Periscopio
cuatro ojos imbatibles, atentos,
que miran con cariño y soporte.
You think you've private lives
think nothing of the kind.
There is no true escape,
I'm watching all the time.
Judas Priest, “Electric Eye”
Es el Ojo en el cielo. Algunos lo llaman Dios, otros le dicen Progreso. Lo único cierto es que mira. Observa con mucha atención. Escruta. Juzga. Delibera. Castiga.
Cuando el partido está reñido, el hombre en base debe robar. Es un movimiento muy sencillo —en apariencia—: sólo hay que correr de un lado a otro. En posición, el ahora corredor se alista: los brazos sueltos, gráciles, las piernas abiertas en arco, la espalda recta, los pies firmes y la mirada atenta a la revirada del pícher que, elegante, observa por encima del hombro, pendiente del hurto. El mánager ha dado previamente la señal del robo. El coach en primera capta la estrategia y sirve de chivato, da instrucciones al hombre que está dispuesto a correr: “Abre más”, dice; “atento a la bola”. El corredor escucha, sin dejar de ver los engañosos movimientos del pícher. Se mueve. Se acomoda el casco. Se chupa los labios, nervioso. La velocidad es la clave para lograr el cometido: ir de la primera a la segunda base. Romper la posibilidad del doloroso double play, jugada defensiva perfecta, amiga del lanzador que rige en la lomita. El pícher presenta la bola y el corredor abre uno, dos, tres pasos. Luego, sin más, cuando la bola sale de la mano del lanzador y éste cae de frente al bateador con el garbo de un toro enfurecido, el corredor apela a la explosividad de sus piernas para encaminarse, a toda velocidad, hacia la segunda base. La intermedia: territorio libre de peligro: zona de descanso y amenaza. Corre. Corre. La bola viaja a 85 millas por hora. Es una recta, abierta por el lateral externo del plato. El bateador se prepara para lo que se avecina y, con un movimiento rápido, despreocupado, se aparta de la caja de bateo sin dejar de mirar al compañero que, poseído por el alma de un caza militar, se desplaza a toda velocidad sobre el camino de grava rojiza. El corredor sigue, sin mirar a otro lado más que a la base que se presenta al frente como la tierra prometida. Corre, como un caballo con anteojeras. Baja su centro de masa. Se deja caer con los brazos estirados, la panza sobre el cascajo. Resbala con pericia, estira los brazos lo más que puede para alcanzar la base. Está cerca de tocar la almohadilla. Pero, ¡esperen! ¿Qué es lo que ha pasado? La tierra se levanta como una niebla que oculta el misterio. El silencio se apodera del partido. El ampáyer mira la jugada con la atención de un joyero que engarza un anillo. “¡OUT!”, grita, y con el puño cerrado que baja con fuerza hace la seña universal del que está ponchado. El corredor se levanta, francamente sorprendido. Con la palma de las manos se quita la tierra que quedó sobre la camiseta. Y luego, cuando mira hacia el home plate, lo encuentra: es él, el cuidador, el ojo-que-todo-lo-ve, el hombre atento a cada jugada. El cerebro del equipo, se dice.
El cácher, estratega y visionario, le devuelve la mirada, sonriente, con las manos en alto, pues sabe que evitó el desastre. Sigue con suma atención al corredor retirado durante todo su camino hacia el dugout. Sonríe. El corredor y él cruzan miradas, y el receptor, con el gambox en la mano, se lleva el índice hacia la base del ojo derecho. La golpea en repetidas ocasiones. Sí te vi, parece decir. Luego se coloca la careta y adopta su posición detrás del plato. Con la vestimenta de trabajo —cubierto por arreos, mascarilla emparrillada y un peto comodísimo— parece un caballero medieval. Pendiente de todo lo que pasa al interior del campo, es difícil escapar a su mirada que estudia el panorama y da seguridad al resto del equipo.
El cátcher es, pues, el guardia que cuida el panóptico: el hombre que lo observa todo sin que los demás lo sepan, pendiente de cada movimiento realizado en base. Un haz de luz que está pendiente de alumbrar y poner en medio del foco al hombre atrapado en vilo con sus intenciones de partir hacia la gloria y así, sin mayor dilación, armado con un brazo de fusil y un ojo de francotirador, arrebatarle la ilusión de la victoria y el escape.
El cátcher es un ojo más en esta tierra vigilada, custodiada, sobreprotegida.
