Carrusel / Heredades / No. 237

Crónica de un ascenso intergeneracional a la cumbre del Mont Blanc



Yo era la montaña que engendra cuando sueña
Octavio Paz

La vida es todo lo que ocurre mientras alguien nos dice que no estamos preparados para vivirla. Siempre somos demasiado viejos o demasiado jóvenes. Y soñar despiertos es inevitablemente ridículo. Pero vale la pena. Vida es la interminable cantidad de detalles que suceden cuando emprendemos una aventura que supera nuestros límites.

Si María García y Valdés tuviera 60 años menos o yo fuera un arrugado octogenario, seguramente no nos entenderíamos tan bien como lo hacemos. Caminamos y viajamos juntos porque tenemos un mismo sueño, amamos sin remedio cada formación montañosa. Nos queda claro que existen muchas maneras de alcanzar la cima: a los 82 años de edad con pasos cortos y lentos, dando grandes bocanadas de nostalgia, o a los 25, con pisadas tan inquietas como ágiles y la respiración acelerada. El origen está en la locura, el alpinismo es más bien una consecuencia del anhelo irracional por estar en una cumbre.


1 de julio. Estamos aquí por locos

Respira, no tengas miedo. Poco después de que iniciamos la marcha, el camino gira a la derecha y se convierte en un estrecho pasillo que irrumpe sobre la nieve acumulada en la pendiente, son menos de 100 metros de distancia hasta el otro lado, pero un traspié sería suficiente para convertir el viaje en tragedia. Este breve paso decisivo en la ruta de ascenso más común hacia la cima del Mont Blanc, en los Alpes franceses, es el Grand Couloir (Gran Corredor o, como dicen los españoles, “la bolera”, en alusión a los frecuentes derrumbes con desenlaces mortales). Al mirar hacia bajo la caída se antoja infinita y el blanco de la nieve aumenta la sensación de estar sobre un vacío eterno salpicado de rocas o cortado por grietas que conducen a otros abismos; hacia arriba, piedras afiladas y severas nos observan —porque la montaña y su paisaje devuelven la mirada a quienes los contemplamos—, pueden sorprendernos y rodar irrefrenables arrastrando todo con espantosa sonoridad antes de que atinemos a reaccionar. Pero si sólo vemos el camino más adelante, justo donde termina el corredor, hay un pequeño espacio protegido para estar a salvo —¿a salvo de qué, de nuestra pasión por la montaña?— En este momento el miedo se vuelve adrenalina, la locura se torna el impulso más seguro y afianza el siguiente paso, luego otro, otro, uno más, siempre uno más. No pienses, camina, no dudes, respira. Superado ese tramo el ascenso continúa.

Tal vez no hay ninguna diferencia entre nosotros y el resto de alpinistas, salvo que nosotros no nos consideramos alpinistas. María, mi amiga octogenaria, dice que somos unos romanticones; yo pienso que somos la versión montañera de Don Quijote y Sancho Panza, y algunos montañistas de primer nivel —si es que eso existe— aseguran que somos un par de ridículos, así que no hay mucha diferencia entre las opiniones. Lo que sea que nos identifique mejor, ambos dejamos este año las cada vez más inseguras montañas de México para tratar de ascender las cada vez más turísticas cumbres de los Alpes; cambiamos el Cerro de la Estrella, las quesadillas y el café de olla en las faldas del Nevado de Toluca por los calurosos glaciares del Mont Blanc y por el fondue y el chocolate suizo en la base del Matterhorn. La nuestra es una cordada intergeneracional, nos separan 57 años, diez meses y cuatro días, pero nos une un indecible amor por la montaña. Ella no es mi abuela, no somos familiares; nos conocimos en el camino y la montaña nos ha hecho amigos.

Non, le Mont Blanc ce n’est pas facile! Así lo advierten los folletos informativos que se consiguen en la Oficina de Turismo y en la Maison de la Montagne en el Valle de Chamonix. Sin embargo, cada año durante la temporada de alta montaña —principios de junio hasta mediados o finales de septiembre, dependiendo del clima, la cantidad de nieve y las condiciones del terreno—, millares de alpinistas logran contemplar esta región del planeta desde los 4 810 msnm que tiene la cumbre. También cada año hay hasta tres o cuatro decenas de muertos por accidentes en las diferentes rutas, así que lo más recomendable es contratar un guía.

