Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225

“La travesía” y “El sueño”
Fragmentos de Breve elogio de los fantasmas, de Nathacha Appanah
Traducción literaria: Segundo premio




La travesía


A mediados de los años 2000, realicé una serie de entrevistas para la Radio Suisse Romande sobre el dios hindú Shiva y platiqué con muchos exégetas, profesores e investigadores. Después de cada conversación, siempre llena de una precisión ejemplar y exhaustiva, me iba con una gran admiración hacia esas personas que pasan su tiempo aprendiendo, entendiendo, poniendo en perspectiva y analizando. Una de aquellos expertos, una mujer sumamente elegante y gentil, me recibió en París en un pequeño departamento del siglo XVII para hablarme de los simbolismos asociados a Shiva. Otro daba clases en una universidad que se situaba en las colinas de Neuchâtel. Creo que fue este último quien me explicó a fondo la relación de los hindúes con sus dioses —una relación sin intermediario, pues no hay Papa ni jefe de la Iglesia— y la importancia de los rituales de tránsito en sus vidas. Discutimos de su relación con la muerte, que ya conocía un poco, pues crecí en una familia hindú tradicional. Me enseñó que durante la incineración de un cuerpo en la pira, el cráneo debe explotar por el efecto del fuego para que el ritual de purificación del alma y de la destrucción del cuerpo material se complete. Así es como Agni, el dios del Fuego, puede llevar el alma al dios de la Muerte. Si el cráneo no explota, el sacerdote funerario tiene que romperlo. De lo contrario, antes de reencarnar o no, el alma existirá en forma de fantasma durante varios días. Un hindú cuyo cráneo permanezca intacto después de la ceremonia deambulará para siempre en forma de fantasma. Por eso, mientras se incinera un cuerpo, siempre hay una persona que lo vigila.

Cuesta abajo, hacia la estación de Neuchâtel, en ese lugar tan alejado de mi país natal, me acordé de lo que mi padre me dijo después de la incineración de uno de mis tíos. Éste, que fue un hombre apreciado por todos, acababa de morir de forma cruel y en condiciones horribles. Lo atropelló un camión mientras caminaba en la banqueta, estuvo varios días en coma, y su muerte conmocionó a toda la familia. Tenía dos hijos pequeños. Mi padre formó parte de aquellos que acompañaron el cuerpo desde su casa hasta la pira. Las mujeres y los niños nunca participan en esa procesión.

Cuando volvió a la casa me contó, con una voz cansada y triste, que el sacerdote funerario que estaba presente en la incineración tuvo que romper el cráneo del tío. Le pregunté por qué se hacían ese tipo de cosas y, como a los niños que preguntan sobre el significado de los rituales, me contestó con un vago coumsa sa. Así son estas cosas.

Fue mi padre quien encendió las piras de mis abuelos. Él es el hijo mayor, es su deber, y yo nunca me atreví a preguntarle si sus cráneos explotaron solos o si una persona tuvo que usar un garrote para romperlos.

Algunas de las tradiciones hindúes que mi tatarabuelo llevó consigo desde la India fueron edulcoradas y distorsionadas; otras, supongo, desaparecieron. Sin embargo, la ceremonia del paso de la vida a la muerte se sigue al pie de la letra en mi familia. No me encontraba en Mauricio cuando mi abuelo murió, pero incluso en París respeté el ayuno y guardé un periodo de duelo. Cuando mi abuela murió, yo todavía vivía en la isla y viví con su fantasma durante varios días.

Ella pasó los últimos años de su vida en la casa de su hija. En una casa irregular que no estaba terminada, lejos de su gran casona de Pitón. Dormía en una pequeña cama baja en una habitación minúscula. Creo que se podía visitar a mi tía sin percatarse de la presencia de mi abuela. Cuando murió, la instalamos en medio de la sala de estar para velarla, vestida con un bello sari y ataviada con sus joyas. Todavía me acuerdo perfectamente de su cara serena, color miel; parecía que estaba dormida.

