Periferias / No. 230

Comunidad y resistencia en el comercio ambulante




El tianguis siempre ha representado una parte de mi identidad porque vengo de una familia de comerciantes ambulantes. Mi abuela solía vender pantalones hechos de retazo y los escudos bordados de la primaria en la que todos mis primos y yo estudiamos. Luego el mercado de Chiconcuac le abrió las puertas para la venta de ropa. En aquel entonces mi mamá y mis tíos tenían que levantarse de madrugada para tomar un camión que los llevara desde Nezahualcóyotl hasta aquel lugar. El comercio ambulante ha sido uno de los principales soportes económicos de mi familia porque en los alrededores de nuestro hogar siempre ha habido algún tianguis en el que se puede trabajar. La casa de mis abuelos siempre ha estado repleta de tubos, lonas, lazos y mercancía y, desde una edad temprana, mis primos aprendieron a armar racks y a hacer nudos ciegos. En esta familia se entiende el tianguis como un espacio para la supervivencia y la resistencia.

Cuando decidí escribir sobre este fenómeno hice una breve búsqueda. No me sorprendió que la mayoría de las entradas académicas conectaran al comercio ambulante con la evasión de impuestos, la carencia de normas que lo regulen y la invasión del espacio público. Aunque el tianguis es una actividad precolonial que ha persistido a través del tiempo, la existencia del sistema capitalista siempre ha amenazado a la autogestión al percibirla como una forma ilegítima de sobrevivir. Ante la piratería, la reventa y las réplicas de diferentes productos, grandes empresas y monopolios se posicionan como víctimas del comercio informal por considerarlo una competencia desleal que no se enfrenta a los mismos criterios legales y económicos. Poco se habla de que la competencia desleal apareció junto con los supermercados, los centros comerciales y las tiendas departamentales con sus pagos con tarjeta, meses sin intereses y compras por internet, que transformaron profundamente la forma en la que las personas compraban ropa, juguetes, accesorios u otras mercancías.

Diciembre, una de las temporadas más altas para el comercio ambulante, empezó a llenarse de voces que decían “ya no se vende como antes”. Desde la primera semana de ese mes, en Nezahualcóyotl se establecen tianguis temporales conocidos como romerías. En sentido estricto, la romería es una fiesta popular que se lleva a cabo en los espacios cercanos a santuarios en fechas de festividades religiosas; de igual manera, una romería significa la afluencia de gente en un sitio. Durante las vísperas de la Navidad y el Día de los Reyes Magos, el tianguis adquiere las características estrictas de la romería y se llena de familias que buscan los juguetes, la ropa y los regalos prometidos. Una también se puede encontrar con las personas que sólo van a chacharear y dar la vuelta “pa’ ver qué se encuentran”. Año con año, los pasillos de la romería reflejan los cambios en los hábitos de compra: la gente ya no se amontona, los comerciantes de juguetes tienden a rematar su mercancía y algunos ilusionados se van con sus cajas de aguinaldos y Tutsibotas intactas. Sin embargo, estos tianguis resisten buscando maneras de competir a través de herramientas como Facebook Marketplace y la implementación de terminales de pago con tarjeta.

La idea de la ciudad pulcra está en contra del comercio ambulante. Los tubos, los lazos amarrados a los postes de luz, las lonas de colores brillantes, el “¡Ahí va el diablo!” y los “¡Pásele, pásele! ¿Qué va a llevar?” se interpretan como invasiones a un espacio público destinado para otros fines. Sin embargo, los comerciantes ambulantes no invaden porque no privatizan: los lugares que ocupan siguen siendo un espacio abierto para todas las personas, y las familias que utilizan el paisaje urbano para su supervivencia también son parte de él. El comercio ambulante siempre está cerca: se encuentra en cada esquina, en el metro, en las calles, afuera de las escuelas o de los hospitales, y a quienes nombramos don, doña, carnal, neni, forman parte de las ciudades que habitamos.

Al crecer rodeada de comerciantes, conozco las colonias y los caminos de Nezahualcóyotl a través de los tianguis que hay de lunes a domingo. Los lunes siempre hay más tráfico para salir hacia metro Santa Marta porque se pone el tianguis de la Floresta. Si necesito avanzar desde la avenida Tepozanes sobre la calle Sur 1 los martes, sólo puedo hacerlo por cierto número de calles porque luego me encuentro con la extensión del tianguis de la Reforma. Los miércoles el tianguis dificulta el uso del puente para cruzar la calzada Ignacio Zaragoza, pero ahí se puede encontrar la paca, lo robado, lo de segunda mano. A mi tío Filo le llevamos el almuerzo hasta el tianguis de la Calle 9, que está al otro extremo de la ciudad. Los jueves están lejos los tianguis y por eso descansamos. Los viernes el tianguis se pone alrededor de la iglesia que está a dos calles de mi casa y ocupa uno de los extremos de mi calle, por lo que sólo se puede entrar por el extremo que colinda con la avenida. Mi tío Filo es el único de la familia que trabaja los sábados y pedalea su triciclo hasta uno de los tianguis de La Perla. A menos que sea temporada de romería, los domingos no se trabaja, pero se puede ir al mercado y chacharear en los puestos que se colocan alrededor. Yo conozco mi ciudad a través de los tianguis, los mercados y los puestitos de la calle.

