Naipes de Lilith
De la lesbiana, como del río que reclama su cauce en una región bien cimentada, se sabe de dónde viene, pero no a dónde se dirige. Hace falta que disturbe la vida en ciudades, provoque la oscuridad, inunde las casas, para seguirle el rastro. Se puede decir entonces que allá fue a parar, en el viejo riachuelo que pensamos seco, mientras pequeños charcos permanecen en calles y patios donde las niñas juegan a observarse.
I
Tenía 11 años cuando en el colegio católico nos sacaron del aula, a las señoritas, para censurar a los varones sobre masturbación. La exclusión sin fisuras, casi inocente, enseña tanto como las sentencias. Temprano evoqué con una chica la presencia del placer, esperé, como quien reza por la vida de un familiar; no obtuve respuesta. Mi primera desnudez no fue con ella, ni después con él, sino más tarde, frente al espejo.
El reflejo exige presencia y presente, confrontación indiscutible. Al aceptarme soberana de una imagen me entrego a mi propia trampa: los ojos. Reconocer la singularidad en el cristal implica consentir los límites, lo que puedo ser, lo que no. Antes del siglo XX la mujer homosexual no existió. Durante milenios, bajo corsés, vestidos y voluminosas prendas, palpitó una atracción que no osa decir su nombre. A falta de calificativo común, de no llamarse ni pertenecer, tal inclinación fue banal o abyecta, pero no congénita de la mujer. Todavía hoy el amor es una ideología.
Cuando leo de una antigua Atenas presta al erotismo viril, fantaseo con que también las manos femeninas se rozaban sutilmente al moler grano, que recogiendo agua salpicaban sus túnicas, sus cuellos; o que en el hogar, junto al fuego, gastaban las ansias de tocarse. Para las que contemplaron el mar Egeo sobre una piedra en Lesbos, ¿fue sincero su afecto o sólo una ilusión placentera? La realidad habla, es voz mansa, silencio áspero; no posee reino ni expiación determinada. Aun así, dictamina.
La sodomía, en la Edad Media, arrastró su huella en los pies del verdugo: exilio, calabozos, decapitaciones. El de “sexo intermedio” fue equiparado a quien copula con animales. No se sospechó que la lujuria también pudiera apolillar la conducta de las doncellas, menos todavía una sexualidad sin destilado de semen, esa chocolatina que se presumía adictiva. Dos vientres que compartieron el vértigo, pero no gestaron nada, fácilmente pasaron inadvertidos. Se hubiera puesto en duda antes la paciencia de Penélope que la castidad de aquélla acompañada de otra mujer.
Si, como se dice, en la pareja de “invertidas” cada una es retrato de la otra, ecos de idéntica expresión, yo no tengo voz, sino sólo un cuerpo inacabado. La entrepierna de mi enamorada no puede salvarme en la afonía. Mientras que con el varón, aprendí en la infancia, obtendré el mundo que no poseo, en mí conocerá la abnegación de la especie. Repetiremos el juego del costado y la costilla, volveremos a odiarnos en el paraíso. Los reflejos responderán a la deshonesta imagen de nuestro afecto. Sin solicitarlo, se nos llamará pareja, compañeros. Nunca tendremos que abrir un foro para explicar cómo, por las noches, llevamos nuestra intimidad.
La perversidad ya estaba a merced de la (no) penetración y sus coyunturas. Hacia la Edad Moderna, el lesbianismo fue únicamente un síntoma del hermafrodita; Artemisa era la muñeca frígida de Freud. Sobre Safo, poeta e instructora, se insiste en que se arrojó del promontorio en Léucade tras los rechazos de Faón. El espejo sólo se deja seducir por los relatos aptos para la tolerancia común, a mí me negó mirar más allá del marco del cristal; mis amigas, aun las de marcada nota erótica, eran invento pueril, imaginarias.
