Credos / No. 228

Pintar una casa


Emanuel Bravo Gutiérrez




Para Liz y Tere Jasso, que inspiraron esta historia


I

¡Unos ángeles, unos verdaderos ángeles!, solía repetir Magdalena para todo aquel que preguntaba por ellos. Nunca los llamaba por su verdadero nombre.

Miguel y Uziel, se habían presentado así la primera vez. Tan parecidos que ella preguntó si no eran hermanos, y ellos respondieron que no. Llegaban los miércoles. Magdalena sentía que hasta el aire se volvía tibio, el corazón le latía apresuradamente como hacía tantos años no le pasaba. Poco antes se ponía a ver la televisión: el programa matutino de cocina de Alberto Magnan o alguna telenovela turca. No veía noticias, las noticias la ponían mal. Los visitantes eran su único pensamiento, y no se podía estar quieta aunque tratara. De pronto, sonaba el timbre. Magdalena contenía la prisa, aparentaba una tranquilidad inmotivada. Abría la puerta. Ahí estaban ellos. Los dos divinos, resplandecientes con la blancura de sus ropas.


II

Sonaba el teléfono. Joaquín solía responder al tercer o cuarto llamado. Tras los saludos, Magdalena preguntó por su nieta.

—Quiero felicitarla por su cumpleaños.

—Es mañana —respondió Joaquín.

—Lo sé, pero quería ser la primera. Tiene casi un año que no me la traes.

—Ya se fue a dormir, mamá.

—Despiértala, sólo para cantarle las mañanitas.

—Mejor mañana. Si la despierto ahorita va a costar que vuelva a agarrar el sueño.

—Ándale, de rapidito.

—Es tarde. Si quieres, yo le digo que tú le hablaste. Descansa, mamá.

—Hoy me visitaron —expresó Magdalena tras una larga pausa.

—¿Ellos?

—Ajá.

—Te visitan muy seguido —pronunció Joaquín con tono irónico.

—Me gusta que lo hagan.

—No sé.

—Son amables.

—Lo son porque quieren tu dinero. Todos son así.

—Nunca me han pedido nada.

—Lo harán.

—No es cierto. Me gustaría que los escucharas. Hablan de cosas santas.

—Si yo estuviera ahí les pediría que no entraran a tu casa.

—¡Sí, pero no estás aquí!

—Mamá, no comiences con eso. Julia sigue delicada. Es más, ni sé por qué tengo que darte explicaciones, ya te he contado todo.

—Lo sé. Lo que pasa es que… Despiértame a la niña. Quiero escuchar su vocecita.

—Mañana, mamá. Yo te hablo, te lo prometo.


III

Eran dos jóvenes altos. Vestían pantalones de casimir color crema bien planchados, camisas blancas de manga corta con un bordado de un águila en el pecho, y debajo unas siglas que Magdalena no alcanzó a distinguir. ¿Serán testigos de Jehová?, se preguntó al notar que los jóvenes traían un libro de pastas negras y canto plateado en la mano. O quizá eran mormones. Les dijo que estaba ocupada. Esa mañana había ido a la ferretería a comprar seis litros de pintura blanca para la casa. También compró brochas y un rodillo. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo empezar. Los jóvenes se prestaron a ayudarla. Al final, tuvo que darles la razón. No podría pintar la casa sola, o no en el tiempo planeado. Joaquín vendría a quedarse durante las vacaciones. Él, su mujer y la niña. Magdalena se había propuesto arreglar todo lo que podía arreglarse en la casa. Y ahí estaban aquellos visitantes, tan convenientemente solícitos. Al final de la tarde, le dejaron un folleto que ella no pudo leer porque se aburrió al tercer párrafo y lo dejó respetuosamente en la mesita. Magdalena prefirió escucharlos, tenían una voz cadenciosa cuando le leían y sonreían en todo momento. Eran apuestos, no cabía duda, pero ella jamás habría reconocido tal cosa frente a su hijo, o inclusive frente a sí misma. Fueron aquella tarde y las siguientes. Con un trozo de lámina rasparon los restos de pintura hasta dejar desnudas las paredes. Así debía ser la labor divina, comentó al final de la jornada Miguel. Dios debe limpiarnos de nuestra antigua naturaleza para que se imponga una nueva, pura y resplandeciente. Las palabras conmovieron a Magdalena y las compartió después con Joaquín. Pintar la casa representaba una metáfora de la renovación espiritual, ¿quién lo diría?, repitió con fascinación. Durante toda su vida se había mantenido alejada de la religión, jamás le había pasado por la cabeza enarbolar una devoción que en otras personas de su edad siempre juzgó de hipocresía. No obstante, la vida avanzó apresuradamente tras el matrimonio de su hijo. Joaquín se fue lejos. El esposo de Magdalena, por su parte, sufrió una embolia que lo mantuvo en el hospital dos semanas. El entierro. Las visitas que frecuentaron la casa para dar condolencias y que, tan pronto llegaban, se iban llevándose el eco de sus palabras llenas de una extraña compasión. Magdalena tenía prendida la tele todo el tiempo para que las habitaciones no se cubrieran de ese silencio que le martilleaba la cabeza y que, en ocasiones, le hacía pensar si no era mejor vender todo e irse a vivir cerca de Joaquín. Él en cambio, se mostraba reacio a esa opción, pese a tener que ser padre, y a los cuidados que su esposa necesitaba a raíz del dificultoso parto que casi la dejó en coma. Aunque la vida sea complicada, puedo arreglármelas yo solo, apuntaba él con firmeza. Es lo que más le dolía a ella, que su hijo no quisiera necesitarla, entre eso y el vacío que le provocaba la memoria de su esposo surgía la pregunta inevitable: ¿qué me resta por vivir, cómo llenar las horas? Más tarde llegó a reconocer que lo que sucedió después fue motivado por esa debilidad que le invadía (como posteriormente muchos en la congregación declararon para los noticieros), eso que la hizo estar tan propensa a la sonrisa fácil de Miguel y de Uziel, una especie de enamoramiento y de venganza contra Joaquín. Los jóvenes le hablaban de "Las alas de águila" y ella se dejaba envolver por el discurso que describía cómo aquel centro de fe ayudaba a todo el que necesitara consuelo espiritual.

