Carrusel / Entre voces / No. 226

"Las relaciones de poder atraviesan nuestras mesas"
Una conversación con Sarah Bak-Geller Corona


Valeria Mata




El acto de comer es un hecho marcadamente cultural. La alimentación no sólo está supeditada al plano bioquímico y fisiológico del organismo, sino que se organiza alrededor de prácticas, normas, rituales, tabús e imaginarios diversos. Nada varía tanto de un grupo a otro como la noción de lo comestible, y nuestra relación con los alimentos ha cambiado de forma radical a lo largo del tiempo. Sarah Bak-Geller Corona se ha dedicado a estudiar la dimensión política de las prácticas alimentarias y las formas de representación de la comida en los contextos de colonialismo y construcción nacional en México y América Latina. Sus trabajos sobre cocina, cultura y poder son referentes para quienes nos dedicamos a investigar la alimentación como una compleja red de significados y relaciones.


Me gustaría iniciar preguntándote por qué elegiste centrar tu mirada en la comida desde una perspectiva histórica y social. ¿Hubo algún evento o momento decisivo que te haya hecho interesarte en esta línea de investigación?, ¿qué has encontrado ahí que te estimula a seguir explorando esos terrenos?

—Bueno, no es una historia particularmente anecdótica o fantasiosa, pero mi aproximación a la comida empieza a través de los libros de cocina. Curiosamente, ese interés ha marcado mi trabajo durante todos estos años, porque nunca he abandonado esa primera pasión, esa primera sorpresa e inquietud. En mi tesis de licenciatura quería investigar el espacio de la cocina; estudiaba Historia y me interesaba mucho explorar cómo los cuerpos habitaban las cocinas en diferentes épocas, cómo se movían y se apropiaban de un espacio de cuatro paredes que significa tanto. Me concentré en el espacio de la cocina mexicana e hice una comparación entre dos épocas. Analicé planos arquitectónicos del siglo XIX, fotografías y crónicas, pero mis fuentes principales fueron los libros de cocina, y me di cuenta de que a través de las recetas se puede descifrar qué gestos y comportamientos suceden en la cocina, cuáles son los límites de lo posible para nuestros movimientos, qué está permitido hacer —a partir de cierta época ya no se permite emplear el techo por cuestiones de higiene, por ejemplo—. Estas cuestiones me dieron muchas claves, y ahí descubrí la maravilla que es un libro de cocina. Luego, ya en mi maestría y doctorado en Francia, hojeando recetarios en una biblioteca descubrí los primeros recetarios impresos en México y me di cuenta de que estaban conectados a una historia global, de que formaban parte de un mercado internacional en el que entraban en acción editores franceses y latinoamericanos, en el que había disputas, piratería y demandas. Desde entonces hasta la actualidad, en mis trabajos etnográficos con comunidades indígenas que están en reivindicación de sus derechos sociales y políticos, los recetarios aparecen otra vez como documentos clave, estratégicos para su lucha.



Libros colección Bak-Geller


¿Atesoras algún recetario en particular, tienes algún favorito?

—¡Soy una gran coleccionista de libros de cocina! Son mis grandes fuentes. Me encantan los recetarios de mediados del siglo XX hechos por las primeras mujeres que se animan a firmar con su nombre. Antes los recetarios eran anónimos, y los primeros que aparecieron firmados habían sido elaborados por hombres. Esos libros me emocionan porque se trata de mujeres muy trabajadoras e intrépidas, mujeres que abrieron camino.

Es curioso que la comida pueda cumplir dos funciones diametralmente opuestas: que sirva para construir relaciones sociales caracterizadas por la igualdad, la intimidad o la solidaridad, y que pueda también mantener relaciones de rango, distancia o competencia. Las maneras de comer nos revelan aspectos interesantes relacionados con el poder. ¿Podrías darnos un par de ejemplos para ilustrar esta doble función de la comensalidad creación de comunidad y creación de conflicto—?

