Fósforo / No. 230
El recuerdo es un cuerpo de agua viva
Panquiaco
Dirección: Ana Elena Tejera
Panamá, 2020
en tu alto mar
me meciera
de niño de nube
(...)
de luna
en tu alto mar
José Revueltas, “A Solveig”
me meciera
de niño de nube
(...)
de luna
en tu alto mar
José Revueltas, “A Solveig”
Ola quieta o caudal fiero, el recuerdo es el lugar donde se originan y habitan nuestros miedos y esperanzas, los rostros que nos moldearon, el primer esbozo del ser. Podemos navegar estas aguas a modo de visita, o bien naufragar en la añoranza hasta perder de vista la orilla. Tal es el caso de Cebaldo (Cebaldo de León Smith), personaje principal de Panquiaco, ópera prima de la directora panameña Ana Elena Tejera. A través de un vaivén entre presente y pasado personales y pasado histórico, Tejera muestra la historia de un hombre mayor originario de Guna Yala, la comarca indígena en Panamá que dejó años atrás. Ahora, trabajando en la producción pesquera de Portugal, la distancia del hogar sumerge a Cebaldo en una nostalgia silenciosa que deriva en un viaje de regreso a Guna Yala. Ahí el protagonista busca aliviar su pesadumbre a través del contacto con la palabra, las plantas y el elemento natural regente en la película: el agua.
A modo de epígrafe, Panquiaco abre con un fragmento de la historia de la creación según la mitología kogui: “Estaba todo oscuro. / Sólo estaba la mar. / La mar no era agua ni cosa ni persona. / Era la madre, / la memoria / y el pensamiento”. Ya sea en forma de mar, océano, río, lago o contenida en una bañera, en Panquiaco el agua posee significados diversos, tantos que es posible que no encontremos dos cuerpos de agua que representen lo mismo. Como narran los koguis, el agua no sólo es agua, sino un puente hacia el territorio de lo primario y lo intangible, es por eso que Tejera elige este elemento para ahondar en el recuerdo de Cebaldo. El agua juega como pasado y presente, un vínculo fundamental para comprender al personaje principal y el viaje que emprende para recuperar su historia de las fauces del olvido.
Ahora bien, el agua también aparece en la otra historia que Tejera presenta en paralelo a la de Cebaldo. A través de una narración escrita e ilustrada conocemos la historia de Panquiaco, el cacique indígena que le mostró el océano Pacífico al conquistador español Vasco Núñez de Balboa después de que éste expresara su tremenda avidez por el oro. La grandiosidad del mar que imaginamos al principio gracias a los koguis ahora contrasta con la intención saqueadora de Núñez de Balboa, ya que para el supuesto “descubridor del Mar del Sur” estas aguas significan un objetivo, no una fuente de sabiduría ni mucho menos el origen ancestral del espíritu.
Al titular la película con el nombre de Panquiaco, Tejera traza un puente entre esta figura histórica y la identidad indígena de Cebaldo. Más de 500 años han pasado desde el encuentro entre Panquiaco y Núñez de Balboa, sin embargo, el peligro de ver las raíces desdibujarse sigue latente aquí y ahora, tanto en el territorio Guna Yala como a lo largo de Latinoamérica. No tenemos que ir muy lejos para comprender que la historia de Núñez de Balboa y Panquiaco es un recordatorio de que la memoria de los pueblos y la naturaleza son vulnerables, pues tanto la Conquista como el capitalismo explotan recursos hasta la sequía, desaparecen lenguas y arrasan con la memoria colectiva. Ante este escenario, el recuerdo se yergue como un tesoro íntimo, como una herramienta digna y poderosa contra el olvido impuesto.
Otras escenas clave son aquellas en las que Cebaldo entra en contacto directo con el agua. La primera vez que vemos al protagonista es en la regadera tomando un baño; el agua obtenida por artificios humanos está ligada a una actividad rutinaria, insustancial. Él asiste a su trabajo en la pesca (escena que, valdría la pena destacar, es un guiño a la explotación de la vida marina en la ciudad) y ronda en soledad un puerto, un billar y un restaurante. De pronto, como un asalto al presente, el formato digital cambia al analógico para mostrar la vida de un niño que, como varios elementos parecen indicar, es Cebaldo. Este formato, con un grano y nitidez completamente distintos a los del digital, es una evocación al pasado de Cebaldo y, literalmente, al pasado técnico de la imagen. A este último recurso se suman los planos picados y planos detalle que se mueven con soltura en una alusión al jugueteo infantil. Plasmar algo tan delicado como el recuerdo necesita sus propias estrategias, por eso la propuesta cinematográfica de Mateo Guzmán Sánchez, director de fotografía de Panquiaco, resulta contundente al recuperar lo sensorial de la niñez de manera sutil y orgánica.
