Infancia | Vejez / No. 227

Toda una vida en diez horas



Las carnitas que viajan en una nube de sabor, grasa y smog a 60 km/h


12:03

Cruzar Buenavista y Eje 1 Norte sano y salvo es la proeza máxima del capitalino. Si el contraflujo no me aplastaba, seguro lo haría el metrobús, pues mi espacio de tránsito quedó limitado debido al tráfico de avenida Insurgentes, que una vez más se niega a desaparecer. Por si fuera poco, tuve que sortear las oleadas interminables de pasajeros provenientes de la terminal Buenavista de la Línea B del metro y del tren suburbano. Todos ellos, como ovejas al matadero, emanan del subterráneo en busca de aire urbano. Y aun así amo Buenavista.

En este escenario reposa la antigua estación del ferrocarril mexicano, hoy convertida en Forum Buenavista, centro comercial especialista en el deseo ajeno, también lugar de estadía de Brandon Abraham Chon Gasser, joven de 24 años que observa el orquestado caos de la cotidianidad mexicana en tiempos de pandemia. A pocos metros de la entrada lateral de la plaza se ha creado un punto de partida para los trabajadores de DiDi Food, Rappi y Uber Eats. Ellos formaron un oasis que los aleja del calor y la locura de la ciudad.

“Es mejor esperar aquí. Si andas por la calle gastas gasolina. Aquí recogemos la orden rápido y nos vamos a entregarla aún más rápido”, precisó Brandon Abraham. Eso hacía también yo. Esperar, recargado en un poste, escuchando Universal Stereo con mi celular de tapa, idéntico a los usados en el mundo de Los Expedientes Secretos X y Breaking Bad. Chon, mi amigo desde hace más de 11 años, emprendía una lucha con la batería portátil de su celular, ya que la punta del cable estaba doblada y a veces dejaba de cargar.

Pensé que por estar cerca de un centro comercial las órdenes se apilarían como hojas en otoño. No fue así. La eterna espera tiene dos factores imposibles de evadir; el primero es económico: “No tengo dinero para mí. Menos voy a tener para la gasolina si se acaba”, me recordó Chon cuando propuse dar una vuelta para encontrar pedidos. El segundo iguala a la burocracia mexicana: las aplicaciones manejan “zonas rojas” que orientan al repartidor para ubicar colonias donde hay alza de órdenes. Pero da igual que te encuentres en una color rojo porque sólo te llegan pedidos después de haber acumulado cierto número de horas esperando. Y cuidado con aceptar una orden y no entregarla a tiempo, pues la sanción se torna de pesadilla.


14:25


Llegó el primer pedido. Dos malteadas de fresa y una hamburguesa preparadas en Burger King nos ponen en acción. Con los cascos en mano y con el semáforo epidemiológico en naranja respirándonos en la nuca (semanas después volveríamos a rojo) nos abrimos paso a través de la plaza; y, aunque ésta y en especial la zona de comida no atendían al público, algunos curiosos se encontraban merodeando por los largos pasillos de Forum Buenavista.

La razón por la cual mi amigo había solicitado mi ayuda era porque resulta imposible cuidar que la comida no se estropee dentro de una bolsa ecológica de supermercado y conducir velozmente la motocicleta al mismo tiempo. Su novia, quien había desempeñado mi papel desde hacía semanas, se encontraba lejos realizando un curso para obtener un empleo de ventas con home office.

Mi inexperiencia en el cuidado alimenticio a domicilio me delató. Mientras corríamos a nuestro vehículo de dos ruedas, temía que las malteadas reventaran en la bolsa; no sé si fue a causa de mis nervios o de la hilaridad de la situación, pero mi mente comenzó a formular una pregunta para distraerme: ¿en qué lugar se encuentran las personas de la tercera edad, al vivir en una sociedad que privilegia la inmediatez y endiosa la tecnología?

Pareciera que las personas que construyeron nuestra nación han sido relegadas a un futuro incierto; por si fuera poco, en esta pandemia se volvieron el principal grupo de riesgo. Al escribir estas palabras la vacunación, orientada a adultos mayores de 60 años, ya ha empezado en las alcaldías Azcapotzalco, Cuajimalpa, Milpa Alta y Magdalena Contreras, pero avanza a pasos desiguales, obligando a los “abuelos” a seguir escondiéndose en sus hogares. Mientras la espera continúa, desafortunadamente otro gran número de adultos mayores no tendrá la dicha de ponerse la vacuna, ni volverá a ver que el mundo regrese a la normalidad.


