Placer / No. 231

Tres cuerpos y una perla
 
 

Llegamos a la vida,
húmeda aún la mínima figura
recién bañada en la celeste ojera
de un estanque de luz.
Enriqueta Ochoa

Abuela

Mi cuerpo era joven y sabía huir. Al primer destello del alba, mientras las otras mujeres dormían, deslizaba mi cuerpo por la ventana del baño y mis pies agarraban camino por los pastizales resquebrajados de la sierra. Corría hasta marearme, hasta que me lloraran los ojos, hasta que el corazón se me hiciera bulto, pecho de rana. Mantenía mi distancia con las serpientes, los coyotes y los alacranes, pero algunas veces, he de confesar, me detenía a verles el centro de la pupila. Aprendí a no temerlos. Ellos me enseñaron a correr. Y me enseñaron también a pausar la huida para echarme a tomar el sol en cada pausa. Crecí un poco y el río en el que descansaba los pies comenzó a hablarme. Entraba por mis huecos en un lenguaje transparente y toda yo era agua, presa húmeda, caudal. Me sentaba al filo de una roca y me levantaba un poco el vestido: dejaba que el agua me acariciara entre las piernas al mismo tiempo que curaba mis heridas. Qué ganas de llenarme los pulmones de ese terciopelo cristalino. Quisiera morir en esta sábana de espuma, quisiera ahogarme en sus caricias, quisiera yo misma ser agua y nunca tener sed. Un día, sentada en la roca, oí pasos a mis espaldas. Cerré las piernas al primer crujir de las hojas. Me habían encontrado. Esa misma tarde treparon mi cuerpo al camión con destino a la ciudad. Aún tenía el vestido mojado. Crecí otro poco y conocí a un hombre. Su tacto era pesado, ciego. Y nunca pude encontrar el centro de su pupila, me tocaba con los ojos cerrados. En mis sueños visito el río y no me atrevo a tocarlo, me inclino a ver mi reflejo y no lo encuentro. Muy al fondo, sin embargo, veo un destello. Una perla esmeralda descansa en la tierra, los rayos del sol que filtra el agua bailan sobre ella. Quiero tomarla, pero despierto.


Madre

Afuera es de día, pero en este cuarto es de noche. No he lavado las sábanas en semanas. La cama me queda grande. Escucho pasos. Espero. Están a punto de irse. Espero. Cierran la puerta principal y de inmediato mi pecho se abre, mis labios se llenan de sangre y mis ojos se ensanchan. Saboreo los primeros segundos de una soledad que no me pertenece. Entro en ella como intrusa. Me pongo de pie y en la cama queda recostado mi peso muerto. La que se para es otra mujer, no yo. Pero eso no importa. Comienzo a desnudarme. Con un dedo recorro la orilla de mi cuerpo. Presencia limítrofe. Campana rota. Cofre hueco. ¿En qué momento me vacié? ¿A dónde se fueron todos mis líquidos vitales? Nada de lo que tengo es mío excepto esto. Abro la regadera y doy el primer paso hacia adentro. Es como regresar a una cueva primigenia. La cueva en la que los primeros hongos decidieron reproducirse para honrar la vida a través de la muerte, donde la descomposición se coronó sobre la materia. En esta regadera renazco y recuerdo. Si me encontraran así, tan repleta de mí misma, me desconocerían. Y yo tendría que entenderlo, en momentos como éste ni siquiera yo misma sé quién soy. Intentaré ser más precisa. Cuando las primeras gotas tocan mi cabeza, llega a mí la imagen de una mujer que vagó por años y años en el desierto. No sé quién es ni por qué la conozco. Pero sé cómo es su rostro, veo cómo los huesos resaltan a través de su piel transparente. Su lengua tiene estrías largas y profundas, como si el desierto se hubiera reflejado en el lienzo rosado de su boca. Esas líneas en la lengua son la marca de la sed. Lo sé porque yo la tengo. Las gotas me descubren el cuerpo y siento que, al menos por unos segundos, le doy de beber a esa mujer. Dios mío, que no lleguen nunca, por favor. Este momento es lo único que me queda. Pero volverán. Ya vienen. Y de nuevo será mi turno de alimentar una boca diminuta y drenarme. ¿Qué hueco de mis entrañas destila este néctar blanco, esta leche de algodón? ¿Estoy destinada a lo que escurre, a lo que escapa? Cierro los ojos y abro la boca. Mentira que el agua no tiene sabor. Yo la pruebo y reconozco el sabor de una cascada tierna y oculta. Es como abrir una biznaga y besarle el corazón.