Al día siguiente de su incineración comenzó el periodo de gran duelo. Sus cenizas habían sido esparcidas en un río (metáfora del Ganges), pero ella no se había ido por completo. En el transcurso de ese ritual de tránsito que dura 10 días, la familia (sus hijos y sus nietos) vive en un punto intermedio, extraño y tranquilo. Vamos al trabajo o a la escuela, tomamos el autobús, saludamos a nuestros amigos, los escuchamos, a veces reímos; sin embargo, es como si anduviéramos siempre con unos audífonos en las orejas. Sólo comemos cosas preparadas en la casa, nos mantenemos lejos de las distracciones y de las fiestas, estamos un poco en otra parte. Aceptamos que las lágrimas vengan sin avisar y los que nos rodean las aceptan también, porque saben que estamos “en duelo”.

Cada noche, en la mesa, se ponía un plato para mi abuela, y cada noche que duró ese gran duelo la imaginé comiendo conmigo. Eran comidas que apreciaba en vida, platillos vegetarianos simples, una verdura que recogimos del jardín, tomates, arroz, granos secos o un chutney. El sacerdote leía unas plegarias en sánscrito que nadie entendía, pero pensé en cuánto le gustaban a mi abuela ese tipo de plegarias y de atmósferas piadosas. Hablábamos de ella, a veces caían lágrimas, pero ya no era tiempo de lamentaciones. El fantasma de mi abuela estaba ahí, pero no debíamos retenerlo con nuestra tristeza, con nuestros lamentos ni con arrepentimientos. Todo debía llevarse a cabo perfectamente para que su fantasma pudiera pasar de forma tranquila del mundo de los vivos al de los muertos, pero no sólo eso, porque para los hindúes la muerte no es un final. Ese fantasma, esa alma, iba a reencarnar, y esa reencarnación dependía de su karma. El karma es la suma de los actos de una vida, pero también la manera en la que cumpliste tu papel en la tierra. Además, cada hindú tiene un dharma, una tarea a realizar durante su vida. Los textos sagrados dicen que si un alma no entendió y aceptó su dharma puede renacer indefinidamente, conocer sin cansarse las mismas situaciones y, a veces, cruzarse de nuevo con las mismas almas. Probablemente ése es, para mí, el aspecto del hinduismo más difícil de entender. ¿Cómo saber cuál es nuestra tarea? ¿Será la de pelear, la de someterse o la de ceder?

Durante ese periodo de gran duelo, cuando el fantasma de mi abuela estaba siempre con nosotros, intenté imaginarla pasando de un mundo a otro. ¿Cómo era ese lugar en el que caminaba?, ¿era un prado hermoso?, ¿era el paisaje de su infancia con los campos de caña sin fin?, ¿era un paisaje árido y montañoso como lo describe el Mahabharata, la gran epopeya sánscrita de la mitología india? ¿Estaba lista para partir? Cuando veía su plato y su vaso de agua perfectamente colocados pensaba en su alma que debía estar, en ese mismo momento, delante del dios de la muerte y juez de los hombres, Yama. ¿Cómo iba a comportarse? ¿Qué iba a decir en su defensa para demostrar que había hecho lo mejor, que había cumplido con su tarea?

Junto a su fantasma, en esa atmósfera tranquila y meditativa, volví a pensar en lo que contábamos de mi abuela. Decíamos que ella sabía salir de apuros muy bien, que lograba convencer a las personas. Me acuerdo de que una vez fue al hospital a visitar a un miembro de la familia, pero había llegado después de la hora autorizada. Era un lugar muy estricto en ese aspecto (los niños, por ejemplo, no eran admitidos). Sin embargo, ella logró entrar, acompañada del jefe de medicina en persona. Ella dijo, sin que pareciera gran cosa, que le habló y que él entendió la situación. Mi abuela tenía algo, una inocencia, una labia, una manera de hablar que era enternecedora y que hacía ceder a cualquiera, así fuera médico, ministro o inspector de autobús.