De acuerdo con la Fundación Petzl (una de las marcas más reconocidas de equipo para alpinismo y que financia investigaciones científicas en los Alpes), un promedio de 35 mil personas, procedentes de casi cualquier país, visitan anualmente la montaña con la intención de hollar su cima. Podría ser la auténtica Torre de Babel si no fuera por el hecho de que los ascensionistas, diversos todos, compartimos un mismo idioma alpestre: el silencio, las sonrisas.

El Mont Blanc es conocido como el Techo de los Alpes, y en la historia del primer recorrido hasta su cima, en un lejano pero memorable 8 de agosto de 1786, está el origen del alpinismo, que de acuerdo con Gaston Rébuffat no era un deporte sino un movimiento. María y yo realizamos el ascenso por la Vía Normal entre el 30 de junio y el 2 de julio de 2015, pero en contra del sentido común y de las recomendaciones de muchas personas, no nos acompañó guía alguno.

Después de pasar el Grand Couloir, avanzamos en silencio a pesar de que María es una conversadora imparable y, cuando se cruzan, nuestras miradas resuelven todas las dudas gracias a una confianza mutua que no tiene ningún sustento racional, pero nos ayuda a controlar ese ligero temblor en las piernas que no es producto del frío ni de la edad. Varias cordadas descienden de la cumbre, rostros diversos que parecen tan felices como agotados. Cada tramo de escalada hasta la Aiguille du Goûter hace que el dolor en sus rodillas imprima un gesto de angustia desesperada en María, que exhala por la boca enérgicamente como si bufara. “Es que yo la disfruto a mi manera, y mucha gente dirá ‘bueno, a ésta ni se le ve cara de que lo esté disfrutando’, pero es algo muy personal…”, me dijo con ojos llorosos hace poco, después de haber regresado a México.

Ahora llega el momento de utilizar los crampones y comenzar esa marcha lenta y cadenciosa sobre la nieve. Por fin estamos en los glaciares, que en los últimos 30 años han retrocedido de manera acelerada, pero aun así existen zonas con grietas que superan los 100 metros de profundidad. A los pocos pasos, justo cuando llegamos a la arista de Goûter, aparece frente a nosotros, fastuoso, un poema de picos y agujas portentosas, cantado silenciosamente por la nieve bajo el resplandor de un mediodía; es lo que llaman “un paisaje” y que tiene el poder hipnótico de reconfortar cualquier pena. Respiramos hondamente, cerramos los ojos y al abrirlos la poesía de estas montañas sigue ahí, cautivándonos.

Todavía hay que dar un paso más, la vida es movimiento. Avanzamos sobre la arista para llegar al refugio de Goûter que, enclavado sobre las rocas, desafía al abismo que hay debajo. Es una construcción ovalada, recubierta de láminas metálicas, y que representa la modernidad y el carácter “futurista” de los Alpes; por dentro es todo de madera, muy amplio —tiene capacidad para 120 personas, más los responsables de su administración—, cuenta con cuatro niveles, un gran comedor, cocina, enfermería, energía eléctrica solar, baños en cada piso, un vasto librero con títulos de montañismo y escalada en varios idiomas y juegos de mesa; en los dormitorios hay amplias literas con un colchón, almohada y manta para cada huésped, entre otros “lujos” bastante reconfortantes a 3835 msnm. Fue diseñado cuidando de manera especial una cierta armonía con la montaña, parece haber estado ahí desde el día del primer ascenso, pero fue abierto apenas en 2012. El resto del día nos dedicamos a descansar, sorprendidos de haber llegado tan lejos. Quién lo diría.


