Carrusel / Heredades / No. 216

Deambular es una forma de ir al encuentro. Los documentales de Agnès Varda


Los documentales de Agnès Varda son documentales de Agnès Varda. Y no, no se trata de una tautología: en todo caso, de una paráfrasis al verso de Gertrude Stein. De algún modo, sus documentales son siempre documentales sobre ella misma: aunque aborden temáticas y espacios múltiples, la vida de Varda —en forma de ojo, sensación, comentario o cuerpo mismo— se materializa en cada uno de estos filmes.

Errabundear. Orientarse. Perderse. Vagar. Deambular.

Deambular significa moverse sin una dirección determinada. En sus documentales, Agnès Varda deambula. Porque deambular significa crear durante: creación que se gesta en el movimiento mismo de no tener una orientación precisa.

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Deambular y hablar de sí misma: son las estrategias de creación que se juegan en sus documentales.

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Agnès Varda fue una dandi. La única mujer directora de la nouvelle vague. Nacida en 1928, estuvo activa hasta su último año de vida. Usaba vaporosas batas y no les temía a los estampados. Su cabello era bicolor: con redondez micótica, la mitad superior era canosa y la inferior la pintaba castaño rojizo. Fue amiga de Jane Birkin, Chris Marker, Jean-Luc Godard y Harrison Ford. Vecina de Alexander Calder. Conoció a Jim Morrison y Fidel Castro. Viajó a China y Cuba en el esplendor de sus victorias socialistas. Convivió y retrató el movimiento feminista en Francia, así como a los Black Panthers en Los Ángeles. Fue esposa y profunda amante de Jacques Demy.

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Hommage à Zgougou (et salut à Sabine Mamou) (2003) son dos minutos de grabaciones de Zgougou, la gata de la directora —quien por cierto es el ícono de Ciné-Tamaris, la productora que Varda fundó y con la cual realizó varias de sus películas—. Se ve a Zgougou interrumpiendo entrevistas, dominando el cuadro mientras la cineasta no teme en llamarla "reina" y "emperatriz". Zgougou es como linterna mágica que ilumina la espontaneidad de todos sus documentales.

Son pocos los directores de cine que en sus obras se atreven a hablar con tal desvergüenza. Varda lo hace todo el tiempo. En sus primeros trabajos la osadía se cuela en forma de comentarios sobre lo que ve o sobre lo que siente, y poco a poco irá avanzando hasta que ella misma sea la materia principal.

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El retrato fílmico que suele darse a los movimientos sociales obedece a la pretensión periodística de abarcar espacios, testimonios y causas de manera objetiva. Para Agnès Varda es de otro modo. Ella no trata de elegir a los personajes o sucesos más representativos, sino de ofrecer al espectador un pacto. El pacto de quien entra a un juego: se acepta que la verdad no es el núcleo; se siguen las líneas dispersas de vida, aquellas experimentadas en el acto mismo de jugar.

La inquietud por la mutación social está presente en numerosos trabajos de la cineasta: incluso en sus ficciones —aunque no sea el tema central— muchas veces hay referencias a ideas de autonomía sobre la familia, la pareja, la forma de gobierno. Hay tres cortometrajes que abiertamente se pueden inscribir bajo el halo de una crítica social: Black Panthers (1968), Salut les Cubains (1971), Réponse de femmes: notre corps, notre sexe (1975); sobre los derechos de los afroamericanos, la Revolución cubana y el feminismo, respectivamente. Sin buscarlo, la cineasta fue partícipe de estos acontecimientos. El vagar propiciado por su carrera artística y su vida personal la llevó a encontrarse en los lugares justos durante la efervescencia de los años sesenta y setenta.

A Jacques Demy le ofrecen un contrato para filmar en Los Ángeles. Varda viaja con él. Allí se encuentra con las manifestaciones del Black Panther Party, la combativa agrupación que se oponía al racismo. Mientras entrevista a distintos manifestantes, la cámara no enfoca siempre los rostros: elige la tesitura de un cabello crespo, los collares de ornamento profuso o unas manos parlantes. El cuadro privilegia a los Black Panthers bailando, en vez de enfrentándose a la policía.

