Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225
“La puerta del viernes”, de Tahar Ben Jelloun
Traducción literaria: Primer premio
Ustedes saben cómo ese lugar nos ha marcado a todos de pequeños. Salimos de él intactos…, al menos en apariencia. Para Ahmed no fue un trauma, sino un descubrimiento extraño y amargo. Lo sé porque habla de eso en su diario. Permítanme abrirlo para que les lea lo que escribió sobre esas salidas en la bruma tibia:
“Mi madre metió en una cesta pequeña naranjas, huevos duros y aceitunas rojas marinadas en jugo de limón. Ella llevaba un pañuelo sobre la cabeza que cubría la henna con que había teñido sus cabellos la víspera. Yo no tenía henna en los cabellos. Cuando también quise ponerme, me lo prohibió diciéndome: ¡eso es sólo para las niñas! Guardé silencio y la seguí al hamam. Sabía que pasaríamos allá toda la tarde. Iba a aburrirme, pero no había remedio. En realidad, prefería ir al hamam con mi padre. Él era rápido y me evitaba todo ese ceremonial interminable. Para mi madre era la oportunidad de salir, de ver a otras mujeres y de chismear aun bañándose. Yo me moría de aburrimiento. Tenía retortijones en el estómago, me asfixiaba en ese vapor espeso y húmedo que me envolvía. Mi madre se olvidaba de mí. Se instalaba con sus cubetas de agua caliente y hablaba con sus vecinas. Todas hablaban al mismo tiempo. Poco importa lo que decían, pero hablaban. Tenían la impresión de estar en un salón donde hablar era indispensable para su salud. Las palabras y frases brotaban de todas partes y, como la pieza estaba cerrada y oscura, lo que ellas decían parecía contenido en el vapor y se quedaba suspendido por encima de sus cabezas. Yo veía las palabras elevarse lentamente y chocar contra el techo húmedo. Allá, como puñados de nube, se fundían al contacto con la piedra y caían en pequeñas gotas sobre mi cara. Así me divertía; me dejaba cubrir de palabras que resbalaban por mi cuerpo pero pasaban siempre por debajo de mi calzón, lo que hacía que mi bajo vientre estuviera cargado de esas palabras convertidas en agua. Oía prácticamente todo, y seguía el camino que trazaban esas frases que, una vez llegadas al nivel más alto del vapor, se mezclaban y formaban en seguida un discurso extraño y a veces gracioso. Como fuera, yo me divertía. El techo era como una tablilla de escritura. No todo lo que se dibujaba en ella era forzosamente ilegible. Pero, como había que matar el tiempo, me encargaba de desenredar todos esos hilos y de extraer de ellos alguna cosa comprensible. Había palabras que caían con frecuencia y más rápido que otras, como: noche, espalda, senos, pulgar…, apenas pronunciadas, me caían en plena cara. Yo no sabía qué más hacer con ellas. De todas maneras, las hacía a un lado, esperando ser alimentado por otras palabras y otras imágenes. Curiosamente, las gotas de agua que caían sobre mí estaban saladas. Me decía entonces que las palabras tenían el sabor y el olor de la vida. Y, para todas esas mujeres, la vida era sobre todo reducida. Era poca cosa: la cocina, el quehacer, la espera y una vez por semana el reposo en el hamam. Yo estaba contento para mis adentros por no formar parte de ese universo tan limitado. Hacía malabares con las palabras y de eso salían a veces frases sin pies ni cabeza, del tipo: ‘la noche el sol sobre la espalda en un pasillo donde el pulgar del hombre mi hombre en la puerta del cielo la risa…’, luego de pronto una frase sensata: ‘el agua quema… dame un poco de tu agua fría…’. Esas frases no tenían tiempo de ser elevadas por el vapor hacia lo alto. Eran dichas en un tono banal y expedito; no formaban parte del parloteo. De hecho se me escapaban y eso no me molestaba en absoluto. ¿Qué podía hacer con esas frases vacías, huecas, incapaces de elevarse y de hacerme soñar? Había palabras raras y que me fascinaban porque eran pronunciadas en voz baja, como por ejemplo mani, claoui, tabún… Supe más tarde que eran palabras que giraban en torno al sexo y que las mujeres no tenían derecho de utilizar: esperma…, testículos…, vagina… Ésas no caían. Debían permanecer adheridas a las piedras del techo que ellas impregnaban con su color sucio, blancuzco o café. Hubo una vez una disputa entre dos mujeres a causa de una cubeta de agua; se lanzaron insultos en los que esas palabras regresaban a veces en voz alta. De las alturas cayeron como una lluvia, y me regocijaba reuniéndolas y guardándolas secretamente ¡en mi calzón! Estaba incómodo y a veces temía que mi padre se encargara de bañarme como le gustaba hacerlo de vez en cuando. No podía guardar mucho tiempo las palabras en mi cuerpo porque me hacían cosquillas. Cuando mi madre me enjabonaba, se sorprendía al constatar lo sucio que estaba. Y yo no podía explicarle que el jabón que escurría llevaba todas las palabras oídas y acumuladas a lo largo de esa tarde. Una vez limpio me sentía desnudo, como liberado de harapos que me mantenían caliente. Después disponía de todo el tiempo para pasearme a mis anchas como un diablo entre los muslos de las mujeres. Tenía miedo de resbalarme y caer. Me aferraba a esos muslos expuestos y entreveía todos aquellos bajos vientres carnosos y velludos. No era lindo. Era incluso desagradable. Al anochecer me dormía pronto porque sabía que iba a recibir