Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225
Invisibles
Crónica: Segundo premio
Estaba ahí, sentado en un banco de parque, fumando un Lucky a medias con mi mejor amigo. Él silbaba su parte favorita de Carmen y yo pensaba en el cúmulo de adioses de los que este concierto me separaba. Pensé que las puertas iban a estar abiertas desde temprano, pero no fue así. No quedaba de otra que vagar, mirar un par de chucherías en el mercado de pulgas cercano... No mucho, ninguno de nosotros coleccionaba reliquias.
Él me hablaba de su casi novia, yo pensaba en mi exnovia. En cómo le pedí que no se fuera; incluso se lo pedí por favor, pero se marchó. Vimos a un par de ancianos que jugaban ajedrez y me vi reflejado en ellos, creyendo que en algunos años más mi amigo y yo nos veríamos así. Aunque me dio una tremenda paliza la primera vez que jugamos, con el tiempo iba a conocer su estrategia. Nunca hemos vuelto a jugar.
Él casi no fumaba, y mi madre me iba a matar si me volvía a encontrar fumando, así que debía acabarme todos los cigarros que llevaba en el paquete. Eran de sabores; me había acabado los rojos, los demás me daban algo de asco, pero ahí seguíamos. Me sentía un hombre por fumar a mi corta edad, como si eso me fuera a hacer madurar. Fuimos a comprar una Coca-Cola y unas frituras ultraprocesadas para matar el rato.
Era la primera vez que él estaba ahí, yo ya había asaltado el local con anterioridad, cuando compré los boletos en la preventa. Sólo vendían dos por persona, el número justo. Nos sentíamos extraños: era mi primer concierto en un lugar underground; antes sólo había ido a eventos fresas en el Metropolitan y en el Auditorio. Este sitio estaba cubierto de pintura en aerosol, con el gato en la cortina de hierro (el gato es su logo). Debajo del animal, el nombre del local con la primera A encerrada en un círculo daba un aspecto más de abandono que de sala de conciertos. Supuse que así se sentía la libertad y la juventud. Ser contracultural o una cosa de ésas.
La bebida se terminó, los cigarros no, y yo no sabía qué hacer con los que quedaban. Fuimos a dejar la basura en un bote y un hombre se llevó la botella de pet. Sentimos ganas de ir a orinar, pero no veíamos ningún baño.
Un grupo de hombres y mujeres comía frituras de un carrito ambulante; la conductora nos ofreció a nosotros, pero ya habíamos tenido nuestra merienda de campeones. Como los del grupo estaban uniformados, deduje que sabrían dónde podíamos ir a orinar. Nos acercamos para preguntarles. Luego de hablar con ellos nos dejaron pasar a una cabina pequeña, repleta de escobas y monos de trabajo, el modelo que ellos llevaban.
Sólo había una taza y un bote grande de plástico; una bandeja navegaba en la superficie de agua. Tratamos de pagar por el servicio, pero rechazaron nuestras monedas. Nos sentimos bien, un poco más de dinero para nosotros (ni idea de en qué lo íbamos a gastar). La noche empezaba a caer y muchas personas arribaban, la vestimenta los delataba. Mercancía oficial de la banda. Yo llevaba una chamarra de piel para la ocasión.
Nos acercamos a la entrada y nos revisaron. Me detectaron los cigarros en la chamarra, incluso revisaron en los dobleces y en la parte alta de las botas. No tenía nada más que eso, algunos billetes y mi celular. Tuve que dejar los cigarros en una especie de paquetería, les hice unos rayones con mi nombre para identificarlos a la salida. Me sentía aliviado, incluso pensé que podía dejarlos ahí para que mi madre no se enterara de mi pequeño hábito. Subimos. En las escaleras había más grafitis y frases pintadas; estábamos a oscuras, casi no se veía nada pero subimos sin tropezar.
Nos encontramos con la sala ya repleta; el calor era como el que se siente al lado del mar, húmedo y cargado de algo. Un pequeño ventilador de metal intentaba auxiliarnos, pero no lo lograba; era muy poco para todas las personas que estábamos allí, tampoco había ni una sola ventana en todo el local. Creímos poder comprar algo para refrescarnos, como siempre a precio de concierto; pero no: sólo había cerveza y ninguno de los dos teníamos INE.
Estuvimos allí con un grupo de gente desconocida, metidos entre personas vestidas de negro, algunas con botas. Un par de chicas bonitas se encontraba frente a nosotros, no pude hablarles. “Da igual, no las volveré a ver en mi vida, quizá ya hasta nos vimos y no recuerdo bien su rostro, sólo su belleza”. Mi amigo tampoco hizo nada, y yo creí que hacerle señas para que las viera era de perdedor. Me lo ahorré.