Meses antes del viaje María estaba convencida de que lo lograríamos. “Esta vez sí voy a poder, Sama, sólo necesito subir a mi propio ritmo, por eso no hay que llevar guía, porque me llevan corriendo y así no puedo”. Así que el plan era tardarnos tres o hasta cuatro días en un ascenso que el actual campeón del mundo en velocidad realiza en menos de cuatro horas. Pensando en reducir riesgos acudimos a Medicina del Deporte en la UNAM, donde María realizó varias pruebas de un examen morfofuncional. Cuando volvimos por los resultados todo era optimismo y los médicos nos dieron más buenas noticias: proporcionalmente a su edad, la capacidad pulmonar de María y sus reflejos son mejores que los de varias personas veinteañeras que practican algún deporte. Pero luego nos dijeron que María muestra indicios de osteoartritis en ambas rodillas, tiene una notoria disparidad en el largo de sus piernas, el arco de sus pies es demasiado pronunciado, tiene una muela picada y, lo mejor, su ritmo cardiaco mostró alteraciones durante las pruebas de esfuerzo. “Pues es que estoy enamorada”, bromeó María. Conclusión: lo mejor sería posponer el viaje y realizar más estudios médicos.

Saliendo comprendimos que hay una diferencia sustancial entre sentirse enfermo y saberse enfermo, así que implícitamente hicimos un pacto mediante el cual ambos buscamos pretextos para dejar de lado las cuestiones médicas y dedicarnos a seguir entrenando en la Iztaccíhuatl y hasta en el Cerro de la Estrella.

Nuestra actitud irresponsable o imprudente aumentaba los riesgos del viaje, pero no teníamos otra opción. “Mira, no sé si llegue, pero mientras tenga vida hay que caminar”, me dijo María con esa convicción quijotesca que huye de la razón para alcanzar sus anhelos. Así que sin guías, sin aprobación médica y casi sin sentido, viajamos hacia la montaña como si viajáramos en el tiempo hasta una época en la que María subía por puro amor y sin sufrir demasiado.


30 de junio. Montaña en dos movimientos

Es como si nunca antes hubiéramos salido a la montaña. 62 años después del primer ascenso de María al Popocatépetl y cinco años después de mi primera subida a la Iztaccíhuatl, ambos parecemos, al menos por un instante, niños que esperan la llegada de los Reyes Magos o adolescentes timoratos el día de su primera cita romántica. En nuestros pechos anacrónicos laten toda la alegría y todo el miedo que somos capaces de soportar.

Despertamos diez minutos después de las cinco de la mañana y el espectáculo comienza: primero una frenética ducha que deberá ser suficiente para los próximos tres días en las alturas; luego corremos a la cocina para preparar tortas con baguettes, jamones y quesos de la región, y a hurtadillas —para no despertar a nuestros compañeros de cuarto— cargamos nuestras mochilas, alistadas desde la víspera. Un amigo español se levanta para desearnos buena suerte. Antes de las seis salimos del hostal Chamoniard Volant rumbo a la estación de tren de Chamonix.

“Ya me hiciste sentir viejita”, protesta María con tono de niña regañada y se acomoda los pantalones luego de que le dije secamente que “ya no se usan de esa manera”. A ella siempre le gustó ponerse las medias de lana por encima de los pantalones porque así se estilaba hace más de medio siglo. Aunque me siento mal cuestionado su indumentaria, cuando reparo en mi error ya es muy tarde. Por fin abordamos el tren de cremallera que nos llevará hasta el Nid d’Aigle (2 360 msnm) el punto donde comienza el recorrido de alta montaña. Los dos vagones del pequeño tren pronto se saturan con mochilas, bastones, piolets, cascos, cuerdas y demás elementos del arsenal montañístico, toda la alegría de los alpinistas parece un carnaval en movimiento. María platica con dos chilenos que intentarán llegar a la cumbre, hablan de otros ascensos y surge la conversación sobre el Monte Aconcagua, que ellos subieron hace un par de años y mi amiga hace casi 60. Cuando habla del pasado María luce más joven gracias a su sonrisa.

La montaña, que siempre supera nuestra imaginación, se anuncia lejana e inabarcable hasta que por fin llegamos al Nid d’Aigle. Apenas desciende del vagón, todo el mundo ajusta sus botas, se pone una nueva capa de bloqueador solar, carga su mochila y comienza el ascenso a zancadas. Nosotros tardamos un poco más, parece que cierta costumbre de indios mexicanos nos hace “pedir permiso” a la montaña antes de comenzar; la saludamos para establecer una peculiar conexión con la naturaleza alpina que tomamos muy en serio. Siempre en silencio, en realidad se trata de un diálogo interno, de un ejercicio reflexivo, casi una meditación, en vez de palabras hay respiraciones profundas.

