Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225
A la orilla del lago
Cuento breve: Primer premio
La panadería del señor Benjamín Goldstein está tranquila. Durante estas fechas los pobladores salen a visitar a sus familias, lo que provoca que los pequeños negocios se vean envueltos en días largos y poco interesantes. El único sonido que entra por las ventanas de la panadería es el murmullo del lago, el cual separa al pueblo del asentamiento vecino.
Benjamín Goldstein se recarga en el horno de piedra y se concentra en leer el mismo periódico que ha leído toda la semana. De repente, el crujido de la puerta principal lo hace volver a la realidad y extrañarse por la presencia de un cliente. Goldstein sale al mostrador, pero no ve a nadie en un primer momento. Cuando baja la mirada, repara en un niño sin brazos. Viste un overol de mezclilla y deja ver sus pies descalzos sobre la oscura madera.
Goldstein pregunta en un intento de profesionalismo:
—¿En qué le puedo ayudar?
—Zapatos —responde el recién llegado con la barbilla en alto.
—Esto es una panadería, joven.
—Hazme unos zapatos de pan —dice el pequeño confiando en la elocuencia de su petición.
El señor Benjamín sabe que el curioso muchacho probablemente sea su único cliente en el día. Además, la rareza de la situación le hace querer ser cómplice de la empresa del niño. El panadero no tarda en resolver que lo más sencillo es cortar dos bolillos viejos y sacarles el migajón. En menos de cinco minutos, Benjamín Goldstein deja en el suelo el par de zapatos, justo en frente del interesado.
El pequeño introduce sus pies en ellos de inmediato y se controla para no brincar de la alegría. El cliente satisfecho da las gracias y desaparece tras la puerta con su nueva adquisición. A pesar de que el niño del overol ya no está a la vista, Benjamín permanece detrás del mostrador. Comienza a dudar de si lo que acaba de ocurrir pasó en verdad o si fue una alucinación, consecuencia del aburrimiento veraniego. Estos pensamientos se ven interrumpidos por una risa sonora y un coro de graznidos.
El panadero mira por la ventana y ve a su joven visitante a unos pasos del cuerpo de agua, rodeado por juncos y otras yerbas salvajes. Una familia de patos sale de entre los nenúfares y, con delicadeza, empieza a comerse migaja por migaja los zapatos. Durante todo el festín, su sonrisa chimuela le eleva las mejillas hasta casi ocultar sus ojos. El gesto permanece hasta quedar descalzo, tal como se presentó en la panadería de Benjamín Goldstein.