Trigo—Esta pregunta me encanta porque sintetiza una de las grandes complejidades del fenómeno alimentario: la cocina es conflicto y comunidad. La alimentación es un hecho social total porque atraviesa toda nuestra vida. En las relaciones que nos permiten reforzar vínculos está la comida. Un ejemplo, a gran escala, es la identidad nacional. Quizá no compartamos el mismo gobierno, la misma religión, los mismos orígenes étnicos, pero posiblemente la cocina sí sea un elemento compartido, un símbolo que construye una colectividad. En pequeña escala lo vemos en los sistemas de cargos y mayordomía, en los que la comida siempre está presente, o en los rituales que se expresan con platillos o recetas. Los migrantes tienen unas redes de comercio impresionantes para poder llevarse sus alimentos, y hay todo un sistema de intercambio para mandar alimentos motivado por la nostalgia de ciertos platillos o para dar un sentido de pertenencia. Del otro lado, la comida marca fronteras con lo que se considera “la otredad”, y ahí aparece la función de la comida como elemento que marca jerarquías. La alimentación ha servido como herramienta de colonización, y durante los primeros años de la conquista, por ejemplo, había ciertos alimentos que no podían ser comercializados por los indígenas: quien vendía el pan de trigo o el aceite de oliva debía ser español. Se marcaron jerarquías entre el trigo y el maíz, pues el primero estaba relacionado con el dogma católico y tenía un estatus superior al segundo, asociado con el mundo indígena. Otro ejemplo que me gusta es el del fascismo en Italia, donde a principios del siglo XIX Mussolini hizo una campaña para acabar con la tradición de comer pasta, pues decía que comerla había hecho bobos y flojos a los italianos. Hasta en las políticas de guerra el alimento tiene una importancia fundamental.

En México, hasta hace poco, las políticas públicas han ido en contra de las maneras de comer de las poblaciones indígenas, vistas como sucias o poco nutritivas. Así, el Estado busca mantenerlas bajo su tutela de manera simbólica, dictando qué es lo que deben y no deben comer. Por otro lado, así como la comida es una estrategia de poder y dominación, también es un elemento de resistencia. La cocina abre la posibilidad de imaginar otros mundos, es una estrategia de defensa de poblaciones en situación de marginación. Se puede luchar a través de la cocina. En ese sentido, hay muchos trabajos de investigación en Latinoamérica que nos recuerdan que la alimentación es una cuestión de poder, que hay un montón de injusticias y un costo social detrás de lo que comemos. Son trabajos que ponen en el centro la noción de justicia y las relaciones de poder que atraviesan nuestras mesas.


Los libros de recetas son documentos interesantes que nos revelan prácticas y valores sociales a lo largo de la historia. En el primer texto tuyo que leí reflexionabas sobre los primeros libros de cocina en México nacidos entre los años 1830 y 1890; recuerdo que me sorprendió descubrir que los editores de estos primeros recetarios estaban muy involucrados en proyectos patrióticos, que buscaban la construcción de la nación y de la llamada “mexicanidad”. Primero quisiera que me contaras: ¿qué es para ti un recetario y qué se puede descubrir al estudiarlos? Y en segundo lugar preguntarte: ¿es la cocina mexicana una “invención” nacionalista?

—Los libros de cocina son un compendio de recetas, un manual para aprender a cocinar. Pero lo maravilloso es que trascienden ese objetivo, nos dan una radiografía de lo que una sociedad considera ideal. Por eso es interesante estudiar los silencios de un recetario, nos permiten entender cuestiones de género, raza, o jerarquía social.

En cuanto a la segunda pregunta, es cierto que los recetarios en México no pueden desligarse del proceso de construcción del Estado nación. Los primeros surgen en ese contexto. Obviamente las prácticas, platillos, experiencias y conocimientos de la cocina mexicana no se inventan en ese momento, sino que se han creado y recreado a lo largo de la historia. Sin embargo, cuando se concibe la cocina mexicana de manera normativa, como un repertorio típico o un canon que dicta los elementos que entran y los que no, y cuando representa sólo a una población específica, ahí sí podemos hablar de un invento nacionalista, un invento que busca crear identidad. Esto sucede en todo el mundo, pero lo interesante para el caso mexicano es que sucede muy pronto, incluso antes que en Francia. La Constitución Mexicana se publica casi al mismo tiempo que el primer recetario, y la idea de que la cocina representa la idiosincrasia de una población es una invención mexicana, algo que no encontramos en otros lugares. También es peculiar el caso mexicano porque en pocos lugares la identidad nacional está tan arraigada en la cocina. No es casualidad que fuera México quien propuso por primera vez ante la UNESCO que la comida fuera patrimonio inmaterial de la nación. En México la cocina es indisociable de la identidad y por eso, entre otras cosas, los grupos indígenas apuestan por la cocina cuando quieren ser parte del discurso nacional, ser visibles por el Estado y tener un lugar en la historia de México. Nación y cocina han estado siempre muy entrelazados.