La ficción distópica ha perdido su fuerza, mengua gradualmente su materia impetuosa. Ha perdido vigor. Y en la actualidad, aunque constante, se le ve débil, como a un perro contagiado por la sarna, invadido por la masa de un mortífero simbionte. Y es porque poco a poco su perfil conjetural —inherente a su propia concepción ficticia— se ha dejado invadir por las raíces próximas de esa contagiosa materia llamada Realidad. Lo que antes parecía distante, una mera invención lúdica, un “no pasará” invariable, es ahora un escenario posible que, como visto por el espejo lateral de un auto, “está más cerca de lo que aparenta”1.
Sea pronta su asimilación (o no) en el futuro lindante, el carácter crítico de la ficción distópica es necesario. Su interés se enfoca en una o varias zonas específicas, según la que precise llamar la atención. Su ojo, pese a exponer la tesis con crudeza, oculta cierta compasión, un tenue carácter altruista: el llamado de atención obliga, casi de forma paternal, a que se preste ojo a lo propuesto. Su criba es amplia: apenas separa: no disimula ni encubre. Y, sin embargo, es digerible. Su aparente lejanía permite asimilar con gozo las historias propuestas entre sus páginas; permite disfrutar la duración de su metraje y, a pesar de su notable cariz oscuro, no deja de ser más que un mero dispersor cuyo anclaje en el porvenir está, por ahora, bastante lejos de lograrse.
Pero la ficción distópica incita, debido a su severidad, a la reflexión inmediata: permite que el lector vislumbre un círculo de interés antes ignorado (la robótica, el totalitarismo, la tecnología, el belicismo, la crisis ecológica) y se cuestione, ahora, por qué está allí dicha cuestión, cómo funciona, y sobre todo: ¿es necesaria su existencia para el devenir histórico de nuestra sociedad? ¿Se está operando del modo correcto o es un elemento cuya construcción, desarrollo y futuro escapa a nuestro entendimiento? ¿Es pertinente dejar que el fenómeno se desarrolle aunque su evolución, aquello en lo que habrá de convertirse, se aparte del llamado “contrato social”, del status quo, cree sus propios valores morales y viole la franja de lo que consideramos “bueno”, o escape del espectro de “lo permitido”?
Concebir sociedades destruidas por el avance mal habido de la economía, la presencia constante de guerras o el fracaso ecológico de la humanidad permite al autor imaginar situaciones, extremistas en su gran mayoría, en donde se refleja la actualidad y su devenir. Alexander Naime apunta en su artículo que “la distopía nos advierte que lo nuevo no siempre es lo mejor; que el progreso no es involuntario y puede ser peligroso; […] que las máquinas y la tecnología pueden devorarnos”2.
El subgénero existe porque apela a la catarsis. Del espectador depende crear consciencia en torno al tema o, por el contrario, quedarse con la idea de que el futuro tardará bastante en presentar lo ya advertido. Lo cierto es que la distopía muestra el castigo por el exceso y, como una gitana que lee el futuro en su bola de cristal, aconseja a no seguir dicho camino; o, en cambio, si la exclusión no es optativa, incita a mejorar algunos puntos clave y, así, evitar problemas que podrían traer consecuencias negativas en la posteridad.
La realización de su metáfora, o la elusión de la misma, depende aún del compromiso. Hoy en día, incluso con los hechos a su favor —con las noticias que corroboran los malestares, la parábola cumpliendo de a poco su sentencia ante los ojos inquietos de los escasos augures—, su razón alarmista carece de intérpretes. Las señales son claras, pero es más fácil ignorarlas. Vivimos un mundo de exégetas ciegos y egoístas.
La ciudad china de Shenzhen es un bello páramo industrial que alberga a más de 12 millones de habitantes; una zona comercial, cuna del gigante tecnológico Huawei, en donde el dinero y las acciones fluyen como un bravísimo avispero, en donde la tecnología está siempre en constante evolución. Caminar por los centros comerciales de esta provincia cantonesa es como hallarse en los escenarios futuristas de filmes clásicos como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), TRON: Legacy (Joseph Kosinski, 2010), o Akira (Katsuhiro Ôtomo, 1988). Shenzhen es, sin duda, una ciudad ligada al cyberpunk más estilizado.