14:34

Abrocharme el casco. Esperar a que mi amigo se siente primero. Acomodarme en la parte trasera de la motocicleta y sujetarme de la manija lateral es lo que siempre hago. Pero ahora no. Aunque la bolsa colgaba de mi hombro izquierdo, sentía que si no la sujetaba con ambas manos se desparramaría sobre el asfalto, pero si no me sujetaba de la manija el desparramado sería yo. Con más esfuerzo que ingenio nos adentramos en San Cosme para llegar a Santa María la Ribera; este desvío por el sentido de la circulación nos forzó a pasar por Walmart Buenavista. Aquello me hizo pensar en un hecho innegable: al inicio de la pandemia, el personaje olvidado de este recinto de la despensa familiar fue el adulto mayor.

En pocos escenarios se ha visto que la vejez le gane a la mano productiva de la infancia. La imagen del niño cerillo desapareció para dar paso a un grupo de empacadores ancianos. Pero ahora los desaparecidos fueron ellos, lo que dio lugar a una imagen vacía al final de las cajas. Fueron desplazados por un virus que, además de robarles una fuente de trabajo, los obligó a recluirse sin la certeza de cuándo volverá a ser seguro salir.


14:37


Llegamos en tiempo récord. Para fortuna de mi amigo, el pedido y yo nos encontrábamos frescos e intactos. La orden fue recibida en la calle Dr. Enrique González Martínez #244. El edificio de departamentos con el #246 fue en donde crecí; aquel lugar observó mis primeros ocho años de vida y por ello es dueño de mi infancia. Como si fuera una mirada espejo, mientras mi amigo entregaba el pedido, vi salir animoso del edificio al fantasma de mi niñez, quien aún no sabe que el futuro al que se dirige estará atestado de tecnología, pero para nadie será como el presentado en Volver al futuro II.

Para sobrevivir al desempleo del mañana hay que luchar contra el tiempo, cuidando en el proceso la comida ajena, mientras que las personas de la tercera edad no encuentran su lugar en una Ciudad de México en plena pandemia. Sin duda alguna, el futuro que estamos viviendo dista mucho de la alegría que nos ha vendido el séptimo arte.

Pero el deseo de soñar siempre estará presente. Es por ello que millones de personas alrededor del mundo no perdían la fe de que al llegar el 21 de octubre del año 2015 los autos y las patinetas volarían, los reactores nucleares funcionarían con basura y la pizza miniatura de hidratación instantánea revolucionaría la comida en familia.

Ya han pasado seis años y la única novedad futurista que tenemos es la de combatir un enemigo que no podemos ver. Sin duda, en pleno año 2021 nos encontramos muy lejos de vivir las increíbles aventuras de nuestros héroes Marty y Doc. Brown en compañía de su Delorean. Lástima que ni ellos nos puedan salvar de nuestro actual padecimiento.

15:19

Había llegado un nuevo pedido. La motocicleta nos guió a gran velocidad hacia una orden de seis tacos de carnitas en la colonia Polanco; inesperadamente llegó un segundo pedido de cochinita pibil cerca de Parque Delta y un tercero de sushi en la Glorieta de los Insurgentes; tres órdenes en menos de cinco minutos. Con rapidez comencé a envidiar mi antigua calma; aunque las direcciones eran lejanas entre sí, mi amigo no las pudo rechazar, influido más por las consecuencias de la aplicación que por el apuro económico.