El otro nombre que recibe Yama, el juez de los hombres, es Dharmaraja, el rey de la ley cósmica del universo. Era bajo esta última forma que Dharmaraja iba a “evaluar” el alma de mi abuela y a establecer la retribución justa que resultara de su karma. Sucede que mi padre lleva también como nombre Dharmaraja.

Imaginé a mi pequeña abuela delante del juez de los hombres, esperando el veredicto. Dharmaraja estaría juzgando su paso sobre la tierra, y estoy segura de que mi abuela le habló de su hijo adorado a quien llamó como él, y que eso, esa pequeña trivialidad de mortales —un nombre de dios que le puso a su hijo— conmovió al rey de la ley cósmica. Estoy segura de que, en su piel de mortal o en forma de fantasma, mi abuela supo arreglárselas.

El último día del gran duelo nos reunimos alrededor del sacerdote. Estaba nublado y húmedo. La mesa había regresado al centro de la estancia, cubierta con su mantel de hule, con su florero con flores de plástico y con sus chucherías decorativas. Una noche antes, se había colocado un pequeño montículo de arena en una esquina de la habitación. El sacerdote explicó que al final de esa última ceremonia leería la arena para saber si mi abuela tendría una bonita reencarnación.

Durante todo ese periodo nos tranquilizamos, volvimos a reír y a sonreír, volvimos a pensar en el mañana y en las cosas por hacer. Uno de mis primos bromeó diciendo que esperaba que esa noche las cucarachas no hubieran caminado sobre la arena… El sacerdote rio con ganas y dijo: “ah, hay algunos que vuelven a nacer en forma de cucaracha”. Lejos de pensar que nuestra abuela pudiera renacer en un insecto escalofriante, también nos reímos.

Era tiempo de decirle adiós al fantasma. ¿Dónde estaba en este momento esa mujer que me dio tanto? ¿A mi lado? ¿Lejos de mí? ¿En mi corazón? ¿En mi cabeza? ¿Cuánto tiempo permanecerá en mi memoria su rostro? ¿Durante cuánto tiempo más podré invocarlo sin tener que ver una de sus fotos? El sacerdote tomó el plato en el que estaba el montículo de arena y lo colocó junto a él. Durante todo el tiempo que duró la ceremonia observé ese montón de arena. Pensaba que el sacerdote iba a terminar con una pirueta, con un proverbio indio sacado de la manga, con algo que nos tranquilizara porque no había ningún rastro sobre la arena color crema. Ninguno. La ceremonia terminó y, de repente, no sé cómo, hubo calma y un rayo de sol iluminó el plato. El sacerdote volteó hacia mí y dijo: “he ahí la luz”. Con una alegría que me hizo llorar, pensé: lo logró.




El sueño

De un día para otro, empieza a despertarse bruscamente a mitad de la noche. La primera vez, un martes, le toma unos instantes entender que los ruidos sordos y entrecortados que escucha son los latidos de su corazón. Tiene miedo. Pero no sabe de qué. A medida que vuelve en sí y que su respiración se calma siente que, como un animal sigiloso, ese sentimiento de miedo se aleja de ella. Se dice a sí misma que seguramente tuvo una pesadilla y le echa la culpa al róbalo que se comió en la cena. Su madre decía que comer ciertos pescados en la cena provoca pesadillas. Una vez, hace mucho tiempo, en un autobús repleto que olía a metal y a sudor, su madre le enseñó la lista de los pescados que provocan malos sueños, pero ¿el róbalo formaba parte de esa lista? No se acuerda. Recuerda la forma en la que su madre estaba sentada aquel día en aquel autobús, con la espalda erguida y las manos sobre las rodillas, y cómo ella, con la espalda inclinada y las manos agarradas del asiento delantero, tenía que inclinarse hacia la boca de su madre para escuchar la composición de aquella lista que provoca pesadillas.