Esta megalópolis, sin embargo, no sólo es conocida por su abundante comercio o por fabricar los gadgets que llegan a todas partes del mundo. Shenzhen es popular, también, por ser una ciudad estrictamente vigilada. Es cierto que sus grandes centros comerciales albergan la tecnología más reciente (celulares, cámaras de video, drones y un larguísimo etcétera), lo que da razón de su reciente expansión capital: la exportación es la base de su economía: la demanda ha beneficiado a su evolución; pero, ¿esto alcanza para explicar por qué sus calles albergan más de 220 000 cámaras que vigilan cada aspecto de la vida de sus habitantes?
Quizá. Pero no basta.
Las primeras cámaras se instalaron a finales de los años noventa: una peculiar movida para acabar con la delincuencia. Pero los ojos se han multiplicado gradualmente: “Sin apenas publicidad, y a menudo en secreto, las autoridades han ido ampliando su control hasta desarrollar el mayor y más avanzado intento de controlar a una población a través del video”3.
Estos dispositivos de video, además de la inherente cualidad de acumular información audiovisual, tienen la capacidad de reconocer a los habitantes a través de un software que escanea rostros. Millones de caras son escaneadas a diario. La información se envía a una base central en donde es almacenada y se conecta con “chips que las autoridades están incorporando a los carnés de identidad de uso obligatorio y que contienen información sobre el pasado, el presente y el futuro de cada persona”4. Shenzhen es un lugar en donde es imposible pasar desapercibido: un lugar en donde los paparazzi no tienen trabajo, en donde hasta el más solitario tiene un ojo que lo cuide, en donde el reconocimiento no tiene nada que ver con la fama…
Este breve atisbo a la vida en Shenzhen recuerda, sin duda, a un episodio de ficción. En concreto: al argumento de 1984, la célebre novela de George Orwell: inglés, periodista, autor de ficciones y profeta. La historia de la novela es ampliamente conocida: Winston Smith, hombre trabajador del Ministerio de la Verdad, decide rebelarse contra un sistema totalitario que reduce a sus habitantes con una observación constante y controladora, promovida por un gobierno que idolatra al “Gran Hermano”. La parábola de Orwell resulta visionaria. Su argumento, nacido de un desagrado, “auguraba el panorama de un régimen del terror que, en plena Europa, perfeccionaría los métodos de Stalin y Hitler en un tiempo previsible”5. Acusa y señala la abolición de la esfera privada, advierte sobre la vigilancia total, la privación del pensamiento. Denuncia el devenir del totalitarismo, incluso “antes de que el concepto entrara en el lenguaje de los historiadores”6.
A pesar de que la ficticia Franja Aérea 1 descrita por Orwell es sólo eso —un lugar apocalíptico, una distopía—, la región china de Shenzhen es real. Es posible caminar sus calles. Es posible alimentarse en sus restaurantes, dormir en sus hoteles, beber en sus bares y comprar en sus tiendas. Todo es posible, siempre y cuando no se quebranten las leyes impuestas por aquellos que vigilan. Siempre y cuando no se trasgreda el orden establecido. Siempre y cuando uno esté dispuesto a abandonar su anonimato.
Una sociedad estrictamente controlada, como la descrita en la obra de Orwell, resulta todavía lejana. Pero sus raíces ficcionales ya fueron cooptadas por el anzuelo de la realidad. El transcurso de la Historia, sus evidencias empíricas, ha dejado en claro que el totalitarismo, en toda su extensión semántica, es ampliamente reprobable. Hoy en día, los países que se inclinan por este tipo de gobierno han optado por quedarse al margen de esta evidencia y debido a su régimen son ampliamente criticados. Shenzhen es aún, al igual que el resto del territorio chino, un caso aislado: una planta de recién descubrimiento que, sin embargo, suelta esporas que contagian con premura. Si bien la gran mayoría de los países prefiere no adoptar con notable evidencia los puntos nucleares del totalitarismo, cuyo suplicio y castigo provocados ya no resultan aceptables, sí ejercen un tipo de control que parte del mismo dispositivo disciplinario: la observación.
El experimento aplicado a Shenzhen, de manufactura estrictamente carcelaria, hoy aplicada al plano urbano, es parte de un rentable plan de contingencia para reprimir a los civiles en caso de sublevación; pero, sobre todo, sirve para moderar la acción de las masas a partir del miedo: estar en constante vigilancia, ser consciente de que alguien te observa al cometer una infracción, resulta útil al sistema. Sobre los hombros hay siempre un ojo: la mirada que “[…] está por doquier en constante movimiento”7.