Salieron los teloneros: Don Tetto. En mi vida los había escuchado, pero mi amigo se notaba bastante feliz de poder cantar su canción a todo pulmón; ambos estábamos dolidos y éramos un poco torpes en lo social. Me empezó a contar cómo conoció a la banda que abría el concierto y, sí, fue por la chica de la que me había contado en el parque. Pronto se nos acercó un chico con cresta; nos advirtió que, cuando saliera la banda principal, la multitud se iba a empujar y podíamos quedar hasta enfrente. Así fue en cuanto salió Allison. Él nos hizo un hueco por donde pudimos pasar. Quedamos muy cerca. La primera canción que tocaron no tuvo mucho impacto, al menos no en mí. Performance demasiado exagerado.
Empezaron a tocar, traté de anotar las canciones en mi celular, pero el movimiento me lo impidió y mejor decidí disfrutarlo. Agradecí que las personas no grabaran, que disfrutaran el momento en vivo y no a través de una pantalla. Nuestro amigo de la cresta estaba perdido. Llevaba una sombrilla, pero ni así lo vimos. El sudor, el calor, la multitud misma se mezclaban en el ambiente; sentí que ya no cabía ni un alfiler.
Nos moríamos de sed, grité al escenario para recibir un poco de agua. Aventaron una botella plástica a medio llenar diciendo que debía durarnos para todos. Ni siquiera cayó cerca de mí. Al poco, un sujeto nos hizo una seña para cargarnos: puso las manos en forma de escalón. Ninguno de los dos quiso, nos respondió “pinches aguados”. Yo estaba tan sudado que la descripción era precisa. Hubo un punto álgido: la canción más dolida. Gritamos como un par de lunáticos. Era momento de sacar ese dolor que me callé por varios meses. No fue por un auto nuevo, pero sí por nuevas experiencias. Al menos eso creo, aún no lo descubro.
Pronto el ritmo bajó. Una guitarra electroacústica y sólo una voz. En ese momento me solté a llorar y abracé a mi compañero. Él no hacía mucho, cantaba y yo traté de grabarlo pero no pude. Nunca he sabido si se enteró de mis lágrimas o pensó que sólo era sudor. Era un concierto líquido. Yo la estaba pasando bien. Habían prometido esto y estaban cumpliéndolo: muchas subidas y bajadas.
Al terminar esa canción empezó la rechifla para escuchar la que cada uno quería. Yo pedía una que me contara “de cuando tenía 16”, mi edad. Mi amigo pedía “Frágil”. Yo lo secundaba un poco. Llegó el resto de la banda y nos cantaron un par de buenas canciones. Mi ánimo subió y empezó a hacerse el slam (o algo así). No sé, entré a repartir empujones y recibirlos. Estuve cerca de desfallecer, pero el de la sombrilla me sostuvo para decirme que volviera, apenas empezaba el asunto. Dejé a mi compañero a cargo de mi celular y seguí dando tumbos. Me sentí vivo. Emociones a flor de piel.
Siguieron tres o cuatro canciones, las que más pedíamos a gritos. Tocaron algunas de ésas y cerraron con la más importante, la que todos esperábamos. Allison cerraba con “80’s”, cantando por nosotros cómo se fueron al infierno, todo por su cuerpo, por ese maldito deseo; la chica que rondaba mis pensamientos me dijo, como recitaba la canción, que era mía y de nadie más. Daba igual, ya se había terminado y rozábamos el nacimiento de un nuevo día. Salimos empapados, creo que he tomado baños en los que acabo menos mojado.
Por un momento pensé en dejar los cigarros, pero volví por ellos. Me los devolvieron y los metí al fondo de mi chamarra; ya los tiraría después. Cuando bajé me encontré con sed, tremenda sed, y sólo la fonda estaba abierta. Pedimos dos bebidas, nos cobraron 28 pesos por un litro de agua. Pude haber pagado el doble; la sed era mortal. Mi compañero estaba más tranquilo que yo; le ofrecí transporte, pero lo rechazó diciendo que podía llegar por su cuenta. No pude conciliar el sueño hasta que me envió un mensaje para decirme que estaba en su hogar. Cuando llegó a la terminal ya no pasaba ningún camión, pero un taxista lo llevó hasta su casa: le cobró menos de la mitad luego de contarle la misma historia triste que a mí.
El día siguiente fui a misa y comí barbacoa. El fin de semana de un maestro. Fue otro punto de sutura a la herida de mi alma, aparte de un repaso de esas tardes doradas en CCH que no volverán. Dejé los cigarros en un teléfono público cercano a la iglesia. Un hombre se acercó a ellos cuando me iba. Ya qué, espero no haber quebrado al Alicia.