Varda viaja a Cuba para presentar su película Cléo de 5 à 7 (1962). Allí captura varias fotos, que años más tarde convertirá en un filme donde sobrevuela la historia socialista, donde "saluda", en un gesto de gratitud, a todos los cubanos que retrató. Atravesado por el son y el chachachá, Salut les Cubains es una danza de fotos fijas: barbas, puros, sombreros, vestidos ondulantes; campesinos, parejas, militares, profesores, niños; Benny Moré, Ricardo Porro, Selma Díaz, Nicolás Guillén y, por supuesto, Fidel Castro —en forma de profecía poética, denominado "un utópico con alas de piedra"—. Todos se mueven con el ritmo del paso firme que marca un porvenir luminoso.

París durante los años setenta: agitación del movimiento feminista. Varda vive ahí; acude a diversas manifestaciones. Se mantiene muy cerca de grupos que abogan por la legalización del aborto. A partir de la pregunta "¿Qué es ser mujer?" en un vidrio traslúcido y con un montaje teatral, graba a mujeres de múltiples colores, ideas, edades; están desnudas, a medio vestir o con su ropa de todos los días. Las mujeres hablan: "Ser mujer es ser la única, la deseada, la presente, la misteriosa, con los caprichos y antojos correspondientes"; "Si nuestro sexo es el lugar del placer, del amor y de los hijos, ¿cómo lo vivimos?". Para Varda la mujer es una singularidad sin presupuestos dados, cuya definición existe sólo cuando es ella quien la elige. La mujer es alguien que aboga no sólo por su emancipación, sino por afirmar su otredad orgánica.

En esos años, el mundo parecía vibrar de imaginación. Se gestaban luchas, encuentros. Se gestaba la destrucción de lo establecido para pensar otros mundos posibles. Y allí estaba Agnès Varda, con su cámara en mano, rastreando sin proponérselo, en distintos dispositivos, la liberación de los cuerpos. La errancia de su quehacer artístico le permitió crear mientras su rumbo y el de la historia se movían.

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Caminar ha sido siempre un gesto de vitalidad. Si bien para las primeras formas humanas se correspondía con la necesidad de buscar comida o climas más habitables, poco después devino en un vínculo creativo con y a partir del terreno: "al modificar los significados del espacio atravesado, el recorrido se convirtió en la primera acción estética que penetró en los territorios del caos, construyendo un nuevo orden".1 Caminar como una forma de crear arte. Caminar como práctica estética.

La historia de los caminantes-creadores es larga. En el siglo XVI Michel de Montaigne, quien pudo citar la postura ética de Cicerón y escribir sobre la cualidad de su bigote para atrapar olores, decía: "Mi espíritu se niega a caminar si las piernas no lo llevan". O el estadounidense Henry David Thoreau, que en su libro Caminar elogió el paseo como una manera de imitar el movimiento de la naturaleza y, por qué no, como estrategia libertaria. Uno más: Friedrich Nietzsche, el filósofo que trajo las fuerzas vitales del cuerpo a la reflexión occidental, y que cuando estuvo enfermo encontró "la gran salud" con días enteros de caminata y escritura por Sils-Maria.

En las vanguardias artísticas se hallan nuevas nociones y prácticas del errar. Durante los años cincuenta surge en Francia la Internacional Situacionista, un grupo de artistas dedicados a componer territorios existenciales en un mundo donde aparentemente todo está codificado. Reapropiarse de los conceptos y espacios dados para a partir de ahí generar lo otro. Los situacionistas proponen intervenir los espacios de tal forma que faciliten la entrada del azar: fomentar situaciones que ayuden a construir nuevas ideas y nuevas pasiones. Como establecen en su manifiesto: "la creación no es la conciliación de los objetos y las formas, sino la invención de nuevas leyes sobre estas relaciones". Para avivar esta actitud generan un concepto, la deriva: una técnica de paso ininterrumpido en la que se experimenta lo inesperado a partir del puro acto de recorrer. Es decir: establecer ciertas reglas para dar inicio a un perderse más pleno.