Esta técnica de represión nacida en la cárcel tiene su origen en el panóptico, un proyecto arquitectónico de reclusorio ideado por el filósofo Jeremy Bentham. “Su principio es conocido: en la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro, una torre con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo”8. La idea principal de este tipo de arquitectura radica, al igual que en las calles de Shenzhen, en que los individuos —ahora una masa castigada, sometida a la presión del ojo: razón central del espectáculo: sujetos visibles, atrapados de vuelta en un suplicio medieval en donde el patíbulo se vuelve terreno de acción a los ojos de la justicia— están en perpetua observación.
En una cárcel de este tipo el vigilante se sitúa en la torre, al centro del edificio, y desde allí puede observar todo el panorama sin ser visto ni oído. Puede ver todo y puede escuchar todo lo que pasa en cada una de las celdas, en cualquier momento. Por el contrario, no existe ninguna posibilidad de que el preso vea, escuche o atisbe, siquiera un poco, hacia el interior de la torre en donde el vigilante merodea, pues cualquier indicio mínimo de ausencia podría resultar catastrófico para el orden impuesto dentro del sistema penitenciario. La torre es un ojo perpetuo: Sauron vigilando a la Comarca; HAL 9 000 cuidando a Bowman y a Poole. “De ahí el efecto mayor del Panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder”9. El panóptico es presencia y, en su sentido más elevado, aspira a la ausencia total: un estadio en donde no sean necesarios los guardias, pues la alienación es tal que los presos sienten una presencia perpetua, así no exista nadie que esté al tanto de sus acciones.
En la actualidad, este sistema disciplinario ha encontrado la manera de mantenerse fuera de las cárceles. Su terreno de acción no se limita sólo a los penales: la ciudad moderna es un lugar privilegiado para hacer posible sus efectos: los propios ciudadanos propician su implementación sin que sea notable: usan teléfonos con localización satelital, logran conexiones inalámbricas a la red de internet colectiva, hacen check-in en redes sociales y graban su día a día con la naturalidad de quien desayuna un plato de cereal. El entretenimiento sirve, incluso, a esta premisa: algunos youtubers crean canales en torno a su privacidad y comparten de todo: desde viajes y fiestas familiares hasta compromisos o reuniones de trabajo. Todo resulta rentable. Toda esa información valiosa engrandece el acervo del Ojo, que cada vez sabe más de nosotros. La intimidad es un constructo arcaico: la moda es estar en línea, compartir el día a día y actualizar el feed de las redes sociales: lo importante es mostrar lo que tenemos en tiempo real, sin importar que dicha información esté en las manos equivocadas. Es tan fácil localizar a alguien sólo con seguir su timeline en Twitter; resulta sencillo saber lo que hizo X o Y persona el día de ayer sólo con ver las instastories de su perfil en Instagram. El acoso virtual se ha convertido en una acción cotidiana en nuestra sociedad.
Los efectos del panóptico son tan prácticos que, actualmente, su presencia tiende a lo incorpóreo “y cuanto más se acerca a este límite, más constantes, profundos, adquiridos de una vez y para siempre e incesantemente prolongados serán sus efectos: perpetua victoria que evita todo enfrentamiento físico y que siempre se juega de antemano”10, es decir, que el Ojo se ha vuelto una figura semejante al aire: no tiene forma pero su presencia es innegable. Lo que se temía en un inicio hoy es una realidad: vivimos en una época en la que somos objetos de estudio constante. El Ojo vigila cada acción que realizamos: presencia nuestros gustos, estudia nuestras preferencias y sabe de antemano qué productos nos interesan.
La llegada del internet (y de los varios artilugios tecnológicos que se perfeccionan día con día) ha fomentado el crecimiento del Ojo y su poder. El panóptico dejó de ser un proyecto arquitectónico para volverse una doctrina que rige nuestra realidad. Su elevación hacia el plano incorpóreo ha permitido que los comisarios y ejecutivos, aquellos que moderan la vigilancia, gobiernen con tranquilidad, pues saben de antemano que poseen la ventaja del anonimato: son conscientes de cada movimiento en falso de los ciudadanos, como un pastor que cuida a sus ovejas. Con el puño en alto, prestos a aplastar a todo aquel que quiera rebelarse contra el yugo, manejan al planeta en silencio. Son celadores que caminan de puntillas:
[…] persiguen con un mínimo de ruido sus objetivos estratégicos más importantes, la vigilancia sin fisura y la abolición de la esfera privada. Sólo echan mano de la porra si no hay más remedio. […] Ofrecen a los internos seguridad, atención, confort y consumo. Y pueden contar con el consentimiento tácito de los vecinos y con la certeza de que sus pupilos apretarán aplicadamente una tecla invisible que dice me gusta.11
El Ojo mira. No se cansa. Parpadea poco; en ocasiones, ni siquiera eso. No deja de observar. Sabe lo que piensas; juzga en silencio y, sobre todo, castiga en secreto. Sin que se note. Apenas un hálito de pena, una sanción encubierta: una pizca de veneno en el café: el sabor del escarmiento escondido entre los taninos amargos del brebaje.
