso acusatorio al que éramos sometidos al cruzar las puertas de los salones. Aunque no se hablaba de esa lista de puntos por cumplir, teníamos claro que fallar con alguno representaba perder poder en un terreno pequeño: los hombres no lloran, no se rajan, no cuentan secretos, no se traicionan; los hombres miden la fuerza antes que la posibilidad de ser corteses, los hombres destruyen, pero sólo lo hacen cuando la protección de un grupo los avala. Ésas eran las consignas que todos sabíamos sin necesidad de haberlas recibido en algún instructivo al comenzar el bachillerato.
Recuerdo las conversaciones de la mayoría de mis compañeros en las aulas: afirmaban haber tenido al menos un enfrentamiento a mano limpia y haber salido victoriosos. Me parecía raro que todos hubieran sostenido peleas en la secundaria o en algún momento del que nadie podía dar cuenta, pero del que todos se enorgullecían porque habían ganado. Numéricamente no me resultaba veraz. De haber sido así, todos los hombres que conozco habrían vencido a todos los hombres que conozco. No tenía sentido. Recreaban escenas donde eran cargados en hombros por haber demostrado que tenían la fuerza suficiente para enfrentar al mundo; lo decían como ensalzando su existencia, pero, al mismo tiempo, buscando protección. Gran parte eran mentiras fabricadas para tener aceptación, lo sabía porque muchos eran incapaces de mantenerse en pie durante algún juego que implicara fuerza y destreza físicas, tampoco resistían un golpe, pero, como otro de los códigos masculinos aprendidos mandaba, no los podía cuestionar ni desmentir. Todos sabíamos que tendríamos que librar peleas constantes.
Los hombres juegan futbol y en caso de no hacerlo su reputación se vuelve dudosa, sospechosa, cuestionable. Los hombres que se alejan del deporte que enmarca la forma de masculinidad aceptada se vuelven una especie de parias y, por consiguiente, objetivos de caza. Muchos de los compañeros eran capaces de volverse los acosadores más implacables con tal de demostrar que ellos jamás serían parte de los marginados en una comunidad temerosa ante cualquier muestra de diversidad.
Barras paralelas
Un año antes de elegir gimnasia olímpica participé en el equipo de voleibol, al igual que otros compañeros presas del miedo. No me sentía atraído por ese deporte, pero formaba parte de la población estudiantil que tenía temores incrustados en la voz y en los ademanes, incluso en el discurso. Aprendimos a mentir rápidamente. El objetivo era salvar una imagen de virilidad a costa de lo que fuera, aun si eso implicaba traicionar los ideales personales o la propia identidad. Cualquier deporte que tuviera como recurso principal un balón y trabajo en equipo era mejor que estar solo en una jungla en la que la violencia era el único recurso para sobrevivir.
Durante el bachillerato aprendí que el acercamiento masculino a la esfera social se da mediante la competencia o la búsqueda de dominación entre los vínculos. Aprendimos a relacionarnos mediante la imposición de la fuerza, las ideas y las actividades. Había una necesidad de hacer evidente la virilidad y de obligar a los demás a pasar por el mismo proceso para validar su pertenencia a cualquier grupo. Pude intuir que los centros educativos, junto con sus equipos deportivos, formaban una especie de incubadora en donde la hombría debía ser protegida frente a todo lo que la pudiera amenazar. Con esto entendí por qué era más fácil armar un equipo de futbol que juntar gente para practicar gimnasia olímpica y que, además, se aceptara públicamente.
Nunca tuve claro por qué un deporte en donde el esfuerzo físico está concentrado en la exhibición y ejecución de movimientos sumamente precisos, como la gimnasia olímpica, fuera considerado como una afirmación de algo inferior a la masculinidad, y por qué otro en el que los hombres persiguen un balón, celebran tocándose entre ellos, casi enrolándose en juegos homoeróticos, se asumiera de inmediato como redentor de la virilidad. Nunca entendí por qué, sin saber el esfuerzo que conlleva ejecutar una rutina sobre las barras paralelas, los aros o el potro, las hordas de futbolistas en ciernes consideraban que tenían el poder para determinar quién estaba en un escalón más abajo en el ámbito público y deportivo.
Salto de potro
Mientras caminaba hacia el centro de la cancha, los chiflidos de los asistentes que se retorcían sobre las gradas me intimidaron. Cerré los ojos y deseé, con todas mis fuerzas, no estar solo. Volví a dudar antes de tomar el bolígrafo para confirmar lo que deseaba hacer. Hasta que mi nombre estuvo escrito en la lista de quienes querían practicar gimnasia olímpica me di cuenta de que no fui el único, más chicos tuvieron el valor de hacer el mismo recorrido, de soportar los gritos y burlas. Ellos también se enfrentaron al rechazo de la masculinidad que se bañaba de poder y de una extraña superioridad moral destructiva y dolorosa.
Los compañeros no tuvieron empacho en llamarnos “chulos”, “guapas” o “locas” sólo porque sí pudimos asumir que nuestros intereses no empataban con el modelo de hombría en el que ellos se escondían. Esos adolescentes le temían al mundo y a ser señalados, estaban dispuestos a inventarse una realidad en la que cupieran, aunque fuera por poco tiempo. Entendí también que muchos tienen un temor desmedido a ser vistos como incompletos o débiles y levantan barricadas para protegerse que terminan asfixiándolos.
En la mesa de inscripciones me di cuenta de otra cosa: las autoridades de la escuela (profesores, directivos y vigilantes) no hicieron el mínimo intento por detener el escándalo, tal vez lo disfrutaron, tal vez estuvieron a punto de sumarse a ese ritual de señalamiento.
Una semana después me encontraba practicando saltos y posiciones que me ayudarían a realizar las rutinas que me interesaron desde pequeño. Me había aceptado públicamente como diferente y ésa fue la primera vez que salí de una especie de clóset deportivo al que somos confinados los hombres. En ese lugar oscuro me encontré a muchos de los que días antes me gritaron y me señalaron; ellos se escondían con tanto cuidado que el simple hecho de saberse identificados los asustaba. En la escuela aquellos hombres envalentonados por la masa nos rechazaban, pero en la soledad de los vestidores nos buscaban con insistencia, con su mirada nos hacían saber que el futbol los mantenía a salvo, pero que gustosos brincarían en el trampolín con nosotros e incluso nos besarían a escondidas, como sucedió meses después con dos integrantes del equipo de futbol. Pude constatar que ellos serían capaces de derribar las murallas que habían construido sólo si les fuera posible vivir en otro planeta.