Hija

No recuerdo cuándo lo descubrí, pero supongo que se veía venir desde que era pequeña. Durante mis primeras semanas de vida mi madre no pudo cerrar los ojos. Mi llanto, dice, tenía despiertos a los vecinos, al perro, a los pájaros del jardín. Después de numerosas visitas al doctor y para alivio temporal de mi madre, cualquier dolencia quedó descartada. La verdadera preocupación llegó cuando mis lágrimas comenzaron a brotar al mismo tiempo que una sonrisa aparecía en mi cara. Dos señales opuestas, placer y dolor, conjugadas en la misma carne. Era un espectáculo tan desconcertante que mi madre dejó de darme pecho por un tiempo. Mi abuela, en cambio, me sostenía y se reía conmigo. Todo el asunto le causaba gracia. Decía que yo era una criatura acuática y que mi madre también lo era, aunque se negara a aceptarlo. Me explicó que mis lágrimas no eran de dolor ni de placer, sino más bien ambos: placer por recordar mi origen a través del agua, pero dolor por haber sido arrancada y puesta en la tierra. Creí en la historia de mi abuela hasta la adolescencia. A esa edad decidí que había inventado ese cuento para que no me entristeciera la soledad a la que mi madre me había arrojado (en mis primeros recuerdos anida la sensación de alzar mis brazos hacia el vacío, el sabor de los coágulos sin disolver de la leche de fórmula). Hasta el día de su muerte mi abuela defendió la leyenda de mi origen como una verdad absoluta. Ni tú ni tu madre son hijas de ningún hombre, sépanlo siempre. Le sentenciaron demencia senil y con ese juicio encima se fue a la tumba.

En mi adultez el llanto regresó de manera súbita y violenta. Fue como si mis ojos retrocedieran a la infancia, una edad inversa, dislocada. Lloraba al despertar, al comer, al reír, al besar. Era imposible relacionarme, pero no podía parar de llorar. Sentía un goce gigantesco cuando las lágrimas se amontonaban en mis ojos y después viajaban por mi mejilla, calientes y presurosas. No podía dejar de llorar, pero tampoco me interesaba mucho pararlo. El llanto era mi actividad más personal, la más íntima y solitaria. No necesitaba a nadie más para llegar al lugar donde el alma roza las paredes del cuerpo como si estuviera a punto de fugarse.

Entonces recordé las palabras de mi abuela: ni tú ni tu madre son hijas de ningún hombre. ¿Sería posible que yo fuera descendiente de una mujer que se enamoró de la naturaleza, de los cuerpos de agua en vez de los cuerpos humanos? ¿Sería posible que dentro de mí latiera un gen de agua, un gen húmedo e irreconocible por cualquier artefacto médico? ¿Sería posible que yo misma estuviera enamorada del agua sin saberlo? ¿Sería posible que el agua, mensajera grandiosa de la electricidad y del sonido, pudiera guardar la memoria del verdadero placer que me dio la vida? ¿Y no sería posible que todo este tiempo mis lágrimas fueran un mapa de regreso y mis ojos una brújula pulsante?


Carta a la fuente primera

Abuela: ¿qué más queda para las mujeres como nosotras? Mi madre se fue antes de que pudiera entenderla. No sé dónde yace su cuerpo, pero espero que reciba un poco de lluvia de vez en vez. Lloro por ti como también lloro por ella. Y no son lágrimas de dolor las que me brotan. No, esa no es una ofrenda digna de ustedes.

Abuela: a veces le temo a esta soledad, le temo a la sequía. Pero entonces me sumerjo dentro de mi propia espesura y escucho. Sé que me hablas en el lenguaje de los latidos. Todo lo que debo hacer es colocar esa perla esmeralda en mi vientre para que comiencen a correr las lágrimas y yo pueda encontrarte. Olvidé mencionarlo: tu amuleto está a salvo conmigo. Un día me sumergí tan profundo en el río que pensé que moriría. Lo único que recuerdo es que una mano me regresó a flote y expulsó el agua de mis pulmones. Cuando desperté, la perla estaba en el centro de mi palma. Su brillo de sol naciente me conmovió tanto que no pude evitar llorar. Ahí, tirada a la orilla del río, supe que podía hablarte y entendí, al fin, que no hay páramo ni desierto que este cuerpo no pueda humedecer.