Un panfleto inglés de 1701 advertía que la masturbación hace crecer el genital femenino: ésos eran los albores del clítoris, cuando la Tierra ya giraba redonda y la imprenta era negocio. Con un glande más fálico que inofensivo, la mujer podía experimentar el coito, aunque no la satisfacción de preñar. Así, el “safismo”, que había sido sólo un mesón para las insaciables, atisbó sus primeras amenazas. El privilegio para desflorar no puede ser robado por señoritas.
Quiméricas, las del amor imposible fueron entonces brujas sin caldero ni magia; vestidas de varón, suplantaron identidades para casarse en regla con sus amantes. Algunas, por descuido y consiguiente escándalo, saldaron con su cabeza el precio de la usurpación. Las demás, devotas a la mentira, subsistieron en la farsa. Para quienes apostaron y apuestan por el engaño, el espejo no es aliado ni enemigo, impasible hasta detestarlo, como un gran cómplice que jamás será delatado, muestra los resquicios de la identidad y se mofa del riesgo.
La mujer necesitaba una habitación propia para escabullirse con su dama por las noches. A veces el poema o la carta fueron alcoba; la firma, disfraz. Las primeras poetas homosexuales escribieron tras seudónimos masculinos, como Lucía Sánchez Saornil, y cuando no, se creía que eran hombres empleando algún recurso estilístico; por algo Monsiváis dijo que la lesbiana aparece en la literatura como un fenómeno estético. ¿Eunuco contemporáneo, ahora temido?
Pese a lo difícil que es llegar a su origen, las verdades, como las palabras, se inventan. El amor es esclavo de su tiempo. Ninguna ley, terrenal ni divina, le concederá emancipación. Obedece normas que, en el mejor de los casos, incitan la pasión por lo prohibido. Basta considerar a los miembros admitidos en la práctica del afecto y sus dinámicas para acribillar la ilusión del que no posee astucia, dinero o independencia. La máscara, supeditada a lo elástico de la ficción, alcanza sólo lo que el hambre de fantasía permite. Hágase aquí su voluntad.
Tras un brote de culpa, hurgué en mí para amputar cuanto estuviera de más. Tanto y nada descubrí, porque si inquietante es, entero, el cuerpo, también entero el mundo sobra. Confieso ante ustedes, hermanos, que he pecado. Volví a ella, volví a él; después sólo a ella. Cual sacrificio, ofrendé al público mis amores desaprobados: reventaron en el ardor de la calle. El escenario, ávido de castigo, nunca me dio tregua.
Bajo una mezquita que destruyó el desierto en Oriente Medio, Luciano de San-Saor, un arqueólogo español, encontró fósiles equivalentes a 30 hembras. Coetáneas al hombre neandertal, presentaron rasgos anómalos: las falanges del dedo anular y medio tenían un alargamiento inusual, no había marcas óseas que delataran parto. San-Saor llamó a la nueva homínida “Lilith”.
Maligna es la que deja marchitar su estirpe, la que no bautiza tierra con la leche de sus senos. La especie humana, escriben los paleontólogos, evoluciona sólo para conseguir reproducirse en condiciones diversas y adversas. Lilith, la bíblica, se negó a Adán y la humillación fue para ella: demonio, prostituta. Quienes le seguimos el paso sabemos que nuestra sangre no posee herencia ni consigue perdón, venganza u olvido.
San-Saor quiso realizar mediciones de la mano en poblaciones “sáficas” de España. Su proyecto buscaba instaurar un valor científico para penalizar potenciales conductas lésbicas, las huellas modernas de Lilith. Sin embargo, los fondos para Evolución sin descendencia: los alcances de lo perverso (1960) fueron cancelados por la dictadura de Franco y el arqueólogo, tachado de fetichista.
El amor bastardo debe vivir amedrentado o inventarse un parentesco con la realeza. Como muchas, busqué amparo en una antiquísima divinidad, en la cripta de una emperatriz, en la genealogía de mi familia. Dubitativa, me alimenté por igual de espejismo, mandamiento, vicio y cordura. Perseguí un origen digno y, cada vez con mayor pulcritud, fracasé. Nadie puede mover un río de lugar sin secarlo.