Al día siguiente de ese martes se siente un poco cansada; sin embargo, se le pasa después de devorar un desayuno consistente y equilibrado. André, su marido, ya se había ido a trabajar, sonríe al ver su taza, su plato y sus cubiertos secándose en el escurridor. Cuando llega a la oficina se olvida de ese miedo sordo, de su despertar brusco, de su madre y de los pescados. En la noche cena con unos amigos, una cena que se pactó hace tiempo, le envía un mensaje a André: “todo el mundo te manda saludos, no me esperes, te amo”. Escribió: “todo el mundo te manda saludos”, así, para decirle que todos piensan en él, pero en realidad nadie preguntó por André. Es cierto que hoy en día las personas tienen mucho que hacer, están los hijos, los maridos, las esposas, los padres, las casas, los préstamos, las preocupaciones y las vacaciones. Sin embargo, todo el mundo le preguntó con un poco de insistencia cómo estaba. Come poco, pues la comida le parece insípida y de textura blanda. A la hora del postre todos los amigos (eran siete en la mesa) sacan sus agendas para anotar las próximas cenas. Quieren incluirla, pero cuando responde que debe pedirle su opinión a André, sonríen y evitan mirarse. ¿Qué les pasa a todos esta noche? Tiene prisa de regresar a casa y, en ese restaurante ruidoso, una ola de ternura por André la alcanza. Piensa en su taza, en su plato y en sus cubiertos en el escurridor. En ese mismo momento visualiza perfectamente el departamento que ambos comparten, las luces tenues, las cosas bien ordenadas, una musiquita nocturna y unos libros, pero no ve a André. Aprieta su servilleta con el puño, pero más bien es toda su vida la que aprieta, esa vida de ausencias y de detalles que atesora.

Aquella noche y las que siguieron, se despierta abruptamente con el corazón latiendo a mil por hora y con la garganta seca. No intenta acurrucarse junto a André, no quiere despertarlo pues tiene el sueño muy ligero. Se levanta y se acurruca en un sofá, sobre una manta. El viernes se queda dormida durante una reunión, un sueño profundo, irresistible, cálido; cuando abre los ojos está sola en la sala. Mortificada, espera un llamado de su jefe de servicio, pero nadie le hace ningún comentario. Confundida y avergonzada, pone de pretexto un dolor de cabeza y abandona la oficina. Todos los colegas, sin excepción, le sonríen y le dicen que descanse bien. En la calle, la calma de la ciudad en pleno mediodía le hace bien. Entra a una farmacia decidida a conciliar el sueño.

Durante una semana entera cena temprano, antes de que regrese su marido; reemplaza su té de las cinco por una tisana de manzanilla, no ve la tele en la tarde, sigue un tratamiento de magnesio; después, durante una semana, toma unos comprimidos verdes de una mezcla de plantas orgánicas llamadas sueño; antes de acostarse bebe un vaso de leche caliente con una cucharada de miel y se pone tapones en los oídos.

Sin embargo, nada funciona; se despierta siempre con la misma brusquedad, con los pelos de punta y el corazón latiendo a mil por hora. Siempre es a la misma hora, un poco antes de las dos de la mañana. Durante algunos segundos se siente muy sola, muy desamparada, muy espantada, demasiado espantada. Le gustaría mucho contarle eso a André, pero apenas si lo ve, le había hablado de un viaje o de un asunto que tenía que arreglar urgentemente; ya no sabe, pues no tiene la mente muy clara, sus días están cubiertos de un velo que nubla su mirada y tapa sus oídos.