Varda podría ser heredera del situacionismo. Si bien hay una correspondencia temporal entre su obra y el movimiento, nunca la menciona. Lo que hay es una intuición compartida: ella inicia viajes-proyectos de películas a partir de rastros, ideas inacabadas. Como si planeara una deriva, realiza una investigación, determina ciertos límites para después entregarse a lo indeterminado. Sus documentales suponen viajes, hablar con las personas (y objetos) que trae el camino. Varda como documentalista es creadora en cuanto no se impone al porvenir, en cuanto es capaz de acudir a un encuentro de la única forma posible: perdiéndose. Porque "perderse significa que entre nosotros y el espacio no existe solamente una relación de dominio, de control por parte del sujeto, sino también la posibilidad de que el espacio nos domine a nosotros."2

Desde joven, Varda sintió una necesidad de fugarse, de escapar sin decir a dónde se dirigía. La primera vez que lo hizo tenía 18 años y, sin avisar a nadie, tomó un tren a Marsella y desapareció por varios días. A la misma edad se cambió el nombre de Arlette por Agnès. Con sus más de 50 creaciones fílmicas entre largo y cortometrajes demuestra ser una caminante-creadora incansable, jamás experta: porque el arte de deambular no se consagra nunca; en todo caso, únicamente se practica.

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Una papa en forma de corazón. La humedad de un techo. Un reloj sin manecillas. Una mano jugando a atrapar camiones en una carretera. La tapa del objetivo de la cámara "bailando". Estas imágenes son parte de Les glaneurs et la glaneuse (2000), donde Varda practica el deambular y visita a espigadores contemporáneos.

Entre la ciudad y el campo, conocemos a espigadores que recolectan distintas cosas: productos agrícolas despreciados por empresas, muebles abandonados en la calle, sobras de los mercados o incluso artistas que producen obras con basura.

La basura, los desechos: la putrefacción que aguarda. En nuestro sistema económico basado cada vez más en lo intangible, hay pocos signos visibles que comparten una materialidad tan contundente con una marginalidad tan irrevocable. Ese mundo que por un lado produce insondables cantidades de desperdicios, a la vez, paradójicamente, busca ocultarlas. Siempre hay restos, excedentes, sobrantes. Desde el paradigma imperante —el consumo— se condena la recuperación de los desperdicios. Pero ¿quién establece lo que ya no tiene ningún uso, lo que sirve para unos y para nadie más? ¿Quién delimita la vida útil de cada cosa? ¿Por qué para los alimentos predominan los criterios estéticos sobre la posibilidad comestible? ¿Por qué vence la necesidad de la novedad por encima del funcionamiento de un aparato?

Las respuestas apuntan a un amplio debate teórico. Hay un punto cierto: las formas de producción masificadas demuestran ser ajenas a la singularidad. Pero la singularidad está allí: se trata de poner atención a lo pequeño. En vez de entrevistar a expertos, Varda responde con un viaje que precisamente acude a lo pequeño, a ese mundo marginal negado por la cultura.

Espigar los desperdicios de otros. Espigar comida abandonada, muebles usados. Espigar: una forma de habitar con dignidad. Más aún: hacer que el mundo no pierda su dignidad, a pesar de nuestro habitar depredador. O para Varda, espigar imágenes: estrategia contra el olvido, porque "los objetos nos contienen, no nosotros a ellos".

Agnès Varda se acerca a un hombre que en medio del campo recupera kilos y kilos de papas. Se trata de papas que, pese a sus formas asimétricas, están en perfecto estado para ser ingeridas. "Yo quiero el corazón", dice ella, señalando una. En medio de los montículos que están condenados a la degradación, aparece un gesto de belleza mucho más rotundo que cualquier papa perfecta.

