¡A la cancha! / No. 237

El cuerpo que uso pero no habito




La pretemporada estaba a punto de terminar y los campeonatos empezarían en enero. Los cinco meses con ampollas abiertas por los 2 160 kilómetros remados, las 180 horas de gimnasio y las 142 desveladas parecían apenas un mal sueño de aquellos de los que se despierta con la sensación de no haber descansado.

Llevaba una semana con colitis, con la panza tan inflamada que me dolía caminar erguida; la intolerancia al queso y los gases eran como ecos contenidos que incrementaban la incomodidad con cualquier movimiento. Era evidente que la sintomatología coincidía con la típica reacción de mi cuerpo ante el estrés de las próximas competencias.

Durante las últimas semanas de diciembre se programa descender sólo un poco la carga de trabajo físico, se acaban las horas de pesas y únicamente hay sesiones en el agua; pero a pesar del entrenamiento acumulado las sesiones por la mañana nunca dejan de ser una odisea. Despertar 4:50 am, vestirse con los brazos aún dormidos, bajar a la cocina, tomar del refri el termo preparado en la noche anterior, perder diez minutos buscando las llaves del auto. 5:20 ver a la ciudad despertar, conducir en la penumbra de los pisos asfaltados y mirar algunas almas entre el grisáceo vaho urbano esperar al primer camión de la ruta para de cualquier forma llegar tarde al trabajo. 5:45 llegar a Cuemanco, permanecer en el auto hasta dar los últimos sorbos de proteína en agua mientras el guardia de las instalaciones logra estar de pie para recorrer la reja del estacionamiento. 5:51 repasar el reloj tres veces con la esperanza de que al verlo el tiempo deje de seguir avanzando, resignarse. Salir del auto, caminar 300 metros hacia los hangares. 6:00 am llevar las palas al muelle. 6:15 bote en el agua. 6:50 últimos metros de remar automáticamente o de calentamiento. 7:00 am morir.

La pista mide poco más de dos kilómetros de largo, del muelle al punto de salida hay 200 metros de distancia; a lo ancho se delimitan ocho carriles diferenciados cada uno por boyas despintadas. A esas horas de la mañana es imposible percibir las bolitas amarillas a menos que las palas choquen temblorosas con alguna de ellas, pero a las siete el sol ya alumbra y puedo ver al personaje que me grita indicaciones mientras me sigue con el rechinido de su oxidada bicicleta: “¡Estira, estira! ¡Control en la pasada!”

El mejor outfit para esos días eran las playeras holgadas y las clásicas licras hasta el tobillo; si bien no podía librarme del bronceado que me dejaba remar dos veces por día, al menos podía reducir la exposición directa. De niña, cuando mi madre insistía en la importancia de hacer deporte y, más importante aún, que fuera el mismo para ambos y no tener que dividirse en las agendas, la natación fue la disciplina indicada. Mi hermano y yo comenzamos a nadar desde que yo tenía seis años, para los diez míos y ocho suyos tuvimos que mudarnos de alberca porque la renta de carriles en El Chayito era más barata y por “conveniencia de los entrenamientos”. Según el coach, una alberca olímpica nos daría mejor condición para la temporada. El tema era que esta vez no había techo: 50 metros de largo de sol incandescente. A los tres meses no tardaron en salirme marcas, mamá las definió como si alguien hubiese apagado su cigarrillo en mi espalda. No imagino el dolor de ese hecho, pero al menos mis manchitas escocían mi carne lo suficiente para convencer a mi papá de pagar la cita con el dermatólogo. Alérgica al sol. Estupendo. Desde ahí vino una época de trajes de baño tipo buzo y óxido de zinc en cada centímetro de piel; ni con dos horas de alberca ni un baño posterior se me quitaba el ungüento blanquecino de la cara. Recuerdo que las pocas veces que papá pasaba a recogerme, tarde como era su costumbre, nunca faltaban sus comentarios: “¿Querías ser blanca, hija?, ya lo tienes”.

Ahora papá no viene ni de visita a donde entreno pero parece que sus comentarios piden boca prestada: “Te ves mas llenita, ¿estás controlando el peso?” “Sí, Paco, ando en eso”. Qué joda escuchar esa pregunta tres veces por semana, pero en esto de competir por categorías de peso la báscula se vuelve otra carga.

Estira, cuadra, clava, estira, cuadra, clava. Dicen que la natación es el deporte más completo que existe por la cantidad de músculos implicados en la ejecución. Seguramente quién lo dice nunca ha remado o es nadador. Adelante en calma, atrás con fuerza. En remo se necesita flexibilidad de gimnasta, rapidez de velocista, potencia de halterófilo, resistencia de maratonista y técnica de bailarina. Con razón mi colitis nerviosa.

Sábado 15 de diciembre. La pista estaba llena. Los fines de semana, especialmente los sábados, todos los clubes entrenan a la misma hora y los carriles asemejan el tránsito de hora pico sobre Periférico. Hacer la bendita serie de 4×1 000 metros a una boga de 28-30 remadas no era cómodo para la logística ni fácil para las piernas. Ese día fue el primero de algunos cuantos entrenamientos fallidos, de esos que sólo con pensar la serie principal me siento cansada y derrotada desde el calentamiento. Lo asumí. Terminé con la ronda para aflojar y llevé el bote al muelle. De por sí, cargar la embarcación después de 20 kilómetros de remo suele ser pesado, pero ese día el pellizco en la pierna me hizo vacilar al sacar el bote del agua. Como pude lo acomodé en las ménsulas y regresé por las palas.