La creación de distopías cercanas a la dependencia tecnológica nos ha ayudado a reflexionar sobre la relación hombre-tecnología. Ha servido para alertar al público sobre las zonas más oscuras de su inherente presencia. Mostrar el malestar contemporáneo producido por la tecnología y la afección del ser humano, cuando se ve inmerso en un mundo repleto de avances que muchas de las veces escapan a su total comprensión del fenómeno, se ha convertido en un tópico necesario. La convivencia con las nuevas tecnologías nos ha puesto en novísimos caminos que resultan más cercanos a nuestra vida cotidiana: hoy en día es común convivir con la cibernética y sus aplicaciones, pero debido a su proximidad no se ha explorado lo suficiente, o resulta ajeno hablar de lo habitual en una suerte de ficción cruda que sabe más a ciencia ficción que a realismo puro. Esto es, ante todo, un problema de apreciación, de género, de enfoque... Pero es preciso mencionar que el resultado y la intención siguen siendo las mismas: incitar a la reflexión, apelar a la crítica.
La serie británica Black Mirror (2011) es una antología televisiva cuya principal premisa se basa en alertar sobre los peligros de la dependencia tecnológica en un presente alternativo que se rige a partir de la presencia de lo científico: entornos carcelarios altamente cibernéticos en donde es necesario acumular créditos para alcanzar la estabilidad económica y la libertad; futuros cercanos en donde es posible grabar todo lo que ocurre a nuestro alrededor; sociedades modernas que pueden aislar y bloquear a un individuo a partir de máscaras implantadas en las pupilas de los ciudadanos; entornos de castigos prometeicos que remiten al sistema penal de suplicio a partir de la manipulación de memorias; gobiernos belicistas que programan y usan a la mesnada en aras de lograr una limpieza racial... A lo largo de cinco temporadas, la paranoia tecnológica presentada por este programa ha servido para mostrar el lado oscuro de los avances mecánicos y programáticos. La tecnología presentada en sus episodios resulta todavía ajena, lejana; sin embargo, los dilemas morales que plantea son muy actuales: permiten visibilizar los espectros de acción de la actualidad y, como toda buena ficción distópica, apela a la reflexión casi como un síntoma inherente al goce estético de la misma.
Ésta es una serie llena de ojos: su intención alerta sobre esos aparatos que han afectado casi todos los aspectos de nuestra vida, incluso antes de poder concientizar su intromisión. Pero la serie no trata sólo de aparatos y tecnología, sino que engloba todo aquello que se esconde detrás: el espectro es amplísimo y así mismo lo hace ver su creador, Charlie Brooker.
El primer episodio, “The National Anthem”, es una maravillosa carta de presentación. Curiosamente, es el capítulo con menos tecnología per se: no muestra un avance futurista en materia tecnológica, sino que se desarrolla en una época semejante a la nuestra. El argumento se resume así: después de una llamada nocturna, el Primer Ministro Británico despierta con la noticia de que la princesa Sussanah ha sido secuestrada por un personaje anónimo que resulta ser muy habilidoso para burlar a la inteligencia y a los satélites que vigilan, implacables. El cerril captor amenaza con matar a la princesa a menos que se emita en televisión abierta una relación sexual entre el ministro y un cerdo. El argumento resulta escabroso por sí mismo; sin embargo, el tema central gira en torno a los ojos y a la forma en que un hecho determinado puede anular todo contacto de la ciudadanía con la realidad en aras de presenciar un acto que extrapola los valores: el observador (el ministro) se vuelve pieza de museo, y queda bajo la mirada de las millones de personas que viven bajo su mandato. Esta inversión de valores resulta clave para comprender las intenciones del captor; este hombre deja que el conflicto se desarrolle y evolucione a partir de los ojos que ejercen presión sobre el Primer Ministro: la presencia de los espectadores es estrictamente necesaria para la realización de su mensaje. Al final, todo resulta ser un performance muy arriesgado que lleva consigo una declaración que, de una u otra forma, se sigue desarrollando a lo largo de los episodios restantes: ocultarse del Ojo, vivir en el anonimato, es hacerse de Poder. La forma en que se ejerce dicho dominio depende de las manos que lo llevan.