Hasta el refugio de la Tête-Rousse (3 150 msnm) realizamos una marcha de poco más de cuatro horas por un sendero bien diferenciado del cúmulo incontable de piedras erosionadas. Durante este trayecto María trata de avanzar despacio a través de su memoria, quiere recordar aquel viaje que realizó en 1960, cuando a los 27 años logró llegar a la cumbre del Mont Blanc, por este mismo camino, junto con su coetánea Guadalupe Vázquez, otra montañista mexicana que también formó parte del grupo de mujeres que le demostraron a México que el montañismo no era exclusivo de los hombres y su machismo de altura (algunos de los clubes de excursionismo en México no admitían la participación femenina en sus salidas). “Es que se me borró el casete, Sama… Ya no me acuerdo, no logro acordarme cómo era la subida, pero sí sé que no era tan cansada…”. Tiempos remotos se esconden igualmente bajo las rocas y las primeras manchas de nieve que decoran el entorno.

Algunas personas no lo saben o no se dan cuenta, pero en las montañas no existe el tiempo, lo que hay allá arriba es movimiento. ¿Cuál es la diferencia? Se trata de un transcurrir distinto, más libre; mientras que el tiempo se rige por manecillas, números y engranajes eternos, la dinámica alpestre consiste en pasos, respiraciones y latidos efímeros sobre pendientes que nunca son las mismas. Avanzamos fascinados por cierta atmósfera mágica como de viaje en el tiempo. Movernos por estos caminos es un fugaz conjuro a la vejez innegable de mi amiga, de la montaña que no es la misma.

“Ay, ¿Falta mucho para el refugio? No lo veo… Ah, sí, ya lo veo, ya lo veo”, ella misma se responde. Cuando llegamos al refugio de la Tête-Rousse descansamos largo rato en un balcón de la entrada, una alegre mujer se sorprende al ver a María, nos pregunta su edad y se emociona al escuchar la historia de María y su pasión por el Mont Blanc, la alpinista resulta ser la guardia encargada del refugio, Patricia Tuveri, Patou para los amigos. Nos desea la mejor de las suertes, nos invita algo de tomar y nos pide que cuando bajemos le contemos cómo nos fue.

Desde este punto se aprecia claramente la ruta que seguiremos al día siguiente para llegar hasta el refugio de Goûter. Por la tarde hay un inquietante espectáculo que consiste en ver los derrumbes que hay sobre el camino, en el Grand Couloir y en la arista que sube hasta la Aiguille du Goûter. Es algo común debido a la erosión, pero este año el riesgo aumentó ya que desde hace varios días una ola de calor ha hecho que los glaciares expuestos a la canícula parezcan raspados insípidos derritiéndose sobre una banqueta calcinada. Primero se escucha un ruido como si la montaña se partiera o quisiera cambiar de postura y en segundos comienza el desprendimiento de grandes cantidades de roca, nieve, tierra y agua que dura angustiosos y eternos segundos. María, impactada y nerviosa, sin hablar mucho, prefiere irse a dormir cuanto pueda y se acuesta temprano…


2 de julio. El amor lo puede todo

Caminar de noche una montaña cautivó a María desde que era joven. Hoy desayunamos a las dos de la mañana y nos apresuramos a salir del refugio para comenzar el ascenso hasta la cumbre. La luna llena gobierna sobre el Mont Blanc igual que una adolescente sobre el corazón de algún antiguo caballero congelado en el tiempo. María y yo, junto con otra centena de alpinistas, caminamos entre los cuerpos de estos amantes, entre la montaña y la luna. Prueba irrefutable de su amor es que convierten la oscuridad nocturna en un bello escenario iluminado por sus resplandores níveos, ni siquiera necesitamos encender nuestras lámparas frontales para reconocernos y reconocer el camino. Podemos contemplar estrellas olvidadas y siluetas de incontables picos y montes. Este amor es un bello espectáculo de dos presencias tan lejanas y distintas que se han conjugado en medio del silencio universal. Quienes participamos de dicho espectáculo como simples partículas en movimiento ya hemos ganado mucho más que una cumbre.

