Periferias / No. 230

Escena en avenida Paseo de la Reforma




De madrugada. Serán las tres o cuatro de la mañana. El asfalto se queja, se extiende y se estremece. Un perro pardo y flaco se arrastra en las banquetas sucias buscando migajas, orines secos, un poste, un indicio. Olfatea, la cola entre las patas, la cola en movimiento. Paseo de la Reforma se convierte en un tugurio de aventuras para aquel perro y para los espectros humanos que merodean los alrededores. Un taxi, dos taxis, un oficinista borracho, el Ángel de la Independencia, el veneno del ruido de la ciudad del ruido, otro perro, otro borracho, otra esquina y otra y otra y Eje Central y Bellas Artes y otro chilango. Tacos, quesadillas y cerveza Corona. Futbol en domingo. Alguien lee a Efraín Huerta mientras otro le reza a la santa Muerte. Pronto va a amanecer; la poderosa urbe comienza el proceso de carburación.

Reforma y esquina con González Bocanegra. Ahí está el niño, tendrá unos cinco años, casi seis. Sus brazos aletean en el viento fresco de la noche, sus manos juegan con los reflejos de las luces de neón, patea una lata y una moneda de dos pesos salta de su bolsillo. El niño ignora el ruido, el cielo sin estrellas pintado de gris, ignora al oficial de policía que pasa casi ciego, sonámbulo, ignora el hambre de su estómago. Mamá esta tendida sobre unos pedazos de cartón. Ella duerme; el niño juega. El niño levanta las manos de mamá y las pasa por su rostro. El rostro del niño tiene marcas de tierra y de polvo. El niño esconde debajo de una cobija un jugo de durazno, le da un trago de vez en cuando y después un beso a la frente de su madre. Ella no despierta. El niño tararea una canción, se ríe, baila, se tambalea y después observa pensativo las vitrinas del otro lado de la avenida, las cortinas de metal y los anuncios de la próxima obra de teatro. Ve la publicidad de ropa deportiva, de Coca-Cola y las alcantarillas; algo quiere entender pero lo distrae el sonido de un automóvil que pasa. El niño tiene frío y se acurruca en los brazos de su madre tendida en la banqueta. El niño mueve a mamá para que despierte un momento. Ella no responde. El niño tiene hambre. Mamá duerme. Un perro encuentra un pedazo de carne rancia. La ciudad se hace más grande cada vez, se extiende, se alarga; Paseo de la Reforma se hace infinita.

Hoy el subsecretario de Salud habló de los pobres más pobres, de los que no tienen dónde vivir, de los que literalmente no tienen dónde morir, habló de personas que sufren la calle, los desplazamientos, que viven al margen de toda ayuda y lejos, muy lejos de la mano de Dios… —xhep am Sabrosita 590 desde prolongación Paseo de la Reforma 115, Paseo de las Lomas, Santa Fe, en Álvaro Obregón, Ciudad de México, sintoniza el 590 de am Sabrosita: los campeones de la salsa— piensa, oh patria querida, que el cielo un soldado en cada hijo te dio, un soldado en cada hijo te dio…


Entre los cristales y las grietas del pavimento se comienza a ver el azul oscuro del amanecer cada vez más cerca. El niño intenta acurrucar su cabeza nuevamente en el vientre inflado de su madre, como intentado tener alguna reminiscencia del que fue su primer hogar. Observa que de a poco avenida Reforma se comienza a poblar de automóviles; lo estremece el ruido de una bicicleta que pasa cerca arrastrando un costal repleto de aluminio. El niño mira el giro de la llanta, al perro del rincón engullendo algún otro desperdicio; sube sus ojos a los ojos cerrados de la madre y un golpecito en el estómago le provoca abrazar su cuerpo buscando calor.

Los primeros rayos inauguran el día, se comienzan a colar por entre los espacios y los techos de los edificios. Los transeúntes empiezan el peregrinaje cotidiano, unos pasan, otros esperan el primer autobús, la primera ruta; uno se ha detenido frente al niño y a su madre, hace un comentario, después llega otro transeúnte, comienzan a platicar, después otro y otro, y ya son seis, siete individuos rodeando al niño que presiente el miedo que se conjuga con el hambre y el frío. Un grupo de personas observa la escena. Dos oficiales de policía se acercan, uno le hace un llamado al niño; lo interroga. Que cómo se llama, con voz baja el niño dice que Toño, que cuántos años tiene, que no se acuerda, que si tiene hambre, con la cabeza dice que sí. El oficial señala y pregunta que si es su mamá; Toño afirma de nuevo con la cabeza. Que qué quiere comer, le pregunta el policía, que una torta, contesta Toño.

Han pasado 15 minutos, Toño está comiendo con calma y bebiendo su jugo de durazno. Algo quiere entender, pero no puede.

Ocho minutos después aparece una camioneta de la SEMEFO. Toño no sabe por qué han metido a su madre dentro de una bolsa negra.

Mientras tanto, la poderosa y surrealista Ciudad de México se prepara para un nuevo día.