Los alcances más oscuros de la tecnología imperante, su relación con una humanidad cada vez más dependiente de los gadgets y su gradual intromisión en la vida cotidiana del usuario, puede verse también en la novela Kentukis (2019), de la argentina Samanta Schweblin. La autora crea, a partir de una serie de relatos intrincados, una novela clave para comprender el funcionamiento de la sociedad hipertecnologizada en la que nos hemos trasformado, y va escalando gradualmente hasta mostrarnos aquello en lo que habremos de convertirnos si se sigue ese camino incierto, con el afán de mecanizarlo todo.
En esta novela Schweblin muestra los efectos de la tecnología y la alienación que produce el ser habitante de un mundo vasto y elitista y, a su vez, logra desentrañar las razones de la decadencia en el futuro próximo: se aventura a fabular sobre las necesidades del hombre nuevo en un mundo cada vez más frívolo, en donde la única forma de ser notado es a través de un kentuki, en donde la única compañía real es la de aquella máquina manipulada por un ser anónimo que paga por tener la oportunidad de entrometerse en nuestra cotidianidad. En donde el ojo adquiere identidad cuando hay dinero de por medio.
Al Ojo no le afecta el paralaje. Todo lo ve. Te mira incluso mientras lees este pasaje: aprende los gestos; reconoce la mirada; el ojo despierta en cuanto la pupila recorre la primera línea de texto. Su mirada no cesa. Dejar de leer no garantiza el escape: sabe todo sobre ti, reconoce filiaciones y escruta la reacción de cada individuo que realiza la lectura. ¿Lo notaste, acaso? El silencio es su arma predilecta; su mayor embeleco es ser imperceptible.
Lo verdaderamente terrorífico es que hoy el Ojo ofrece sus servicios al mercado y no al verdadero control: al régimen totalitario. Ya es noticia conocida el hecho de que empresas como Amazon, Facebook o Google venden y filtran información sobre sus usuarios. De esta forma, los sistemas de reconocimiento artificial aprenden más sobre la persona que está detrás de la pantalla. Pero su principal intención es vender, más allá de cuidar. Es más rentable mantener a raya a la población, alentarlos a comprar lo que aparentemente necesitan, sumirlos en un estado de perpetua adquisición: tener más es ser mejor y forma parte de los efectos de un efímero estadio de felicidad que necesita ser saciado constantemente para permanecer allí. Es más útil mantenerlos en vilo, haciéndoles creer que van en busca de la felicidad y no presas del miedo creado por el despotismo. No es necesario tenerlos atados, tan próximos. No. Basta con soltar un poco la correa y hacerlos creer que viajan libres mientras el Ojo los estudia, crea oportunidades de mercado y engrosa los bolsillos de aquellos que, poseedores del verdadero anonimato, viven con la tranquilidad de quien apunta y no tiene el trabuco encasquillado.
1 Michio Kaku, en su ensayo Física de lo imposible (Debolsillo, México, 2016), aporta una tipología de las “imposibilidades”. Si bien su enfoque es mucho más científico que humanista, ligado a la física y no a la sociología, por ejemplo, las “Distopías”, bajo este parámetro, podrían calificarse al interior de las “imposibilidades de clase I”: fenómenos que “[…] podrían ser posibles en este siglo, o en el próximo, de forma modificada.”
2 Alexander Naime Sánchez-Henkel, “Mundos imposibles: utopías y distopías del cine y la literatura”, en La Jornada Semanal, 15 de diciembre de 2019.
3 David Jiménez, “Un ‘Gran Hermano’ para 12 millones de personas de la ciudad china de Shenzhen”, en El Mundo, 9 de diciembre de 2007.
4 Idem.
5 Hans Magnus Enzensberger, “¡Pobre Orwell”, en Panóptico, Barcelona, Malpaso Ediciones, 2016.
6 Idem.
7 Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI, 2019.
8 Idem.
9 Idem.
10 Idem.
11 Hans Magnus Enzensberger, op. cit.