Primero fuimos por las carnitas y después enfilamos dócilmente hacia avenida Constituyentes para recoger la cochinita pibil; pero, como todo en la vida, nada sucede como uno espera. Por un motivo digno de La dimensión desconocida la dirección del sushi cambió, obligándonos a modificar nuestra ruta para transportarnos a Plaza Carso. “Entra tú por el pedido, porque si te piden mover la moto no vas a poder con todo”, me dijo Chon entregándome su celular con la orden en espera. Aún no lo sabía pero el inicio de mi infierno se debería a una razón: nunca había entrado a Plaza Carso. Pocos segundos después de cruzar el umbral de cristal, la simple tarea de ir por el sushi se volvió cardiaca cuando advertí la existencia de una cuenta regresiva indicándome que se estaba agotando el tiempo para recoger el pedido. Subí y bajé escaleras. Pregunté dos veces a los guardias de seguridad la ubicación del local, pero ninguno pudo ayudarme, mientras que un tercer guardia, ignorando mi pregunta, tan sólo me pidió que dejara de correr.

Parecía que, para mi mala suerte, el local no quería que lo encontrara. Además un elemento impidió que la pesadilla terminara: a pesar de que oprimí el botón para indicar que ya me encontraba ahí, la aplicación no respondió. De pronto el contador cambió maliciosamente a rojo; ahora me indicaba que el tiempo era negativo. “¡Qué locura!”, me dije sin dejar de correr al descubrir que las aplicaciones de comida a domicilio son más malvadas que el Sindicato del Crimen de DC.

Sudado y desesperado, sentí la mirada ajena postrarse sobre mí. La agonía que experimenté parecía representar una verdad innegable: los empleos tradicionales mexicanos como el zapatero, el tendero o el voceador han quedado cancelados para el grueso de la juventud que habita la ciudad por un simple motivo: los tiempos cambian y los oficios también. La vejez, símbolo de sabiduría y tranquilidad, pareciera estar en disputa con la juventud, imagen de la intrepidez involuntaria. La razón: no está de acuerdo con que sigan ignorando su futuro a gran velocidad sin temor a cansarse, pues los jóvenes creen que sobrexplotarse es sinónimo de realización personal.

Pero yo ya estaba cansado. Después de oprimir “Recoger el pedido” en la aplicación docenas de veces para que la sucursal no me cancelara, descubrí que el tiempo negativo se detenía manteniéndolo oprimido. Jamás había padecido tanto al recoger una comida. Después de que la tienda me diera el pedido, enfrenté el desafío de salir por donde había entrado. Mi motivación, poco amigable, era el tiempo que quedaba para entregar la orden; subí y bajé escaleras, pasé de largo al guardia que me había regañado, hasta que finalmente encontré la puerta de mi salvación. La experiencia fue casi espiritual; un Ulises había entrado, pero no era el mismo Ulises al salir. La Plaza Carso se había apoderado de una parte de mí.


15:39

Circulamos velozmente por Paseo de la Reforma, avenida Constituyentes y debajo de Periférico, con su primer y segundo pisos sobre nuestras cabezas (o cascos); el tiempo que restaba para entregar los pedidos era poco, pero por fortuna no era negativo. Eso sí: sujeté la bolsa con recelo cada vez que Chon esquivaba los autos, los transeúntes despistados, el sol cegador que no nos dio tregua en una batalla contra el tiempo y la carburación, pues ya casi no teníamos gasolina.

Fue entonces cuando pensé en mi amiga Elena, una mujer en la que encontré a la adorable abuela que nunca tuve, dueña de un puesto de periódicos y revistas; con ella aprendí el negocio del voceador tradicional mexicano cuando aún no entraba a la preparatoria. Logró demostrarme que este oficio tiene un aura mágico, inadvertido para todos.

Chon frenó estrepitosamente dejando las marcas de los neumáticos en el asfalto. Evitó que nos impactemos contra una camioneta que se pasó el alto. Al reanudar el camino en este torbellino de velocidad y accidentes que suceden en fracciones de segundo, confirmé que con Elena la tranquilidad y la lentitud son sinónimos de un día productivo. Mala suerte para el resto de nosotros. La ciudad nos obliga a ir cada vez más rápido para llegar al trabajo, a correr si queremos alcanzar el vagón del metro vacío, a enfrentarnos diariamente en una eterna batalla contra el tiempo. Aunque al final, todos nos quedamos sin tiempo.