Ezequiel Martínez Estrada lo dijo ya: "La búsqueda misma crea la materia del hallazgo". La estrategia de creación se transparenta aquí: a pesar de existir una investigación previa, Varda recorre, camina por los puntos aledaños a las zonas de recolección, entrevista a quienes se encuentra en el camino. Habla, pero escucha. "El azar siempre ha sido el mejor de mis asistentes", dice. Así acude al encuentro de lo inverosímil y, por tanto, extraordinario: en la carretera hacia los puntos de recolección, se topa con una tienda llamada Hallazgos, donde venden un cuadro que conjuga las pinturas de espigadoras de Jean-François Millet con las de Jules Breton. Y no es un truco del montaje, aclara. Es ir al encuentro.

La integridad de las personas que viven o crean con los desperdicios de otros demuestra que otra manera de habitar es posible. Porque a la desnudez de la intimidad sólo se le puede responder con autenticidad, la resonancia de esta película fue tal, que Agnès recibió numerosas cartas y regalos por parte de espectadores en todo el mundo. Recibió nuevas historias. En agradecimiento, dos años después filma: Les glaneurs et la glaneuse... deux ans après (2002), donde conoce a nuevos espigadores y visita a los ya conocidos. Esta película-carta de amor es el efecto de una cineasta que espiga y expone hasta lo diminuto sus encuentros.

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Deambular también es una forma de tomar el espacio, como lo es pintar o intervenir una pared. En la filmografía de Agnès Varda hay dos películas que conversan entre sí, por la musicalidad de sus nombres y porque ambas hablan —y hacen hablar— a las paredes: Mur Murs (1981) y Visages Villages (2017). La primera, a partir del embeleso de Varda por el arte callejero y murales que poblaban las paredes de Los Ángeles. La segunda, codirigida por JR, un joven fotógrafo francés: diario de viaje en el que se proponen redescubrir el espacio interviniendo construcciones con imágenes en gran formato; la fotografía de los ancestros en la fachada de una casa, las esposas de los encargados de una aduana conquistando inmensos contenedores, los pies de Agnès Varda en un tren. Intervenir un espacio es prefigurar otra mirada, activar otra forma de sentir.

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—¿Te da miedo la muerte?

—No lo creo. Pienso mucho en ello. No creo que tenga miedo, pero no sé cómo será en el último momento. Tengo ganas de estar allí.

—Ah, ¿sí? ¿Por qué?

—Porque todo habrá terminado.

(Diálogo entre JR y Agnès. Ella dejaría de vagar en este mundo apenas dos años después).

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La muerte nunca le fue ajena. Si bien su voz y autobiografía constantemente tomaban la palabra, a partir de 1990 su cine hace efectiva la elección de su historia personal como eje medular: ese año vive la muerte de su amado Jacques Demy a causa del SIDA.

La obra de Varda está atravesada por el amor. "La herida abierta que es mi vida", dijo Georges Bataille: la herida no como fractura proveniente del sufrimiento, sino como apertura absoluta al devenir, dejarse afectar y ser afectado por el mundo, por los otros. Abrazar la fragilidad. Así crea documentales Varda: en la apertura hacia lo desconocido.

Jacques Demy fue otro director de la nouvelle vague, uno de los pocos europeos que hicieron musicales. Era tres años menor que ella. Aunque nunca firmaron nada, se acompañaron siempre: cada quien desde sus inquietudes y estilos. Demy fue el compañero esencial de Varda durante las derivas que dieron vida a sus películas. Se conocieron en 1958 en un festival, y a partir del año siguiente comenzaron a vivir juntos. Se dedicaron a viajar, escribir, filmar, criar a Rosalie (hija de la pareja anterior de Varda) y al hijo de ambos, Mathieu.

En los últimos días de Jacques Demy, Agnès Varda grababa Jacquot de Nantes (1991), una ficción que recrea la infancia de Demy. Él, con sus últimas fuerzas, sigue a la cineasta en el proceso, e incluso conoce el film terminado. Con esta producción, la directora iniciaría la rendición de una serie de homenajes.

Las pasiones alegres sí pueden exceder a las tristes. Cuando Julio Cortázar perdió a Carol Dunlop, le escribió: "el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir". Varda parece hablarle así a Demy. Aunque a veces surjan menciones desoladas al "más querido de los muertos", sus filmes posteriores desbordarán vitalidad.