MaízSe suele identificar el encuentro entre aztecas y españoles como el momento fundacional de la cocina mexicana, y por otro lado se ha reivindicado también su origen prehispánico, su comienzo antes de la llegada de los españoles. Sin embargo, buscar el origen de las cosas puede ser problemático o puede llevar a la construcción de mitos. ¿Qué alternativa tenemos para no pensar la historia de la cocina mexicana de manera lineal e ininterrumpida?

—Pienso que no hay una sola narración correcta o válida de la historia mexicana, pero sí creo que es importante pensar que la cocina es una manifestación cultural compleja y que, como tal, está todo el tiempo en constante reinvención y adaptación, por lo que es muy difícil sostener y defender que ha tenido un origen único. Lo que es importante tener en mente es que en ese proceso de reinvención, búsqueda y sustitución de nuevos ingredientes cambia el significado de los platillos. Me parecen ociosas las discusiones que buscan identificar si el mole, por ejemplo, es un invento prehispánico o barroco. Lo interesante sería ver cómo se van construyendo diferentes simbolismos y usos de ese mismo platillo a lo largo del tiempo.


Esto me lleva al tema de la “autenticidad”. Para valorizar una receta, ingrediente o cocina, suelen evocarse conceptos como nostalgia, salvaguarda o pureza. ¿Puede hablarse de autenticidad en la comida?

—Al buscar la autenticidad se pierde de vista lo principal de la comida: que produce sentidos distintos según el contexto social y político, los actores involucrados y el propósito con el que se prepara. ¿Se hizo un platillo para una mesa de restaurante, para un ritual, para un ámbito doméstico? La autenticidad está también muy relacionada al nacionalismo. Todas las naciones han fabricado sus mitos de origen, en el discurso nacionalista lo “auténtico” y lo “originario” están siempre presentes.


Arjun Appadurai propuso el término de gastropolítica para referirse a la función de los alimentos como medios para expresar un conflicto. Sabemos que en el periodo colonial muchas tensiones sociales se manifestaron de forma gastropolítica en las jerarquizaciones que los españoles hicieron de las dietas y los productos del Nuevo Mundo de acuerdo con su percepción de lo indígena. Así, algunos alimentos nativos fueron concebidos como perjudiciales, sucios o incivilizados. ¿Cómo transformó la conquista las formas de producción y consumo de alimentos en el México de aquella época? ¿Cómo se transformaron también las corporalidades a partir de la sustitución o la erradicación de ciertos productos?

—Es interesante la doble pregunta porque hace referencia a dos dimensiones esenciales de la cuestión alimentaria. La primera cuestión se relaciona con la cultura material: las formas de producción, consumo, uso de utensilios, técnicas, o ingredientes. La segunda tiene que ver con la corporalidad, y nos remite a una dimensión más conceptual, de los imaginarios. Ambas están ligadas, pero empiezo por la primera. La conquista transformó las formas de producir alimentos en Mesoamérica; frente a la milpa, por ejemplo, se impuso el monocultivo, especialmente de cereales. Esto tuvo consecuencias importantes en la alimentación, pues el monocultivo implica trabajo intensivo para cuidar las cosechas, y el tiempo empleado por los mesoamericanos para ir a recolectar, pescar o cazar, se redujo considerablemente. El monocultivo tiene la ventaja de proveer alimento de manera más segura, pero implica también una gran pérdida de diversidad. De hecho, ya para el siglo XIX, Orozco y Berra menciona que muchos de los alimentos de los que hablaba Fray Bernardino de Sahagún en sus crónicas habían dejado de existir.