El tianguis y otras expresiones del comercio ambulante reconfiguran los espacios públicos a través de la socialización, la interacción y el encuentro entre toda clase de personas, por lo que la creación de vínculos entre comerciantes, compradores y toda persona que los visite con regularidad es inevitable. Uno de los vínculos que se establece más rápidamente es a través de las formas de nombrar a los clientes: la marchanta, la güerita, el joven, la señorita, el güerito, el patrón, la patrona. Nombrar es el primer acercamiento entre comerciantes y compradores; si es exitoso, entonces se puede generar un vínculo de fidelidad. La fidelidad en el comercio ambulante se resume en comprarle siempre la verdura a un solo verdulero. Entre los ruidos del tianguis se puede escuchar a algunas voces decir que sólo compran jitomate con los Gemelos porque siempre está muy bonito, o que don Nacho siempre pesa los kilos exactos y por eso no le compran a nadie más. En el tianguis de los viernes yo le compraba longaniza a la señora Carolina, quien siempre me preparaba un taquito para que probara el producto aunque llevara años comprándole. Le otorgué mi fidelidad a doña Caro porque la longaniza siempre estaba muy rica, porque me daba pilón y porque se parecía a mi abuelita. El año pasado, durante la pandemia, doña Caro falleció y no me despedí de ella; me enteré cuando el tianguis se instaló de nuevo y ella no apareció. Fue mi mamá quien preguntó por ella con sus vecinos y quien me contó cuando le pregunté por qué no había comprado longaniza. Mi fidelidad se fue con ella porque no encuentro un puesto en donde vendan una longaniza tan rica y me procuren tanto como ella lo hacía.

Cuando se crece en una familia de tianguistas también se forma parte de una familia más grande. En el comercio ambulante las relaciones entre vendedores se forman debido a la convivencia constante y la creación de una comunidad que se ayuda entre sí. En el tianguis también le llamamos vecinos a las personas que ocupan los espacios a nuestro alrededor y, dependiendo del día de la semana, nuestros vecinos cambian y se multiplican. También es común encontrarse con las mismas personas en todos los tianguis y eso facilita la creación de vínculos amistosos. La comida es un elemento esencial para esto. Desde que tengo memoria, Manuel lleva frijoles, arroz y tortillas que se complementan con los múltiples guisados que mi abuelita mandaba a la hora del almuerzo cada viernes, tarea que ahora se le encomienda a mi mamá. Si hay suerte, una se toma un momento para comer en paz y sin interrupciones; en el caso contrario, se atiende el negocio mientras se come. Así es trabajar en el tianguis y, a decir verdad, hay cierta vocación en hacerlo con la boca llena. También existe la creencia de que cuando no hay ventas lo mejor que se puede hacer es sentarse a comer para que alguien llegue a comprar algo y haga que te levantes.

En el tianguis también se crean familias. Conozco a Manuel y Rosa desde que era una niña, aunque ellos llevan mucho más tiempo conociendo a mi familia. En el tianguis crear compadrazgos es una de las maneras en las que los vínculos afectivos se sellan. Por ejemplo, mi mamá es comadre de Manuel y Rosa porque es madrina de Rosita, su hija menor. Por otro lado, Carlos, uno de los compadres de Manuel que vende bisutería en el tianguis de los martes, cuida a don Lupe. Los puestos de don Lupe y Carlos se encuentran uno frente al otro y por eso se conocen desde hace años. Don Lupe trabajaba junto con su esposa, quien falleció hace algunos años. A partir de entonces él comenzó a envejecer más rápido: su cuerpo ya no era tan fuerte como antes y le costaba más trabajo armar su puesto, pero nunca quiso dejar de vender. Carlos se volvió como su hijo. A veces nos lo encontrábamos en la avenida pedaleando un triciclo que acarreaba al de don Lupe y su mercancía. Así aprendí sobre los cuidados que se otorgan desinteresadamente entre aquellos con los que se ha compartido la comida, los espacios y el tiempo. Es a través de estos afectos (ya sea entre vendedores, entre clientes o entre ambos lados) que la existencia del comercio ambulante se fortalece: nunca se está solo. Relaciones como la de Carlos y don Lupe, y la mía con doña Caro son ejemplos del tianguis como un espacio para otorgar y recibir cuidados.

A partir de la llegada de la covid-19, los espacios para el comercio ambulante se vieron amenazados; sin acceso a seguros médicos y con una economía que depende del trabajo del día, los comerciantes informales tuvieron que buscar alternativas para trabajar. En momentos como éste, las comunidades del comercio ambulante se vuelven más importantes para la supervivencia de muchas personas. La primera semana que las autoridades prohibieron el tianguis, la señora que viene desde su pueblo para vender queso, tortillas y verduras, y que conocemos desde hace muchos años, se quedó en la esquina sin saber por qué no había nadie. Nadie le avisó que el tianguis no se iba a poner. En ese momento, algunos vecinos de mi calle no dudaron en organizarse para resguardarla y ayudarle a vender sus productos.

El tianguis siempre ha formado parte de mi vida y de mi identidad. Nunca he dejado de ver al tianguis como mi hogar, aunque ya no tenga un puesto para vender. Por esta razón, los discursos en contra del vendedor ambulante me parecen indiferentes y violentos. El tianguis no es una forma de evadir impuestos, los comerciantes no invadimos espacios, la informalidad no es sinónimo de ilegal o ilegítimo. En el tianguis no se gana más que un profesionista y también se trabaja haga frío o calor, truene o llueva; en el tianguis no se tiene seguro de vida ni existen los horarios de comida. Deslegitimar las formas en las que los vendedores ambulantes resisten todo esto para poder subsistir es otra manera de darle poder a las estructuras capitalistas que buscan dictar que sus estilos de vida son los únicos que pueden existir. Los comerciantes seguirán ocupando los espacios, cambiando las ciudades y estableciendo vínculos porque la existencia del comercio informal y ambulante siempre será una forma de supervivencia legítima.