Primero una arista, después remontamos una ladera custodiada por seracs, grandes bloques de hielo antiquísimo y reciente que tarde o temprano se desprenderán de la montaña. Ahora debemos superar el Dome du Goûter hasta el Bivouac Vallot, un refugio por encima de los 4000 msnm para casos de emergencia cuando el clima es adverso o el cansancio es excesivo. Poco a poco se anuncia un nuevo día en forma de un horizonte cada vez más encendido, una claridad que devora las estrellas. Al último, la arista de Les Bosses, es tan fina que parecemos equilibristas sobre la nieve, aunque afortunadamente el viento no sopla demasiado fuerte y el camino está bien definido.

Sin darnos cuenta hemos dejado atrás a todas las cordadas de los guías con sus respectivos clientes que se esfuerzan por conseguir más aire y energía. Desde luego no avanzamos a paso veloz, más bien llevamos el tempo de una melodía que nace del impacto de nuestros pies sobre la nieve, un crujido que suena cadencioso como danzón. El sol aún no nace y la luna todavía murmura secretos con la montaña detrás de un biombo de nubes voluptuosas; entonces llegamos a la cumbre con la mochila llena de emociones, los pies cansados, el corazón alegre, la mirada plena y la mente asombrada. Llegar tan alto siempre es placenteramente ambiguo, estamos en un punto que no es cielo ni tierra, es acaso una frontera, un punto de transición, un espacio de transformaciones. Subir una montaña es, también, aprender que el mundo no termina en nuestra pequeña realidad cotidiana.

Conforme a las tradiciones alpestres, debemos sellar este instante con un catártico abrazo, honesto y cariñoso, entre iguales. Felicidades por esta cumbre, una más… Nada. No ocurre tal abrazo. ¿Estoy solo? Hacia donde quiera que mire sólo hay montañas absurdamente hermosas, María no está aquí, también logró la cumbre, pero no está aquí en la cima.


1 de julio. Vieja escuela

7:30 am. Durante el desayuno en Tête-Rousse ambos permanecemos callados. Un silencio más pesado que la montaña invade nuestra mañana.

Es el segundo día de nuestro itinerario y nos aguarda el tramo más peligroso del ascenso. Hace pocos días un par de montañeros resbalaron y cayeron por la pendiente del Grand Couloir arrastrando a una alpinista española que, afortunadamente, iba asegurada al cable de acero que protege dicho paso, pero ellos no sobrevivieron.

Ninguno de los dos ha dicho una sola palabra, pero llevamos un rato mirándonos fijamente. Somos tan diferentes y nos parecemos tanto… Atemporales, ridículos y soñadores. Por fin, uno de nosotros pronuncia lo inevitable:

—Ya decidí que no voy a subir. Me siento cansada…

—¡¿Por qué, María?! ¡Qué pasó! ¿Llegamos tan lejos y te retiras?

—No, Sama, yo estoy muy cansada. Y a mí me gusta la montaña para vivirla, no para morirme en ella. Pero tú estás joven, quieres mucho a la montaña y yo sé que puedes. Sube y aquí te espero.

El Dr. Atl dijo en sus poemas que la vida es la comprensión, sin embargo, en ese momento me molesté con María porque no quiso continuar. No me interesaba saber sus motivos. Embelesado por la idea de continuar olvidé que la cumbre no es el punto más alto de una montaña, sino el punto hasta el cual llegas dando tu mejor esfuerzo.

—¡No! Tienes miedo y por eso no quieres subir, pero podrías lograrlo… En todo caso nos regresamos los dos…

—Por mí, puedes enojarte todo lo que quieras. Pero no voy a subir, Sama. Sube, que yo considero que si tú llegas a la cumbre es como si yo hubiera llegado.

Nos despedimos en el balcón. Y, después de esa breve discusión, María me envió solo hasta la mítica cumbre de los Alpes, pero fue una soledad completamente relativa porque ella siempre estaba ahí, en el camino hacia la cumbre, a través de sus relatos y su legado como una montaña de recuerdos que podría desmoronarse intempestivamente si una avalancha de olvido sorprendiera su longeva existencia. Es raro: cuando nos conocimos la idea era que yo la entrenara para poder subir al Mont Blanc y que se despidiera de la montaña, pero en realidad ella también me ha estado preparando, me ha enseñado a disfrutar más las montañas, a caminar despacio y desear nuevos horizontes. Gracias a María, ambos logramos alcanzar el punto más alto desde donde se puede soñar despierto.