la visita de esas siluetas que esperaba, provisto de un fuete, sin aceptar verlas tan lonjudas y corpulentas. Las golpeaba porque sabía que nunca sería como ellas. No podía ser como ellas… Era para mí una degradación inadmisible. En la noche me escondía para mirar en un espejo de bolsillo mi bajo vientre: no había nada decadente; una piel blanca y lisa, suave al tacto, sin pliegues, sin arrugas. En aquella época mi madre me examinaba a menudo. ¡Ella tampoco encontraba nada! No obstante, se inquietaba por mi pecho que apretaba con lino blanco; ajustaba muy fuerte las vendas del tejido fino con el riesgo de no dejarme respirar. Había que impedir a toda costa el crecimiento de los senos. Yo no decía nada, la dejaba actuar. Ese destino tenía la ventaja de ser original y de estar cargado de riesgos. Me resultaba muy agradable. De un tiempo a otro algunos signos exteriores me confirmaban esta vía. Como el día en que la cajera del hamam me impidió la entrada porque consideraba que yo ya no era un niñito inocente sino un hombrecito ¡capaz de perturbar con mi sola presencia en el baño la virtud tranquila y los deseos ocultos de mujeres honestas! Mi madre protestó por la forma, pero en el fondo estaba feliz. En la noche se lo contó orgullosamente a mi padre, quien decidió llevarme con él al hamam en lo sucesivo. Me alegré en mi fuero interno y esperaba con enorme curiosidad esa intrusión en la bruma masculina. Los hombres hablaban poco; se dejaban envolver por el vapor y se bañaban con rapidez. Era un ambiente de trabajo. Terminaban sus abluciones velozmente, se retiraban a un rincón oscuro para rasurarse el sexo, luego se iban. Yo me paseaba y descifraba las piedras húmedas. No había nada sobre ellas. El silencio era interrumpido por el ruido de las cubetas que caían o por las exclamaciones de algunos por el placer que les causaba el masaje.
”¡Nada de fantasía! Ellos eran sobre todo sombríos, estaban apurados por terminar. Más tarde aprendí que pasaban muchas cosas en esos rincones oscuros, que los masajistas no hacían sino dar masajes, que los acercamientos y reencuentros tenían lugar en esa oscuridad, ¡y que tanto silencio era sospechoso! Yo acompañaba a mi padre a su taller. Él me explicaba el curso de los negocios, me presentaba a sus empleados y a sus clientes. Les decía que yo era el futuro. Yo hablaba poco. La venda de tela alrededor de mi pecho me apretaba siempre. Iba a la mezquita. Me gustaba mucho encontrarme en esa inmensa casa donde sólo eran admitidos los hombres. Rezaba todo el tiempo, equivocándome a menudo. Me divertía. La lectura colectiva del Corán me daba vértigo. Fingía rezar junto con todos y salmodiaba cualquier cosa. Experimentaba un gran placer al burlar aquel fervor. Maltrataba el texto sagrado. Mi padre no se daba cuenta. Lo importante, para él, era mi presencia entre todos esos hombres. Allí aprendí a ser un soñador. Esta vez miraba los techos esculpidos. Sus frases caligrafiadas. Ellas no me caían sobre la cara. Yo era quien subía para reunirme con ellas. Escalaba la columna con ayuda del canto coránico. Los versículos me impulsaban con bastante rapidez hacia lo alto. Me instalaba en el candelabro y observaba el movimiento de las letras árabes gravadas en el yeso y en la madera: Enseguida partía sobre el dorso de una hermosa plegaria:
“Si Dios les da la victoria,
nadie podrá vencerlos”.
”Me colgaba de Alif y me dejaba arrastrar por Nun, que me depositaba en los brazos de Ba. Así me tomaban todas las letras que me hacían desplazarme por el techo y me regresaban lentamente a mi punto de partida en lo alto de la columna. Desde allá me deslizaba y descendía como una mariposa. Nunca rozaba las cabezas que se balanceaban leyendo el Corán. Me hacía pequeño y me posaba en mi padre, a quien el ritmo repetitivo del Corán adormecía lentamente. Salíamos de la mezquita a empujones. A los hombres les gustaba repegarse unos con otros. Se abría paso el más fuerte. Yo me escurría, me defendía. Mi padre decía que siempre había que defenderse. En el camino comprábamos leche cuajada colada en una tela blanca. Luego pasábamos al horno por el pan. Mi padre se adelantaba. Le gustaba verme desenvolverme solo. Un día me atacaron unos maleantes que me robaron la tabla para el pan. No puede pelear. Eran tres. Llegué a la casa llorando. Mi padre me dio una bofetada que todavía recuerdo y me dijo: ‘¡No eres una niña para llorar! ¡Los hombres no lloran!’ Tenía razón, ¡las lágrimas son muy femeninas! Sequé las mías y salí en busca de los maleantes para pelearme. Mi padre me alcanzó en la calle y me dijo que era demasiado tarde…” .
Aquí cierro el libro. Dejamos la infancia y nos alejamos de la puerta del viernes. Y no la veo. Veo el sol que se inclina y sus rostros que se levantan. El día nos deja. La noche va a dispersarnos. No sé si es una profunda tristeza —un abismo cavado en mí por las palabras y las miradas— o una extraña ironía en la que se mezclan la hierba del recuerdo y el rostro de la ausencia lo que quema mi piel en este momento. Las palabras del libro tienen un aire anodino y, yo que lo leo, me siento separado de mí mismo. ¡Oh, hombres del crepúsculo! Siento que mi pensamiento se extravía y divaga. ¡Separémonos en este instante y tengan la paciencia del peregrino!