“¿Cómo va la pierna?”, preguntó Paco al verme presionar ese punto entre el huesito ilíaco y el isquion.

“Aún duele”, contesté con vergüenza. Después de la serie mal hecha no tenía derecho a quejarme porque podría interpretarse como excusa.

“¿Estás cumpliendo con las terapias?”, Sí, ya las terminé.

Martes 18 de diciembre, segunda sesión. Por lo general, después de cubrir los kilómetros importantes del entrenamiento durante la primera parte del día, las segundas sesiones se utilizan para ejercicios complementarios y para sumar distancia de fondo. Ese día, antes de entrar al agua, nos recetaron unas series de planchas con 30 repeticiones de bisagras entre cada una. Serie dos repetición 21: el piquete de dolor en mi cadera corre hasta el femoral.

Domingo 30. Sesión de fondo. 16 kilómetros a 150 el pulso. Otra vez el piquete.

Jueves 3 de enero. Primera sesión. Dolor agudo en pierna izquierda durante el estiramiento de apertura de cadera.

Lunes 7. Regresan las náuseas y la distención abdominal.

Viernes 11 de enero. Evaluación Sub23 para el selectivo nacional. Test de una hora en remoergómetro. Por fortuna, las pruebas requeridas por la Federación Mexicana de Remo no están estipuladas como competencias oficiales, por lo que no tenemos que usar el uniforme del equipo, no hay posibilidad de medalla al final de la prueba, permiten el uso de aparatos electrónicos para escuchar música y, lo mejor de todo, no hay público presente más que los interesados con sus respectivos entrenadoresToda esta serie de factores hizo más llevadero el estrés que implicaban las pruebas, incluso podría decir que llegué a disfrutarlas. Muchos dicen que las evaluaciones de selección y las competencias en general requieren un grado de concentración importante por parte del atleta, pero yo descubrí que justo lo contrario me funciona más, la desconexión absoluta.

Para esto necesito mi reproductor de canciones tipo zumba. El objetivo de esta prueba es realizar el mayor número de metros posibles en una hora, el nivel de exigencia se prolonga de ocho minutos a 60. La clave está en mantener la fuerza y la boga en cada remada. Desde mi experiencia, también requiere no mirar el parcial (el número que indica, en promedio, el tiempo estimado que tardas en recorrer 500 metros con la fuerza que imprimes en las piernas y la velocidad de la remada), no escuchar mi respiración ni los gritos ajenos a la música, revisar la boga y el parcial sólo en algunas ocasiones, pero concentrar mi mirada en un punto específico de la nada o en el techo. En pocas palabras, abandonar el cuerpo. De esta forma creía que podía evitar sentir el cansancio, el dolor y la angustia que me genera sentir que las piernas ya no me responden, y silenciar la vocecita interna que jura que no podré terminar. Fue así que ese día, aparte de las ámpulas reventadas en las manos, la piel se me abrió entre las nalgas remada a remada y no me dí cuenta; la fricción constante me trajo días en los que necesité ayuda para bañarme. 13 834 metros. No pude caminar los siguientes siete minutos.

Jueves 17 de enero. Insomnio, vómito por la noche. La primera vez que competí tenía nueve años, también la primera vez que vomité antes de una prueba. Mi inexperiencia no sólo era respecto a la novedad que era saltar de un banco de salida a la señal del juez, hacer un toque correcto a la llegada y escuchar a 300 familiares gritando desde las gradas, también tenía que ver con la forma en la que preparaba mi mochila para que no se me olvidaran las playeras extras, la parca para no morir de frío, una gorra y googles de repuesto y, sobre todo, con lo que elegía desayunar por la mañana. Casi 15 años después entiendo que es muy probable que vomite en una competencia si desayuno barbacoa, pero a mi hermano jamás le pasó algo así, por lo que a esa edad fue más fácil asociarlo a mis nervios que a lo complicado que es digerir el almuerzo 40 minutos antes de nadar 100 metros libres. Pero el vómito se convirtió en costumbre y a veces se volvía un cuadro de gripe una semana antes de competir, en otras ocasiones era diarrea. Qué cansado enfermarme cada tres meses o, casualmente, cada que aparecían un juez, público y medallas.

Sábado 19 de enero. Campeonato Nacional de Remo bajo techo. Categoría: Ligera, peso: 57.8 kg. Tener el mejor ranking de la categoría debería brindarme confianza, pero aun así por dentro sentía que vomitaba. Sólo hacía falta repetir el tiempo de los entrenamientos y la medalla estaría asegurada; pero en las competencias siempre se espera que el tiempo sea más bajo. Parcial de 1:58 era suficiente. Preparadas, listas... ¡piiiiip! 1:50, 1:52, 1:49, 2:15. Cada remada después de las clásicas diez de salida era un reclamo en mi mente: “vas muy rápido, te tronarás, ya no vale la pena, ya me cansé, ya no puedo”. Bajé del ergo directo al baño faltando 300 metros de la prueba, ya no era mi mejor marca, ya no era lo que esperaba de mi cuerpo. Me fui.

Me despedí de la temporada y del remo. El famoso piquete de la pierna pasó de ser una tendinitis a requerir cirugía, y mis 57 kilos me llevaron a tomar dos años de terapia por bulimia.

Es 2022, estoy tumbada en el sillón con una compresa caliente en la espalda sólo por haber pasado una hora frente a la computadora sentada en una flor de loto medio chueca y un intento de postura decente en la silla de escritorio. Y pensar que hace cuatro años corría dos horas y remaba 30 kilómetros al día. Probablemente ése fue el problema.