—Comprendes que es lo mejor que puedes hacer con tu vida —dijo Miguel.

—Debería ir con nosotros un día —continuó Uziel mientras se acomodaba en la silla de la cocina—. Podría acompañarla su hijo, su nuera. Van familias completas, se lo aseguro.

—Quizá después —respondió Magdalena. No les había dicho que Joaquín vivía en otra ciudad. Tenía cierta reserva a confesarles que vivía sola en la ciudad, no por temor, sino por propia dignidad. No quería que le tuvieran lástima.

—Con eso no queremos decir que la estamos obligando —agregó Uziel con una sonrisa franca, como si le hubiera extendido su mano para que la tomara.

Terminaron de pintar las paredes del exterior, y luego lo hicieron con el interior de cada una de las habitaciones. La tarde siguiente Magdalena se decidió a visitar aquel edificio nuevo ubicado a las afueras, tenía un diseño que parecía una mezcla de nave espacial y palacio maya. Se dejó llevar por la atmósfera de calma que desprendía la ceremonia. El líder se encontraba en una plataforma elevada con forma de flecha, su rostro sereno, iluminado. Las manos en alto de todos los fieles, las oraciones susurradas a la manera de cada uno. Cerró los ojos y buscó con fervor aquello que parecía conducir el alma de cada uno de los presentes. Qué podía decirle a Dios, contarle de su soledad, del vacío que no la dejaba dormir por las noches.

Miguel se acercó, le preguntó si podía orar por ella.

—Sí, hijo, por favor —respondió Magdalena con lágrimas en las mejillas.


IV

—Te vas a sorprender cuando veas la casa, ya nada más dime qué día vienen todos.

—No creo, mamá. No te pude hablar ayer porque llevé a Julia al médico. Lo mejor será que tú vengas. Te pagaré los boletos de autobús. Tu nieta estará feliz de verte.

Magdalena repasa esta conversación durante el trayecto, lo había hecho los días anteriores. Si lo pensaba un poco, podía llegar a la conclusión de que era ridículo dolerse por algo así. Incluso llegar a tomar la decisión de fotografiar la casa, enviar la foto por correo para que Joaquín la viera. No lo hizo, por supuesto. Habría sido infantil. De hecho, ahora las cosas no iban tan mal. Asistía a las reuniones todos los domingos y, a veces, también los martes. Es usted una verdadera devota, afirmaba Uziel al encontrársela en el templo, ella era siempre de las primeras en llegar. Se ofrecía para limpiar las alfombras, colocar los libros sagrados en los atriles. Le gustaba recibir la atención de la congregación, que contemplaran su constancia, su entrega silenciosa. Y cuando llegó el momento, el líder anunció que había organizado un retiro espiritual, era importante que los miembros más nuevos estuvieran presentes. Unos días en una antigua hacienda. Sería maravilloso que ella pudiera ir. Tenía un costo elevado, pero era para cubrir la estancia.

El autobús hace una parada en una estación. Algunos pasajeros aprovechan para comprar botellas de refresco, galletas; otros van a los sanitarios, Magdalena entre ellos. Hace un calor terrible, abre la llave y deja que el agua le resbale desde los antebrazos. En el espejo del baño atisba a una joven, una de los pasajeros que viene con ella. Se ha recargado contra la pared. Es bastante guapa, tiene la piel clara y el cabello en un peinado ondulado con flequillo. Cuando alza la mirada es imposible no notar en ella cierta aprehensión. ¿Qué le pasa?, se pregunta Magdalena al salir. El chofer anuncia que continuará el trayecto. Los pasajeros vuelven al vehículo. Magdalena se acerca a la entrada y vuelve sus pasos hacia el sanitario, la joven sigue ahí, le pregunta si no subirá. Ella tarda en responder, pero al final acepta con un gesto de resignación.