Poco tiempo después graba Les Demoiselles ont eu 25 ans (1993), en celebración a los 25 años de la película Les Demoiselles de Rochefort (1967) dirigida por Demy. La ciudad organiza una fiesta de reencuentro y Varda actualiza el musical. Después, L'univers de Jacques Demy (1995). Inesperadamente, un documental en el que Varda apenas si aparece. La cineasta, consciente de su constante intromisión, comenta que esta vez trataría de ser discreta, dejando hablar al universo de Jacques Demy: sus amigos, películas, actores.

Finalmente, compartir la pérdida, la soledad de lo irreparable. Una nueva forma de homenaje no a Jacques Demy, sino a partir de él: se trata de mujeres que perdieron a sus esposos, Quelques veuves de Noirmoutier (2006), donde entrevista a viudas de distintas edades que viven en la isla francesa. Todas estas mujeres se ven unidas con Varda; de nueva cuenta, su voz y vivencia personales se entretejen con otras.

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¿Cómo es que hablar de sí, cual estrategia de creación, no se convierte en un delirio ególatra? "Represento el papel de una ancianita, gordita y habladora. Y sin embargo son los otros quienes me interesan y a quienes quiero filmar. Los otros, que me intrigan, me motivan, me hacen cuestionarme, me desconciertan, me apasionan", dice al inicio de Les plages d'Agnès (2008), el documental donde la directora se piensa a sí misma a partir de su propia obra: un espacio donde la memoria es fabulación. "Si se abriera a la gente, se encontrarían paisajes. Si me abrieran a mí, se encontrarían playas".

En sus playas, Varda transita su infancia a partir de puestas en escena que asimilan viejas fotografías de su álbum familiar. Hacer del cine un hogar: "El cine es mi casa, siento que siempre he vivido en él". Aunque su voz o su historia dirijan los trayectos (siempre en forma de una herida que no se avergüenza de sus grietas), será para otorgar con frescura espontánea la palabra a otros.

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Deambular es una forma de ir al encuentro. Para quien en cada rincón aguarda un espectáculo en potencia, "cada mañana se alza el telón en el teatro de lo cotidiano". Varda parte desde la proximidad. Recorre la calle donde residió gran parte de su vida y crea Daguerréotypes (1975), un acto de magia: montaje onírico del espectáculo de un mago, en diálogo con la historia en primera persona de los comerciantes de la calle donde "el pavimento huele a tierra", por el origen campesino de la mayoría de sus residentes: la calle Daguerre. ¿Con qué sueñan sus habitantes? ¿Cómo se conocieron los matrimonios? En cada rincón: ahí se juega la magia, ahí se juega el mundo.

Daguerréotypes es una figura a pequeña escala de todos los documentales de Agnès Varda. Como un acto de magia, desde el contacto con lo cercano a través del deambular, la cineasta usa su mirada y voz para hacer aparecer a los otros.

¿Y qué conforman las imágenes y sonidos de sus documentales? ¿Qué conforman todos estos rostros, calles, objetos, paredes, familiares, amigos? "Un reportage? Un hommage? Un essai? Un regret? Un reproche? Une approche?".3 Tal vez todos, al unísono. "En tout cas c'est un film que je signe en voisine, Agnès-la daguerreotypès".4 Desde la eufonía de quien se expone al encuentro para traer la vida al cine y el cine a la vida, siempre es ella la que firma: porque los documentales de Agnès Varda son documentales de Agnès Varda.



1 Francesco Careri, Walkscapes. El andar como práctica estética. Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 2013, p. 15.
2 Franco La Cecla, Perdersi: l'uomo senza ambiente, citado por Francesco Careri, op. cit., p. 36.
3 ¿Un reportaje? ¿Un homenaje? ¿Un ensayo? ¿Un arrepentimiento? ¿Un reproche? ¿Un acercamiento?
4 En todo caso es una película que firmo como la vecina, Agnès la daguerrotipo.