Junto con la comida traída por los españoles viene también la doctrina católica, nuevas jerarquías y símbolos asociados a los alimentos locales y a los recién llegados. El maíz, que como dice el Popol Vuh es el alimento del que está hecha la humanidad, se vuelve un alimento de segunda frente al trigo, la vid o el cordero, que tienen un simbolismo clave en el dogma católico.

Por otro lado, con la conquista también se introduce una nueva jerarquía de las corporalidades. Hay un cambio en la percepción de los cuerpos. Para los conquistadores había cuerpos superiores —el cuerpo europeo, fuerte, vigoroso y productivo— y cuerpos inferiores —el cuerpo indígena, concebido como afeminado, flojo, taciturno—.


Calendario curiosoEste número de Punto de partida explora experiencias de resistencia históricas y contemporáneas. ¿Cómo es que ha sobrevivido con tanta vitalidad y resiliencia la cultura alimentaria mesoamericana a pesar de tres siglos de colonización?

—Ésa es una pregunta que tenemos muchos de los que nos dedicamos a investigar este tema. ¿Cómo es posible que siga de pie esta cultura alimentaria, después de tantos años de colonización, de violencia del Estado, de la ideología del mestizaje —que fue una ideología del blanqueamiento—, o después de las políticas públicas neoliberales de los últimos 30 años? Las formas de colonización no han parado. Quizá uno de los elementos claves para pensar una respuesta está en el hecho de que en México la comida forma parte de los rituales de creación de colectividad. La comida permite a una comunidad identificarse como tal, generar pertenencia y sentido de vida. En la mayoría de los rituales no es posible sustituir el maíz por la cebada o el arroz, y ciertos alimentos como el chile o el maíz están vinculados con cuestiones más cosmológicas y existenciales. No se trata de un consumo individual o hedonista, sino que existe un sentido de comunidad que va más allá de una cuestión de gustos o preferencias personales. La comida, siguiendo a Lévi-Strauss, es buena para pensar, es un lenguaje que permite expresar. Frente al capitalismo caníbal, es impresionante que las organizaciones colectivas sigan funcionando como defensa y red de solidaridad. Y la comida está siempre ahí, es símbolo de la comunidad.


Si pudieras elegir un platillo, una bebida y un utensilio de cocina productos de la fusión de la tradición mesoamericana y la europea, ¿cuáles elegirías?

—El mole me parece el alimento más representativo de la idea de fusión, mestizaje y reconstrucción de sentidos. Es un platillo que aún hoy produce debate y que hasta la fecha sigue mezclando lo globalizado con lo mexicano. Hay una leyenda sobre San Pascual Bailón —el santo español de la eucaristía cuya historia fue reinventada por los novohispanos— asociada al mole que me gusta y sobre la que he escrito. Se decía que San Pascual trabajaba como cocinero en un convento en Puebla, y que un día se tropezó en la cocina, tirando chocolate, chiles, especias y otros ingredientes en una olla, creando el mole a partir de ese accidente.

Para la bebida elegiría los atoles de trigo, que en Michoacán se toman mucho y que siempre me han llamado la atención. Es admirable el gran conocimiento que debe emplearse para integrar texturas, colores, sabores y formas de cocción. Pensar en un utensilio es más difícil, pero está la mancerina, por ejemplo, que es un plato con una taza o jícara pegada al centro en la que se servía chocolate.


Recientemente, la clase empresarial de Silicon Valley ha invertido masivamente en empresas de tecnología alimentaria. ¿Qué dice eso sobre el futuro de la alimentación?

—Ya desde la Italia fascista, Marinetti decía que la comida del futuro consistiría en píldoras que contendrían todos los nutrientes necesarios. Los experimentos de este tipo siempre han sido una tentación, y creo que se relacionan con la idea de deshumanización. Sin embargo, muchos de estos experimentos priorizan el aspecto biológico de la alimentación, su función fisiológica, y esto deja de lado la dimensión social. La comida atraviesa todos los actos de nuestra vida y tiene tantos simbolismos y sentidos que no puede borrarse de repente su parte cultural. Por lo tanto, no veo muy mediato ningún experimento que no tenga en cuenta ambas funciones de la alimentación. No creo que nos convirtamos en una especie que se alimenta de polvos y píldoras.



Mancerina