En esta secuencia analógica unas manos bañan al niño sentado en una tinita metálica; entre agua y hierbas su pequeño cuerpo encorvado está en quietud. Con esta imagen comprendemos que Cebaldo creció en íntima cercanía con la naturaleza: el agua que cubría su cuerpo de niño estaba significada por el cuidado familiar y la vitalidad. Ahora, las gotas que lo bañan caen sin más, en soledad y nostalgia. Quizá por eso más adelante, en su viaje de regreso a Guna Yala, Cebaldo entra al río a bañarse con su hermano. La escena viene acompañada de una leyenda sobre dos hermanos que, tras olvidar sus orígenes, pierden sus almas en el río y dejan ahí su reflejo. Como en la historia de Panquiaco, la amenaza de perder el rumbo si se nubla la noción de hogar es latente a lo largo de la película. A pesar de vivir bajo tierra, las raíces necesitan nutrirse, llenarse de agua para florecer.
¿Qué queda de nosotros sin nuestra memoria, sin nuestro recuerdo? Las leyendas lo advierten: si descuidamos las raíces somos cuerpos deshabitados, almas perdidas deambulando en la corriente. En Guna Yala, Cebaldo visita la tumba de su padre y participa en la celebración de los 100 años de la Revolución Dule. La memoria política y comunitaria se une al recuerdo personal para demostrar que son inseparables; tanto Cebaldo como los otros integrantes de la comunidad son dignos de honra por su lucha y por formar parte esencial de la identidad dule.
La forma narrativa y visual de Panquiaco hace una referencia al recuerdo y su naturaleza fragmentaria. Tejera no busca la homogeneidad en los formatos ni la linealidad en el tiempo porque, al final, ¿sería posible siquiera vislumbrarla? ¿Qué tanta justicia le haríamos al recuerdo si lo obligamos a encajar en una narrativa cronológica? Somos imágenes, sonidos, historias y anécdotas. En otras palabras, la suma de fragmentos hechos cuerpo. Como el agua, el recuerdo es capaz de tomar distintas formas, puede estancarse o fluir, ser cristalino o turbio. Por eso las secuencias de Tejera se mueven en armonía con la espontaneidad del recuerdo, las reverberaciones poéticas del agua son expansivas al no ceñirse a una línea del tiempo estricta. Hacia el final de la película, el paralelo que se ha tejido entre la historia de Panquiaco y Cebaldo llega a su cúspide. En un punto de la narración sobre Panquiaco, el mar se lamenta al ver que el cacique ha puesto las aguas del océano Pacífico al alcance del conquistador. “¿Qué me has hecho?”, le pregunta el mar a Panquiaco. Él llora y con sus lágrimas se une al agua, dejando atrás un espíritu doliente que, según la historia, ahora vaga por el mar. En cambio, Cebaldo elige otro camino: regresar. Ésta es la diferencia más rotunda entre los dos personajes. Como un triunfo secreto, Cebaldo ha emprendido este viaje de vuelta con el ánimo de recuperar partes de su historia y brindarle, por fin, serenidad a su interior.
La película, haciendo eco con el mar oscuro de los koguis, cierra de forma circular con una escena nocturna. Guiado por un curandero que invoca a los espíritus de los ancestros, el protagonista se entrega a los poderes curativos del agua en un baño ritual acompañado de rezos y cantos. Este baño cierra la búsqueda de Cebaldo y, a pesar de que no es posible saber con certeza si se ha curado de la nostalgia, el valor de este último acto reside en la valentía y la vulnerabilidad de concederle al recuerdo un lugar en un sistema que empuja violentamente hacia el futuro. Desde su propia latitud y singularidad, Cebaldo se niega a rendir la historia de su vida, a entregarla a la sequía. Si el recuerdo es un cuerpo de agua, Cebaldo logra, paso a paso, transformarla en bálsamo, en agua viva y, finalmente, luminosa.