Pero Elena parece inmune a este efecto urbano. Los periódicos desaparecen al compás de las manecillas del reloj sin importar que no se muestren al público. Ella ya tiene sus clientes, quienes saben que siempre encontrarán lo que buscan. El esfuerzo que pone Elena al decorar su puesto con las revistas, cómics y periódicos es admirable, ya que a pesar de que tiene más de 70 años, su vocación no ha dejado de ser genuina. El trabajo del voceador es duro cuando tu fuerza flaquea, tus articulaciones duelen y no tienes quién te ayude. Los cómics y revistas de crucigramas de apenas 35 gramos cada uno se transforman en montañas inamovibles cuando se almacenan en cajas. Pero Elena empuja el diablito sin apuro en dirección a su puesto. Esto ha creado una rutina diaria donde la palabra descanso no existe. “Es imposible dejarlos aquí adentro. Antes lo hacía, pero mira, ya han querido abrirla varias veces”, me dice señalando la puerta metálica, donde es visible el doblez de un intento por arrancarla desde abajo, al mismo tiempo que me muestra cuatro candados rotos. “No sé qué han de querer”, añade dibujando una sonrisa en su cansado semblante al mirarme detrás de sus lentes vueltos amarillos por el tiempo: “Aquí ya sólo dejo periódicos viejos”.

Después de acabar con los primeros dos pedidos, iniciamos la caza del tercero a alta velocidad, esquivando el caos urbano y arriesgando nuestras vidas con tal de que las carnitas no se quedaran sin dueño; fue entonces cuando recordé que después de ayudar a Elena a poner en orden su puesto, nos dedicábamos a leer los titulares de los periódicos. En ninguno de ellos faltaba la nota de un accidente vehicular; vivimos en una ciudad donde la tranquilidad acompaña a una adorable anciana que ignora que la velocidad empuja a la infancia hacia una vejez poco digna si su existencia está supeditada a que a alguien se le antoje pedir carnitas. Desafortunadamente el destino final de este camino de la velocidad a veces es un accidente que no tendría que ocurrir.

Elena es afortunada por no tener que basar sus finanzas en el hambre ajena; tranquila en su puesto, hojea los periódicos mientras el tiempo la ve pasar, transformándose, en el proceso, en mi mecenas intelectual. En aquel tiempo gustosamente me decía que no había problema si le pagaba después algunos cómics y revistas que en ese momento deseaba pero que no podía costear. Ella creyó en mi palabra y yo nunca la defraudé.

Ojalá que el cliente del pedido nos tuviera la misma consideración que Elena, pero nos reclamó porque llegamos tarde. Estoy seguro de que no se habría molestado si supiera que sus carnitas viajaron en una nube de sabor, grasa y smog a 60 km/h.



Sin muñeco, regalos o reyes… Una rosca sin infancia


18:34


Los pedidos se desbordaban con el avance de la tarde porque era Día de Reyes. El 6 de enero, desde la primera hora de la mañana, la ilusión se ofrece al por mayor. La emoción de la mayoría de los niños y niñas se incrementa; los juguetes que observan como suyos a los pies del árbol navideño son una prueba irrefutable de que, durante la noche, los magos de oriente visitaron su domicilio de 50 metros cuadrados.

A los más pequeños de la familia no parece importarles haber visto a sus papás codiciar las ofertas y descuentos en Juguetería, ni que ellos leyeran sus cartas para conocer “por curiosidad” lo que pedirán este año. El dulce velo de la infancia trae consigo la posibilidad de ignorar la realidad.

Pero en esta ocasión la pandemia obligó a las familias mexicanas a celebrarlo en casa. Los pedidos que recogimos delataban este hecho: los helados y las tortas se pedían en paquete infantil, mientras que las cajitas felices se apilaban como ladrillos en un muro; por primera vez el espíritu de mi infancia no se emocionó al acudir en un día media docena de veces a los fabulosos arcos dorados. La razón: me dolía el trasero por pasar casi siete horas en el asiento de la motocicleta. Sin pedirlo ni saberlo, me convertí en un vehículo de la felicidad ajena.