Era 1975 en México cuando los periodistas reprobaron la asistencia de lesbianas a la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer por considerarlas un “elemento importado”, ajeno a la cultura nacional. La joven homosexual llegó a nuestro país como la viruela: pestilente. No obstante, el rechazo es un pueblo difícil de abandonar, aunque protagónico en chismes y conversaciones. Lo que el pudor cela al morbo da vida; así, la lesbiana se hizo carne y habitó entre nosotros. Palabras después, el espejo reflejó su silueta.
Desconfío de mi deseo, de su lealtad contra esta realidad malhumorada. Como queriendo cambiar el fruto de un árbol robusto, más de una teoría feminista cava en las raíces del lenguaje. Sí, desconfío de los libros, de una victoria cercana, verbal. Fuera del bullicio de una manifestación, del café queer-friendly, dos manos femeninas se entrelazan en el quiosco de una plaza. En ellas creo: mujeres de poca fe que se regocijan en la estrechez de sus caderas.
Fatalmente herida por un hombre o por no haberlo probado nunca, “marimacha” o mascota en un trío, la homosexual respira en el siglo XXI, pero su cariño no. Debe mantenerse en pugna infatigable o corregirse. Necesita un drama melancólico hasta la médula, caótico en lo intrínseco del noviazgo, brutal y conmovedor, para evidenciar su raíz humana. En cambio, si carece de romance es tentada en el desierto, tras 40 noches, a consumar matrimonio.
Mientras este lado del erotismo no circule en lo colectivo seguirán apedreando a las pecadoras. La literatura, que muchas veces es territorio para lo irreverente, apenas comienza a descorrer esa cortina. La primera novela de corte lésbico en México, Amora (1989), de Rosamaría Roffiel, intentó esclarecer el fenómeno social, sin embargo, cayó en el folleto educativo. Las obras posteriores que exhiben amantes mujeres permanecen en comunidades minoritarias. Escritas desde lo anecdótico, no abordan historia que no esté mediada por el secreto, la desdicha. Algunos libros más conocidos revelan lo imposible que es desarrollar el amorío. En Nadie me verá llorar (1999), el idilio es un pasaje transitorio en la trama; Los nombres del aire (1987) narra la iniciación, sin varón, de la protagonista; no más. Mientras que en Los muros de agua (1941) y El miedo a los animales (1995) la lesbiana es una figura despreciable, patética o ingenua. El arte no es un samaritano obligado a cuidar del débil, pero sí un buen reflejo de la condición del marginado.
Dudo que los años me alcancen hasta que la homosexualidad femenina se incorpore al repertorio de parejas. Admito, en todo caso, el deleite de ser antagonista en la evolución y causa, a veces sobreviviente, de un desamor anónimo. Los símbolos bambolean, escucho cómo rompen; pero también las tardes caen, la vejez embiste. Ilícito o convencional, el compromiso suele lograr tibieza en invierno; un ermitaño agrio, idealista, es audaz sólo en leyendas. Mientras las miradas, las relaciones, las ideas beban de la misma corriente, el espejo será el único inmortal al cual rendir y exigir cuentas.
En la pasión dos mujeres, leí accidentalmente, oscilan entre continuar con salvajismo la parodia del amo y el esclavo o triturarse hasta derruir los límites de la identidad. Y aquí estoy, servida a la mesa de mi amante, esperando con el ajedrez intacto. Me afianzo a creer que ceder y someter son naipes intercambiables entre nosotras. Si elegimos alguno, en la intimidad se escribirá nuestro acuerdo. O, tal vez, el combate viene implícito, por los siglos de los siglos, en la piel.
Omisión
Y si no es Cristina Peri Rossi, ¿quién? Mejor nadie. Ningún estandarte o bandera que, con el rótulo de autora lesbiana, paralice o asfixie la escritura bajo la demanda de batalla. Me basta el seudónimo que usó Lucía Sánchez Saornil, un supuesto arqueólogo español: tomar prestada la gloria de Lilith; tan sólo lo que el hambre de fantasía permite para que lo de afuera circule adentro y lo que se supone inexistente aparezca.