Una mañana, no se acuerda de la fecha ni del día, escuchó la duela crujir y saltó de la cama. Pero no había nadie en el pasillo. El departamento estaba vacío, polvoso, mal arreglado. Le pareció un departamento extraño, abandonado, habitado por fantasmas. Hay una chamarra, sólo una, colgada en la entrada, y unas botas de montaña, gruesas y llenas de fango, que no reconoce. En la cocina mira fijamente y por un largo rato la taza, el plato y los cubiertos de su marido en el escurridor. En ellos ve un poco de André, ¿por qué no está ahí cuando ella está tan débil y tan cansada? Comienza a hablarle a la taza, aquella en la que su marido coloca sus labios cada mañana. ¿Dónde estás? ¿Cuándo regresas? Te necesito tanto. Empieza a llorar, tiene sus manos en la orilla del fregadero y la cabeza inclinada sobre éste. Se pregunta de dónde viene esa tristeza. Llama a la oficina para disculparse, no ha regresado desde hace varios días, le solicitan, amablemente, una constancia de incapacidad.

Por la tarde, va con su médico. Se conocen desde hace mucho tiempo y el doctor B. es también el médico de André. Le cuenta de sus noches agitadas, de sus sueños interrumpidos bruscamente todas las noches a la misma hora. El doctor B. la examina pacientemente. Sus dedos son frescos, su tacto es dulce, sus gestos casi tiernos, se resiste para no dejarse caer sobre su médico para abrazarlo. Cuando le habla —“tosa, inhale”— es con una voz benevolente en la que tal vez se podría notar cierta preocupación. El doctor B. la observa cuidadosamente, le receta un somnífero ligero, le recomienda ir a natación, unas vacaciones y, si está de acuerdo, unas sesiones con un psicólogo. Está sorprendida. ¿Sesiones con un psicólogo? ¿Pero por qué? Su vida es sana (toma un vaso de vino el fin de semana, consume verduras en todas las comidas y una vez por semana hace una caminata), su vida es plena (tiene amigos, un trabajo interesante aunque no le apasiona y un marido que la ama y al que ama). Es simplemente esa historia de no poder dormir. Hace más de 15 años que consulta a este médico y por primera vez desde hace mucho tiempo (todas esas toses, esos resfriados, esas tortícolis, aquella apendicitis, esa horrible gripe, la úlcera y los dos falsos partos), el médico se levanta de su escritorio y le pone una mano en el hombro. Así, simplemente, un gesto de consuelo que la hace romper en llanto.

—Perdón, doctor, estoy agotada. No entiendo. Los estudios fueron buenos la última vez, ¿no?

—Los análisis sanguíneos están perfectos.

—Se lo voy a comentar a André. Quiero decir, lo de las sesiones con el psicólogo.

—¿André? ¿Usted va a hablar con André?

—Sí, no lo veo mucho, cuando me levanto él ya se ha ido, ya sabe, tiene mucho trabajo. Tiene excelentes proyectos en este momento. ¿Le ha platicado sobre ellos?

El médico le da una última palmada en su hombro y regresa a su lugar. La observa como lo ha hecho durante todos esos años, fijamente a los ojos, sin flaquear.

—No, André no me ha platicado nada. No lo he visto desde hace tres semanas. ¿Usted sabe dónde está?

Quiere hablar pero sus oídos comienzan a zumbarle, se ve en pijama, su cabello suelto, todavía es bonito su cabello, ¿no? Tiene en la mano el teléfono, es de noche, está sola y grita. Es de noche, el timbre del teléfono la acaba de despertar y no se acuerda de lo que dijo, pero sabe que gritó muy fuerte. ¿Dónde está André?

El médico no deja de observarla y ella no puede dejar de interpretar eso como un acto de dulzura, de gentileza y de honestidad. Se levanta, de inmediato se siente fuerte; es un sentimiento que le es familiar, nunca se deprime, parece que se va a caer, que esta vez va a ceder, pero no, se endereza, va a seguir su camino. Sonríe, hace su cheque y sale con su receta.

El doctor B. permanece sentado en su escritorio. Muy a su pesar, su corazón se estruja. Ve la hora, ya son las 19 horas y ya no hay nadie en la sala de espera. Quisiera poder seguir a esa paciente, acompañarla durante un momento, no ser su médico sino simplemente un amigo que tenga el valor de revelarle lo que ha borrado de su memoria, pero que la despierta cada noche a la misma hora, como un fantasma que no ha terminado su trabajo.