20:34

Nos detenemos a recargar gasolina y a depositar en un OXXO parte del dinero ganado; esto es obligatorio, de lo contrario la aplicación no te ofrece más pedidos. Mientras los 100 pesos de mi amigo terminan de transformarse en gasolina, una camioneta se coloca a un costado de nosotros para saciar su sed con una dotación fresca de Premium; del asiento del copiloto baja una mujer para abrir la puerta de atrás con la intención de acomodar una rosca de Reyes entre el asiento trasero y el niño que iba sentado. “¿Cuándo vamos a comprar mi globo, ma?”, alcanzo a escuchar que dice con su helado casi derretido. La madre no contesta y se limita a cerrar la puerta, no sin antes tirar el helado a la basura. Es evidente que para el niño la rosca carece de valor si no ha cumplido la tarea de mayor importancia: entregar su carta a los Reyes Magos. Esta tradición, que se ha practicado desde la evangelización en la Nueva España, tuvo un cambio decisivo que obligó a los niños a actualizarse: los globos en la Ciudad de México estaban prohibidos.

El 4 de enero de 2020 inició una guerra entre los vendedores de globos y Melchor, Gaspar y Baltasar; en la cuenta de Twitter de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales se solicitaba a los niños y niñas de México no usar globos para enviar sus cartas de deseos. La causa de esta petición tiene, sin duda, una extraña mezcla de conciencia medioambiental y de lo mejor de la literatura fantástica: el elefante de Baltasar casi se ahogaba a causa de un “globito atorado en su trompita”. Eso hizo que me preguntara: ¿un elefante puede inflar globos? Parecía que el de Baltasar sí y casi muere en el intento; pero su preocupación se debía a otro factor mortal: el globo es el mejor viajero del mundo, y por ello puede salir de la ciudad y causarle la muerte a algún animal al caer en sus fauces. Sin necesidad de pasaporte recorre grandes trayectos, y no necesita presentar ningún signo de cansancio. 3 156 kilómetros. Ésa es la distancia que puede recorrer un globo con helio. También es la separación que hay entre la Ciudad de México y Colombia. Quién fuera globo, quién fuera virus para trasladarse entre naciones tan silenciosamente.


22:04

El Día de Reyes es el epítome de la infancia mexicana, y a pocas horas de acabar aún conserva su magia. Yo no podía decir lo mismo. Me siento ofuscado, como si la ciudad me hubiera inyectado un poco de su propio caos. Aun así, hacemos una parada en Parque Delta para recoger otro pedido. “El último”, me dice Chon mientras nos rodean repartidores de comida. Para algunos es la primera orden de la noche, y otros más están intentando recolectar todos los que puedan.

Mientras supero el malestar, veo a un niño visiblemente cansado recargado en una motoneta; al ver llegar a su padre con una bolsa de The Cheesecake Factory se pone el casco. En cualquier otro escenario representaría un elemento de felicidad, pues traería consigo la cena de Reyes, pero el padre la guarda en una maleta de Uber Eats mientras el niño coteja la dirección del pedido. La realidad lo alcanzó muy temprano: comenzó su vida laboral un 6 de enero. ¿Cómo recordará este momento cuando ya sea viejo?

Nunca lo sabré. Se aleja con su padre de la zona de descarga de Parque Delta. Chon no les presta atención al verlos pasar: “Que todavía no tienen hecha la comida”, me dice cancelando el pedido. Ambos nos encontramos cansados. Me imagino que el niño igual. No todos pueden tener el mismo 6 de enero; un niño le entrega a otro la cena que ha solicitado por medio de una aplicación capitalista. Este mismo escenario es la esencia de la Ciudad de los Niños, pero la vida real lo ha vuelto poco divertido.

Cuando me entero de que Chon aceptó otra orden, me siento como si hubiera recorrido con él toda una vida en 10 horas. Mi infancia se encuentra lejos al igual que mi vejez, y sólo me queda la juventud que me lleva adelante. ¿A dónde, exactamente? Espero que a un destino mejor. Pero antes de llegar a mi futuro debemos recoger un paquete en KFC. Como si fuera la cereza del pastel, esta inocente última orden nos adentra en otra batalla contra el tiempo: el celular de mi amigo ha decidido irse a dormir antes que nosotros. Ahora debemos dar con la dirección de la entrega sin conocer del todo hacia dónde vamos; esto nos obliga a deambular por las frías calles de una Ciudad de México que no es amigable con nadie en tiempos de pandemia… Pero éstas ya son palabras para otra historia.