—Usted es Magda, ¿verdad? —pregunta la joven.

—No, es Magdalena —corrige ella.

Durante el camino recibe un mensaje de Joaquín:


Avísame cuando estés cerca para ir por ti.


Ella responde con un "Está bien". Duda si agregar algo más. De todos modos, ya no puede hacer otra cosa. Mira por la ventana. Apaga su celular.

Sí, serán unos días maravillosos.


V

Los días en el retiro son una serie de ceremonias, lecturas en voz alta, comidas grupales, actividades deportivas para los jóvenes, relatos de testimonios y bautismos dentro de un río. Magdalena se bautiza el primer día. Se siente renovada, la gente aplaude cuando sale de las aguas. Su cuerpo tiembla, se siente ligera.

El último día del retiro hay varias actividades simultáneas. Magdalena opta por la ceremonia celebrada en la angosta capilla ubicada tras una morera. Ya hay gente ahí dentro para cuando Magdalena se acerca. Fuera, Miguel y Uziel reciben a los que llegan. Hace días que no los ha visto, es más, ni siquiera sabía que estaban en el retiro. Ella los saluda, pero ellos no devuelven las palabras, es más, lucen desconcertados.

—¿Por qué viniste? —pregunta Miguel.

—La capilla está cerca de mi habitación.

—Pero tú no puedes entrar.

—¿Por qué?

—Es sólo para jóvenes —se adelanta Uziel, quien va hacia ella. No miente, Magdalena ve que dentro no hay gente mayor.

—Escucharé la ceremonia desde aquí, entonces.

—Lo mejor será que vayas al auditorio, en el patio también hay algo, es más, te acompaño —responde Miguel, extendiendo la mano para tomarla del brazo. Por más que sus palabras suenan educadas, es imposible no notar la urgencia en su mirada.

—No te preocupes, iré sola —Magdalena retrocede. Se retira en contraflujo de los últimos asistentes. En cuanto el sitio se llena, Miguel y Uziel cierran las puertas.


VI

Han pasado ya tres meses desde el retiro. Joaquín sigue enojado con su madre. Cómo es que no me dijiste adónde ibas, la regañó durante varios días. Magdalena se siente culpable. A veces sale de casa, pero ya no va al templo. Tampoco ha recibido visitas. A las ocho ve una telenovela turca, la historia se desarrolla en Capadocia, los paisajes son ahora el principal motivo por el que la ve. Con un poco de imaginación, su casa de paredes blancas se parece a esas chimeneas de hadas.

Mientras va a la cocina escucha que el teléfono suena.

—¿Estás viendo la televisión? —pregunta Joaquín con voz alarmada.

—Sí. ¿Por?

—Pon las noticias.

Joaquín le indica el canal. La pantalla muestra una serie de imágenes que Magdalena reconoce. El logotipo de "Las alas de águila", la fotografía del líder, un video de él siendo trasladado a una camioneta de la policía, imágenes borrosas que muestran un cuarto de paredes sucias, una vista aérea de la hacienda "donde ocurrieron los violaciones". El presentador narra el modus operandi de la organización, luego un titular que enmarca las fotografías de Miguel y Uziel. Son ellos, definitivamente. Una voz anuncia que siguen prófugos; abajo, en la pantalla, aparece un número habilitado para las denuncias.

—Mamá, ¿esa gente era la que te iba a visitar?

Magdalena no responde. Observa que una joven es entrevistada. Es la joven del flequillo que se escondía en el sanitario, ahora luce demacrada. Cuenta cómo la encerraron, los golpes, el abuso sistemático de su cuerpo. En algún punto Magdalena deja de escuchar, recuerda el momento en que volvió por ella. Quizá presentía algo y por eso no quería subir al autobús.

—¡Mamá, responde!

Sí. Eso debió ser. Con cuánta ternura la había conducido al vehículo. Si no lo hubiera hecho, la joven no estaría narrando su martirio. Recordó también el momento en que Miguel y Uziel le impidieron el paso a la capilla. Es probable que la joven estuviera entre los presentes, ahí debieron interceptarla. Era una verdadera lástima. Por qué tenían que ser ellos. Qué daría por tenerlos ahí de nuevo, comiendo en su mesa, tan buenos chicos. Había que ver lo mucho que se preocupaban por ella, la manera tan bonita en que pintaron las paredes. Un blanco impoluto.

—No, hijo. No son ellos —respondió Magdalena.

Joaquín agradeció aliviado. Continuó con una disertación sobre lo violentos que son los tiempos actuales. Había que tener mucho cuidado con las personas a las que se les abría la casa, más una mujer sola como su madre.