Placer / No. 231

Notas al margen [de una conversación]
 
 

Soy estudiante de maestría y confieso que odio mi corpus. [Siempre quise abrir un texto con una confesión, pero la inercia arrojó algo más cercano a una presentación de AA]. En realidad no lo odio, sólo no me produce placer. Me refiero al corpus de la tesis [pero supongo que en algún nivel también mi cuerpo me resulta implacentero por momentos. Sin considerar mocos y diarreas, me incomoda el avistamiento de las orejas. De toda oreja en general: es un cartílago doblado que intenta ajustarse a la proporción áurea, pero termina acercándose más a un retrete].

Ya me lo han recriminado: “¿Cómo puedes trabajar con un corpus que no te gusta? Debe ser tormentoso”. Si alguien está dispuesto a pasar al menos dos años de su vida mirando minuciosamente un objeto, se espera que éste sea agradable a la vista. Es como el noviazgo o el matrimonio, dicen. Pero yo me inclino más a considerar mi relación con el corpus como la del aracnólogo con la araña [aunque, ciertamente, hay biólogos con una perturbadora fascinación hacia los artrópodos y el reino Fungi que debería considerarse patológica. No es que intente imponer un concepto de belleza, pero a todas luces una araña no puede ser bella a menos que pase por el pincel del artista. Por otro lado, acepto la idea de que a algunos los hongos les sean indiferentes y resulte improcedente considerar su belleza, el parámetro axiológico debe ajustarse a criterios bioéticos; personalmente, hay ciertas variedades como los puccinia que me entripan la fobia y me dan ganas de arrancarme la piel. Puede usted googlearlas para confirmar… bajo su propio riesgo].

En fin, mi corpus no me parece placentero, tengo amores estéticos en la vida y los cuentos que analizo no están en esa lista. Lo mismo me pasó en la licenciatura, y un miembro del sínodo se estremeció cuando declaré que no me gustaba el cuento al que dediqué un capítulo entero. ¡¿Cómo, si pasaste lexía por lexía?! Para mí había sido algo normal, pero al parecer es una fibra incómoda en el mundo de las letras que no detecté a tiempo para mimetizarme.

Me pasa con algunas cosas que se le atribuyen al sentido común. Se supone que éste está vinculado con la supervivencia, es un mecanismo del humano derivado de reflejos básicos y emociones como el miedo, pero, a la vez, asociado con la capacidad de nuestro cerebro para predecir los resultados de una secuencia inmediata. Se supone que todos poseemos sentido común y que lo aplicamos para asegurarnos individual y comunitariamente. Creo que yo no lo desarrollé bien. Es de esas cosas que uno perfecciona entre la infancia y la adolescencia, pero tengo la sensación de haber faltado a esa clase [como cuando me ausenté el día que enseñaron si se debe recortar exactamente sobre la línea punteada o al interior, no lo sé, ¡hasta la fecha no lo sé! Tampoco sé distinguir entre el verde azulado y el azul verdoso. Falté a la escuela. Quizá fue el mismo día en que enseñaron las tres cosas: Tijeras 1, Tonos del Verde y del Azul, Sentido Común. Momentos así lo hacen a uno sospechar sobre toda la cadena de mentiras de Occidente].

El caso es que cuando descubro que algo pertenece al sentido común lo anoto, preferiblemente, en mi cuaderno de convencionalismos que debo recordar o, si no, en la mente, esperando que la memoria no me haga trampa como suele pasar. Lo mismo con los valores de la vida académica, que hasta la fecha me confunden. Entiendo, luego de leer introducciones a la etnografía, que en las humanidades cada grupo de investigadores posee su propia escala de valores, aunque también hay criterios generales que guían la investigación. Y no con la rigidez de las ciencias exactas porque sería absurdo [a pesar de que ante CONACYT los criterios cuantitativos de las ciencias aplicadas se elevan a leyes generales, como cuando la reina Victoria gobernaba el mundo]. Si no es obvio a estas alturas, estoy confesando que me siento tan ajeno a las tijeras como a los grupos… sociales. Iba a decir sólo los académicos, pero es a los grupos en general. Pese a todo, soy una persona sociable [en 3º de secundaria gané el premio al más amigable de la generación. No es algo que deba presumirse, no estoy presumiéndolo, de hecho, me da pena, sólo es un dato que pudiera servir de demostración. A pesar de mi honroso reconocimiento, siempre que me encuentro en algún tipo de convivio, me acosa la sensación de estar siendo observado y, por lo tanto, tener derecho a observar mediante la imitación].

Y así descubrí que no recibir placer del corpus de estudio es algo reprobable para ciertos ámbitos de la academia de humanidades y que, por eso, debe declararse a modo de confesión. Lo peor es que, una vez confesado el problema, el oyente ya está demasiado predispuesto y se puede hacer muy poco [siempre me pasa eso, quizá es la razón por la que no fui antropólogo, me gana el yo frente al otro y no debería…]. En esas situaciones intento decir que el placer no está en el objeto en sí, sino en las exigencias metodológicas que me impone. De tantos cuentos de Alfonso Reyes que pude haber trabajado por amor a su escritura, opté por uno más bien incómodo dónde nuestro regiomontano universal incursiona en una especie de surrealismo cinematográfico medio trunco. Uno acaba y dice “está interesante”, ese ambiguo “interesante” que le decimos al amigo poeta cuando no nos gustó su poema. No “chido” ni “genial”: “interesante”.

Interesante es poco en la escala de la belleza. Si le pides matrimonio a alguien no le das como justificación: te amo, quiero que te cases conmigo porque eres interesante [y si sí lo hace usted, por favor, reexamine sus prioridades afectivas]. Ah, pero un corpus interesante es mejor que un corpus apasionante, pensaría yo [por ejemplo: pocas cosas me apasionan tanto como la canción “Coco Jambo” o sacarme pelusas de entre los dedos. Perdón por la imagen… de “Coco Jambo”. Pero nadie haría su tesis sobre eso. A excepción, tal vez, de mi psiquiatra. No tengo psiquiatra, es broma]. El surrealismo cinematográfico trunco de Reyes, aunque no es el de “La cena”, es sugerente desde la sintaxis hasta la transtextualidad y posibles reflexiones implícitas sobre la reproductibilidad técnica. ¿Por qué, entonces, no dedicarse a estudiar lo poco agradable? En tiempos de diversificación de los cánones es “interesante”.